24 de marzo de 2011

Cataluña, tierra de valientes


Zaragoza, de inspiración mudéjar y acuática.


Algunos viajes son producto de meras casualidades, suma de factores. Algo así sucedió esta vez. Mi hermano, Tommy, tenía planeado un viaje a “algún lado”. Ponerse la mochila y partir. Esa sensación verdaderamente adictiva: escapar.
Su viaje sin rumbo se vio forzado a tomar uno, dado que esto es Europa y acá uno no vaga por la geografía sin ton ni son. Partía para Zaragoza con destino final: Barcelona.
Previa averiguación de todo por internet y reserva de los hostels correspondientes, salió del departamento de Madrid raudo como un campista del primer mundo.
Llegado a la terminal de autobús, se dio cuenta que todavía tenía que esperar 2 horas hasta el próximo colectivo a Zaragoza. Entonces se le ocurrió una maldad: mandarle un mensajito a su pobre hermana que se había vuelto a acostar después de despedirlo en la puerta a las 6.30 de la mañana.
“Vení a la terminal y nos vamos juntos a Zaragoza”- leí el inocente mensaje en la penumbra de la habitación. Tuvo la virtud de despertar en mí todos esos instintos de protección y compañía de hermana que también intentaban dormir (más precisamente, desde que asumí que mi hermano era un adulto). Y me incorporé en la cama con una duda: “¿Voy?”.
Es totalmente innecesario explicarles esto a aquellos que me conocen, pero no sea que lo que escribo lo terminen leyendo desconocidos. Así que voy a explicar algunas cosillas sobre mí (y de paso usar esa terminación española tan divertida).
Yo no salgo de viajes improvisados. No me muevo de mi casa sin antes tener transporte y hotel contratados. No voy a hostels. No tengo siquiera una mochila. No me baño con agua fría. Y no duermo con desconocidos.
¿Qué nací para princesa? Puede ser, es lo que trato de decir desde hace rato.
Yo, simplemente, no soy una mochilera. Y probablemente no lo sea nunca, mientras siga considerando parte esencial del equipaje, la lima de uñas.
Es así. No soy un monstruo salido del abismo. Tampoco soy hija de los Rockefeller. Mis viajes se dieron de manera tal que, nunca me tocó ser mochilera. Simplemente me salteé esa etapa.
A decir verdad, fui de campamento dos veces. Una, tenía 8 años e iba todo mi curso del colegio. Y, aunque disentía profundamente con la gracia de ver colgadas mis prendas íntimas en una cuerda que cruzaba todo el camping; digamos que no tenía mucho que decir.
La segunda vez estaba enamorada, y mi amado me llevó a un camping en Lisboa. Intentamos clavar las benditas estacas de la carpa en un suelo que bien podría haber sido de hormigón. Ahora que lo pienso, he borrado gran parte de los recuerdos de esa experiencia. Mi cerebro me protege.
En fin. Me levanté de la cama y, con total desconsideración hacia mi marido que seguía durmiendo, prendí la luz y me puse a revolver el armario en busca de algo remotamente parecido a una mochila. Ustedes no entienden. Mi hermanito me llamaba, podía dejar de lado toda una vida de tradiciones viajeras si era necesario.
Mi valija de manos resultó que tenía un bolsillo de donde salían las poco elegantes tiras que formaban una mochila. Una gran mochila con rueditas. Lo del vestuario se me antojó más simple, ya que mi concepto de mochilero se caracterizaba por un franco desapego a las tendencias de moda. Así que simplemente metí un poco de cada cosa, cuidando de que combinaran entre sí, al menos.
Y allá fui, con la mochila/valija al hombro, movida por el inmenso cariño fraternal que, aun así, no lograba quitarme la cara de pánico. En la terminal me esperaba Tommy, con una sonrisa, dejó su libro y se dispuso a buscar agua caliente para todos los mates que nos íbamos a tomar en el camino. Me di ánimo y dejé que fluya la aventura.
Llegamos a Zaragoza un mediodía nublado. Nos tomamos el colectivo hasta el centro de la ciudad en busca del único hostel que habíamos encontrado en internet. Caminamos al costado del río Ebro y nos metimos por las callecitas con faroles tan típicas en esta ciudad.
Descubrimos el hostel porque tenía banderas de todos los países en la puerta. Nos estaban esperando casi, no había más que 4 o 5 personas alojadas. Ideal para mi primera experiencia. La habitación, para 4 personas, la compartimos con un curioso alemán/turco llamado Aladín que no hablaba ni inglés ni español, pero muy educado.
Nos lo encontramos en la cocina del hostel mientras jugábamos al Mao (un juego de cartas). Se sentó con nosotros y, después de vernos jugar durante un rato, nos preguntó si podía unirse a la partida. Sorprendidos, le contestamos que sí, por no dejarlo de lado. Aladín se había aprendido todas las reglas del Mao en 5 minutos (las mismas que yo tardé 3 veranos en memorizar). No solo jugaba sino que tuvo el tupé de decir “última carta”, sin saber ni lo que decía, antes de terminar el juego y ganarnos. Un maestro.
Aprovechamos el resto del día para pasear por la bonita ciudad de Zaragoza. Cerca del hostel estaba el Mercado Central, unas murallas romanas y una curiosa iglesia muy torcida. Seguimos camino hasta la Iglesia del Pilar (donde se casó mi amiga Esther), un imponente templo compuesto por dos grandes capillas, una a espaldas de la otra y que tiene pinturas de Goya. Es una iglesia llamativa porque es más ancha que larga, y uno parece encontrársela de costado sobre la plaza.
Vimos un increíble monumento con una cascada de agua, el resto de fuentes y de adornos florales de la plaza. Caminamos por la peatonal, llamada Alfonso I, entre refinados negocios y faroles antiguos. Y, dando una vuelta por las callecitas enmarañadas del centro histórico, desembocamos en el Puente de Piedra sobre el río Ebro.
Sobre este puente observamos encantados la parte antigua de la ciudad a un lado, con las torres del Pilar destacando y los grandes leones que adornan el puente; y al otro lado, el barrio más nuevo junto con el recinto de la Expo Zaragoza 2008, con cantidad de pabellones y zonas relucientes.
Nuevamente en el centro histórico, donde descubrimos el Arco del Deán (una especie de pasillo colgante muy decorado que une dos edificios) y la Catedral de La Seo (construida sobre la principal mezquita de la ciudad en tiempos árabes).
La curiosidad nos llevó hasta el Palacio de la Aljafería. Es uno de los monumentos más importantes de la arquitectura hispánica-musulmana del siglo XI. Ahí vivieron los reyes católicos y fue sede de la inquisición. Tiene sitios asombrosos, como el jardín central lleno de arcos mudéjares (uno de los cuales es el más grande de Europa); también tiene una sala cuyo techo está decorado con diseños árabes de frutas y flores en madera y está cubierto por láminas de oro; y la Torre del Trovador, un recinto carcelario, que dio lugar a una hermosa historia de amor en la que se inspiró Verdi para la ópera.
A la tardecita, mientras tomábamos mates en el hostel, vino a visitarnos una amiga, Mari Cruz, que nos llevó bajo la lluvia por las calles de la ciudad al encuentro del bar con el mejor bocata de calamares de Zaragoza. Y damos fe que así es. Un sándwich de pan crujiente repleto de las más tiernas rabas de calamar y bañado con salsa de mayonesa alioli. ¡Delicioso!
Al día siguiente, después del desayuno, seguimos el curso del Ebro hasta llegar a uno de los puentes más modernos, por donde cruzamos a la zona de la Expo. Ahí visitamos el Acuario, el 3er acuario de agua dulce más grande del mundo. No hace falta decir lo fantástico que es. Tiene un estanque principal que cubre los 3 pisos del edificio, donde se pueden apreciar los peces más inmensos que vi. Después se hace un recorrido por los 4 ríos más importantes del planeta y sus habitantes.
Desde los pececitos de colores más brillantes en los ríos de Asia, pasando por las pirañas en el Amazonas, las anguilas, los caimanes y finalmente (la estrella del acuario) el gran cocodrilo, que está tan cerca que uno le podría tocar la nariz (si no le importara perder la mano). Impresionante estar parada al lado suyo. El acuario es una belleza y una visita imperdible para todos los amantes de la naturaleza.
Nos despedimos de Zaragoza con una última hamburguesa completa en Burger Paco (un descubrimiento gastronómico). Y en colectivo, dejamos atrás el río y el centro monumental hasta llegar a la terminal de autobús, para seguir viaje.

Vistas panorámicas y fantasías derretidas en Barcelona


Llegamos a Barcelona cuando se empezaba a hacer de noche. Bajamos del autobús en la Estación Nord, como nos había dicho el colectivero argentino y tuvimos toda la intención de tomarnos el subte pero nos encontramos con que la parada de metro no tenía mapa ni plano de las líneas. Decidimos caminar.
Mi hermano se quejó porque se había excedido con el equipaje y su mochila estaba un tantito pesada. Cuando terminó el parque de la estación, nos chocamos de frente con un majestuoso Arco del Triunfo rojizo que daba paso a una gran explanada peatonal llamada Lluís Companys. Caminamos por esta hermosa calle, rodeados de faroles encendidos, palmeras y gente paseando y patinando. Caminamos y después de mucho andar, alcanzamos la Plaza Real, donde estaba nuestro hostel.
En el camino empezamos un experimento: escuchar. Escuchar a los locales a ver si hablaban o no en catalán. Después de unos cuantos días en esas tierras, el resultado: un promedio del 20% de la población habla catalán entre ellos, y la mayor parte son personas de menos de 35 años. El catalán no es un problema para los turistas, la gente habla en español.
Al hostel Kabul ya se le veía la onda desde afuera: onda fiestera. Tuve miedo. Y mi miedo no hizo más que acrecentarse cuando, tras pasar la puerta y subir unas escaleras, nos encontramos con diez millones de personas jóvenes pululando por ahí. Pánico. “Esto era precisamente lo que intentaba evitar.”- pensé. El hombre de la recepción nos dio las llaves y dijo “Bienvenidos a Gallegolandia”, lo cual nos pareció bastante raro.
Subimos hasta nuestra habitación, compartida, con 22 personas más. Era como la cueva de Alí Babá solo que sin los tesoros, con camas cuchetas y habitada por brasileñas y orientales. Terror. Resignación. Abandono.
Cena gratis, también. Así que bajamos a la zona común (con decir esto me siento en Harry Potter) y nos pusimos en una interminable cola para recibir un plato de paella o pizza. ¡Un punto a favor! Me encanta la comida gratis.
Después salimos a caminar por el boulevard de una calle llamada La Rambla, llena de puestitos de souvenirs, mesitas en la vereda y todo tipo de estatuas vivientes. Llegamos hasta una plazoleta con una columna en el centro, y en la punta el señor Cristóbal Colón. ¿A dónde estaba señalando Colón? Pues, no lo sabemos. Estamos seguros que para las Américas no señalaba. Con razón no llegó a la India.
Luego del desorientado Cristóbal, llegamos a orillas del agua en el Port Vell. Rodeados de yates y barcos de todos los tamaños, cruzamos un hermoso puente de madera hasta una zona comercial nueva y muy linda, con restaurantes, cines y un acuario. Mientras la ciudad se preparaba para otra noche de fiesta, volvimos al hostel.
Tommy y yo nos comprendemos perfectamente. Y mi hermano, dedicado a las artes de la vida social, sabe que soy un ser poco nocturno. Así que dividimos para conquistar, y él andaba de fiesta por la noche barcelonesa mientras yo observaba atenta la vida del hostel (porque dormir, lo que se dice dormir, no empezaba hasta muy entrada la noche). Y porque hay cosas que valen la pena, aun si solo es por el gusto de escribir después. Una de ellas fue pasar las noches ahí. Aunque no hubiese sábanas.
Ya resignada a mi camita oscura en un rincón de la multitudinaria habitación (mi hermano había tenido la delicadeza de cederme la cama de abajo, donde guarecerme de los horrores que pudieran azotarme durante la noche), me dispuse a observar atentamente a los habitantes del hostel. Intentando no hacer contacto directo con ninguno, no sea cosa que se me vinieran a mi reducto privado.
Grande fue la sorpresa cuando me di cuenta que no tenía idea de qué clase de fauna habita un hostel. Primero, Tommy se dedicó a explicarme la sutil diferencia entre los hippies y los mochileros “los hippies no vienen a estos hostels, se van a lugares alejados y más baratos, donde pueden hacer vida con otros hippies”. Eso ya fue un cacho de cultura para mí.
Entonces empecé a ver. Mis amigas brasileñas habían traído valijas, no mochilas. Dentro de sus valijas, había un gran porcentaje de vestidos, ropa de fiesta e incluso zapatos de taco alto. Quién es esta gente? Estos viajeros de bajo presupuesto (todo lo bajo que puede ser un presupuesto en Europa) solo parecen ahorrar en algunas cosas. Pero salen todas las noches y siempre están tomando algo. Y se visten bien. Son los salidores-bebedores; los encuentran en cualquier hostel.
El japonés que tenía en la cama de al lado, bueno, al principio, después se pasó un rato saltando de cama en cama como un conejo asiático y finalmente se eligió otra. Un personaje bastante especial que tenía una Samsonite que cuesta 200 euros y sobre la cama había dejado, como olvidadas, la notebook y un Ipod. Un día me lo encontré llorando, y le pregunté si estaba bien. Se asustó, se acostó y se tapó con la frazadita. Ese es uno de los raros-tecnológicos-orientales; también son frecuentes.
La última noche llegó a la habitación un chico. Pasó desapercibido por un rato hasta que lo vi pasearse en calzas. Calzas. Varón del mundo, a menos que seas jockey en ejercicio de tus funciones o Julio Bocca (al que también le agradecería que se compre un pantalón de jogging) no tenés permitidas las calzas. Punto final. Pero como si las calzas fueran poco atrevimiento, se puso a fumar un cigarrillo de marihuana en la habitación (actividad prohibida en el hostel, además de ilegal, claro). Y ese individuo, de nacionalidad española, no salió nunca de la habitación, nunca! Un clásico caso de narcotizado-ermitaño-con complejo de jockey. También los hay.
Si fuera uno por uno, esto se haría eterno, y no es el “Manual de supervivencia en hostels para la mujer moderna”. Así que solo voy a nombrar un espécimen más. Dos chicas argentinas llegan una noche con cara de pánico a la habitación, después de preguntarme si el baño también era mixto (no lo era) se sientan al lado mío como para ahogar sus penas. “Están viajando por Europa?”- pregunto inocentemente. “Si, venimos de Isssraael”. Ya me pareció raro, nadie lo pronuncia así. Venían de estudiar la Torá, la cual leían todas las noches antes de dormir. No es que tenga nada en contra de las prácticas religiosas, pero hay que admitir que es original. Es el espécimen devoto y de viaje por Europa. Ni les cuento cuando se encontraron con el narcotizado en calzas que les preguntó si leían la Biblia. “No- contestaron- no es la Biblia”. “Pero cómo que no es la Biblia, tía?”, se indignó Julio y volvió a encender otro cigarrillo.
Pero por muy entretenida que fuera mi habitación, había que seguir conociendo Barcelona. Nos despertamos temprano y, después de un desayuno furtivo, salimos a pasear. Tomamos el boulevard de La Rambla de nuevo y pasamos a Colón, seguimos bordeando el puerto de yates y más allá, desembocamos en la playa.
La playa más famosa de la ciudad se llama La Barceloneta, aunque no es la que usan los barceloneses para veranear, sino que pertenece casi exclusivamente a los turistas. Es una playa muy amplia, de arena clara y el mar Mediterráneo es bastante tranquilo. Además de algún que otro puestito en la playa, hay un largo paseo elevado por el que se recorre de punta a punta.
Me imagino que en el verano debe ser una locura de gente, tipo La Bristol en Mar del Plata. Pero en ese momento estaba muy bien, había solo unas pocas personas paseando o haciendo gimnasia y algún loco que se había puesto la malla y estaba mojándose las patas en el mar. Nos sentamos a contemplar el paisaje un rato, con mi acompañante furibundo porque le habían dado el agua para el mate tibia.
Me sorprendió un poco que el barrio adyacente a la playa, con semejante vista, no sea una zona más elegante. Es decir, son edificios de departamentos comunes y corrientes, de esos que ya tienen unos cuantos años y en cuyos balcones flamea la ropa.
Después del paseo marítimo, nos volvimos a adentrar en la ciudad, agarramos por una calle y por otra, creo que nos perdimos, y finalmente terminamos caminando por el pasto que rodea las vías del tren, con una muralla a nuestro costado que delimitaba específicamente el lugar al que queríamos llegar.
A fuerza de insistir, llegamos al dichoso Parque de la Ciudadela. Una belleza. Tiene dentro estanques, fuentes, el zoológico, invernaderos y un museo (tan nuevo que las visitas empiezan en Abril). Cuando termina el parque nos encontramos con la explanada del Arco del Triunfo, así que paseamos otro poco por ahí, entre palmeras y patinadores.
Después intentamos visitar la Catedral, pero decidimos volver en horario de misa, cuando no cobraban entrada (descubriríamos que es una hermosa iglesia, entre gótica y medieval). Por lo pronto, mientras tocaba una banda de música bajo las escalinatas de la Catedral, nos sentamos al sol a recuperar fuerzas y comer unos regios sándwiches.
A la tarde, caminamos hasta la parada del funicular que nos subió hasta una colina llamada Montjuic. Allá arriba, se puede tomar el teleférico o simplemente seguir el camino hasta subir al castillo. Por supuesto que, entre gastar los 12 euros del teleférico o subir a la aventura por el bosque, decidimos lo segundo  y nos gastamos todas nuestras energías en una cuesta interminable aunque rodeada de un bonito paisaje.
El Castillo de Montjuic es una antigua fortaleza que se usó para vigilar la ciudad, el puerto y el mar Mediterráneo. Está en reparación y no entramos, pero verdaderamente, lo que vale la subida son las vistas desde allá arriba. Por un lado de la explanada del castillo, donde hay apostados cañones gigantes, se ve el puerto, con sus buques y sus cruceros, la costa y las playas, y el mar. Del otro lado, se ve la ciudad entera hasta la lejana colina donde está el Parc Güell. Se distinguen los principales parques y los edificios famosos de Gaudí.
Esa noche, después de nuestra cena gratuita, dimos un paseo por las calles del barrio gótico (enmarañadas callecitas de edificios antiguos, llenas de restaurants y tiendas de moda) y nos encontramos a tomar un clara con limón en un pub con Jordi, que nos puso al día sobre las costumbres y las especialidades catalanas.
Tal vez no sepa mucho sobre Barcelona, pero sé que existió un artista llamado Gaudí que dejó su impronta en la ciudad, y sus creaciones son el atractivo turístico más importante para quienes entienden de arte. Se destacan dos: la iglesia de la Sagrada Familia y el Parc Güell.
Allá fuimos a la famosa iglesia, que ya tenía formada una cola para entrar, lo cual nos permitió apreciarla un rato desde afuera (es más increíble que su interior). Las obras de Gaudí, y ésta en particular, son creaciones muy locas y que parecen derretidas. No hay ángulos rectos ni formas definidas. Todo está como pegoteado. Dicen que éste artista intentaba abarcar tanto los aspectos estructurales de una construcción (que lo tenían obsesionado) como los más mínimos detalles hechos en cerámica, vidrio o hierro.
La Sagrada Familia es una iglesia absurdamente recargada de éstos detalles, algunos religiosos y otros simplemente fantásticos, y que parece no estar terminada (porque no lo está, Gaudí se murió antes). Por dentro, está casi completamente vacía, a excepción de algunos bancos. Es blanca y muy luminosa y destacan los vitrós en las ventanas y algunos dibujos en cerámica… casi no da la sensación de estar en una iglesia. Es una obra de arte rara y como sacada de una alucinación. Pero yo de arquitectura, no entiendo nada. Y, si entendía algo, Gaudí se encargó de marearme de nuevo.
Vuelta al subte con dirección al Parc Güell: una colina entera donde Gaudí se dedicó a crear sus fantasías antes de llevar a cabo la Sagrada Familia.
El parque no está demasiado bien señalizado y, pese a que tiene una gran escalera mecánica para subir, no es recomendable para quien no quiera hacer demasiado esfuerzo físico. Llegamos hasta el monumento de las 3 Cruces, (yo bastante fastidiada, a decir verdad) desde donde se ve un hermoso panorama de la ciudad.
Siguiendo los caminitos del parque, empezamos a cruzarnos con unos cuantos paquistaníes o indios que venían trotando por el monte. De repente, éstos se convirtieron en una horda de personas que corrían en todas las direcciones y escondían bultos sospechosos en los arbustos del parque. “Que raro, no parecen estar haciendo footing”- pensamos con Tommy.
Unos cientos de metros más adelante, dimos con la respuesta: eran los vendedores ambulantes que, cada 10 minutos (ante el silbido de uno que hacía las veces de vigía) corrían despavoridos por la colina huyendo de la policía. Solo para volver a los tres segundos y armar de nuevo su puestito, con una manta en el suelo y sus productos prolijamente ordenados. Todo un espectáculo digno de ver, casi que deseábamos que viniera la policía para ver el circo que armaban.
El parque está repleto de locas creaciones de Gaudí, pero lo más lindo es una especie de explanada o terraza circular inmensa, que en todo el borde tiene un asiento, decorado con dibujos hechos de cerámica de colores. Da el aspecto de un parque de jardín de infantes, con su colorido y sus bancos con formas redondeadas, como de olas.
Ahí nos sentamos a almorzar algo y nos divertimos con los vendedores ambulantes espantados, con una banda de música caribeña y con un señor, estilo náufrago, que llegó y armó una caja de cartón gigante, se metió adentro y sacó por unos agujeritos las manos para saludar a la gente y hacerse fotos. Y cada tanto se metía adentro y ahí se quedaba por un rato, y cuando llegaba gente nueva, los asustaba moviendo la caja. Las cosas que hay que ver.
Regresando a nuestros aposentos, nos volvimos a separar y Tommy fue a conocer el Camp Nou (estadio del Barcelona). Yo volví al hotel a recuperar energías, solo para gastarlas en la hermosa experiencia de bañarme deseando que la menor cantidad de partes de mi cuerpo toquen partes del baño, hacer una enorme pila de ropa en un ganchito trémulo intentando que nada caiga al piso y apretar una y otra vez el botón de la ducha para que no deje de salir agua caliente.
Cena gratuita de por medio, se fueron sentando en la mesa en que estábamos, todos los personajes que se habían hecho amigos de Tommy en estos 4 días. Los argentinos que venían de recorrer Europa y estaban reposando unos días antes de volver a la vida normal, un norteamericano que tenía que hacer tiempo hasta las 4 am que salía su avión, unos mexicanos que estudiaban en Francia y un francés que no hablaba ni español ni inglés…
En fin, coloridos personajes que se sumaron a nuestra charla, nos contaron historias y me hicieron compañía hasta las 2 am, hora en que  podía volver a la habitación y comenzar la desgastante lucha entre los que querían apagar la luz y los que la querían prender (yo dormía o leía, según el caso). Esta vez, el español de calzas estuvo de mi lado y se arrastró somnoliento hasta la puerta, apagó la luz con un bufido y dio comienzo a mi último sueño en el hostel.  
A la mañana siguiente, solo quedaba juntar las cosas, despedirse y cargar con todo hasta la terminal de autobús, donde comimos algo, Tommy respondió a la encuesta más larga del mundo y, después de comprarme algunos libros en oferta, subimos al colectivo con rumbo a Madrid.