20 de julio de 2011

Crónicas italianas: Flor de ciudad

(Este artículo salió publicado en el diario La Nación, sección Turismo, el domingo 2 de Octubre de 2011, en la edición impresa.)

Otra vez las rueditas de mi valija recorrieron calles de adoquines hasta llegar al hostel. Ale, que se dedicaba a charlar en italiano con cuanta persona le prestara atención, se quedó hablando con alguno. Y yo, que no entendía nada más que palabras sueltas me busqué una actividad más digna que asentir y sonreír mientras mi mente nadaba en la ignorancia idiomática: estudiar el mapa de Florencia.

En plena región de La Toscana, a la que tal vez hayan visto en algunas películas (“Bajo el sol de la Toscana “o “Un paseo por las nubes”), tierra de viñedos, quesos y deliciosas comidas, se ubica la ciudad de Florencia. Una miniatura de Roma, más bonita y fácil de recorrer.

En mi mente buscaba alguna imagen de Florencia, una foto, algún monumento… algo que esperar. Solo me devolvió un mísero recuerdo: la escultura de un hombrecito gordo sentado arriba de una tortuga, en una fuente, que había visto en los libros de fotos en mi casa. Eso era todo lo que mi cerebro había guardado sobre Florencia.

Por esto mismo, no sorprende imaginar que me quedara de piedra cuando dimos vuelta a una esquina y se apareció ante mis ojos el Duomo (Catedral). Inmenso, totalmente cubierto de mármoles de colores, extraordinariamente detallado. El conjunto arquitectónico, está compuesto por el Baptisterio de San Juan, que es una especie de edificio octogonal que queda en frente, en el que destacan las puertas de bronce con escenas de la vida de San Juan Bautista; la Catedral Santa María del Fiore (de la flor), creada para superar a las catedrales de Pisa y Siena, es famosa por su cúpula, aunque lo que realmente me maravilló fueron los colores de los mármoles que la recubren: verde, blanco y rosa; y el Campanile (campanario) que es una torre fuera de la iglesia pero decorada de igual manera.


Todo junto resulta alucinante. Después me di cuenta que este estilo arquitectónico gótico-renacentista, proliferó mucho en Florencia y se lo puede ver en varias iglesias. Para mí fue una novedad: iglesias de colores pasteles.

El centro histórico de Florencia es peatonal. Y si no lo es, lo parece. Caminamos por una de estas anchas calles peatonales, entre tiendas de moda, negocios de gelato e iglesias antiguas. Nos desviamos porque nos llamó la atención una calesita, de esas antiguas, con los caballos pintados de colores. Llegamos a la Plaza de la República, un lugar con aires franceses, con un gran arco abriéndose paso entre los históricos edificios que rodean la plaza.

Tal vez uno de los puntos más destacados de la ciudad sea la Plaza de la Señoría, donde se encontraba el corazón del poder civil y social de Florencia. A primera vista llama la atención el Palacio Vecchio (viejo) que se alza como una estructura fortificada medieval con una torre de 96 metros. Una bonita fuente con Neptuno y varias esculturas decoran la entrada al palacio. Una de ellas, la reconocí en seguida, una réplica del David de Miguel Ángel: una escultura limpia, prolija, sin demasiadas ínfulas… me gustó.


Frente al Palacio Vecchio hay una especie de galería de esculturas, rodeada de columnas, llamada Loggia dei Lanzi. La pieza más hermosa es la estatua verde de Perseo. Pero, la gracia de esta galería, dista mucho de ser el arte. Parece ser que allí no se puede comer, un gran cartel en la entrada lo anuncia bastante claramente y, un guardia de seguridad es el encargado de hacerlo cumplir. Ahora, en el centro neurálgico de Florencia, donde todo ocurre, con 35° de calor, uno se compró un helado o una porción de pizza y, qué busca? Un lugar a la sombra donde sentarse. Las escaleras de la galería resultaban irresistibles.

Nos divertíamos descubriendo gente que comía antes de que el guardia echara a correr hecho una furia y gritando improperios en italiano. El señor se tomaba muy enserio su trabajo. Llegaría a su casa agotado. Llorábamos de risa cuando un chino sacaba una mandarina y el guardia tomaba carrera. Un señor se sacó el sándwich de la boca, estaba casi masticado. Más de uno se tragó el chicle para no tener problemas. Que espectáculo!

Desde la Plaza de la Señoría hasta el río Arno, hay solo un par de cuadras. Atravesamos el patio de la Galería Uffizi, un palacio inmenso que contiene una de las colecciones de arte más importantes del mundo. Si bien los museos de arte no son mi cosa preferida, vale la pena entrar en esta galería para ver “El Nacimiento de Venus”, la pintura de Botticelli, tan famosa como bonita. También son muy lindos los corredores del primer piso del palacio, con suelos blancos y negros, techos decorados con frescos que ilustran las ciencias y con esculturas de la época de los Médicis.

El río Arno corre lentamente, ancho y denso, con tan poca elegancia como el río Luján, pero en Italia, que es otra cosa. Las vistas son hermosas, de todos modos, porque la línea de edificios de colores terrosos, con balcones de hierro y techos rojos, se refleja en el agua. Ideal para la pintura, parece una ciudad pintada en un lienzo.


Un poco sin saber lo que era, me encontré con el Ponte Vecchio (puente viejo, no “bellio”), el más antiguo de toda Europa. Un puente medieval que se ve como una sucesión de casitas de colores, medias feúchas, con tres arcos en el centro. Cruzándolo, descubrí que es de adoquines, y a cada lado tiene una hilera de estas casitas, que son joyerías muy elegantes. En el centro, donde están los arcos, se ve el río a uno y otro lado. Un momento fotográfico, helado en mano, como corresponde a un paseo italiano en verano.

Del otro lado del Ponte Vecchio, caminamos por callecitas intrincadas hasta llegar al Palacio Pitti (la familia enemiga de los Médicis), al que íbamos para visitar los Jardines de Bóboli, rediseñados por los Médicis, luego de comprarles el palacio a los Pitti. En él hay todo tipo de fuentes y esculturas hermosas, entre ellas, la del hombrecito gordo sentado arriba de una tortuga (aunque nunca la vimos). También en estos jardines, en un graderío con forma de teatro romano, se celebraron las primeras óperas de la historia.


Volviendo de los Jardines de Bóboli descubrimos unas curiosas placas en las paredes de los edificios. Variaban en su altura, algunas estaban puestas a un metro y medio del suelo, otras pasaban los dos metros. “El 4 de noviembre de 1966 el agua del Arno llegó a esta altura”, rezaban las placas, recordando la gran inundación que sumergió a media Florencia. Impresionante imaginar la ciudad bajo el agua.

Esa noche nos dedicamos a las exquisiteces de la cocina florentina: “crostini di fegatini”, unas tostadas con una preparación de hígado de pollo y cebollas; absolutamente deliciosas. Y “stracotto al barolo”, estofado de ternera al vino; espectacular, se deshacía en la boca. Todo esto, sentados en las mesitas decoradas con velas, de un restaurant típico, en una placita en algún lugar del centro de Florencia.

Un día de estos de 30 grados que nos estaban haciendo, me tuve que poner el cárdigan para entrar al Duomo. Y después sacármelo para subir los 800 millones de escalones hasta lo alto del campanario. No terminaban más esas escaleras de piedra, angostas… pero cuando llegamos arriba, una vista impresionante de la ciudad nos esperaba. Además de ver en todo su esplendor la cúpula de la catedral, vimos la extensión enmarañada de techos de tejas rojas y edificios añejos que es Florencia, una inconfundible ciudad de la Toscana.

En la Iglesia de la Santa Cruz, visitamos tumbas de famosos artistas, como Dante Alighieri y Nicolás Macchiavello. Unos helados después, emprendimos una larga caminata donde volvimos a cruzar el Ponte Vecchio, recorrimos la margen opuesta del río Arno y subimos por otras interminables escaleras (un día excelente para los glúteos), ésta vez al aire libre, que nos llevaron hasta lo alto de la Plazoleta de Miguel Ángel. Desde allí arriba se ve la antigua muralla que protegía la ciudad, el Arno con todos sus puentes, también la cúpula de la Catedral y la altísima torre medieval del Palacio Vecchio. Una vista encantadora y el lugar para la foto perfecta de Florencia.


Para reponer energías, más delicias florentinas; tantos escalones hubieran resultado inhumanos si no cenábamos unos “spaghetti fungui porccini” para compensar. La paz llega con la panza llena. Y, esa noche, también llegó la procesión de Corpus Cristi, que nos encontramos mientras dábamos un paseo. Todas las congregaciones religiosas, vestidas con diferentes atuendos, también las monjas y los pacientes discapacitados del hospital, desfilaban por la ciudad llevando velas encendidas. La procesión terminó con la entrada al Duomo por las puertas principales, un lujo que nos permitimos compartir para ver de cerca la cúpula recubierta de frescos; así como también (mi marido es un cholulo) al intendente de Florencia y a las altas esferas políticas y religiosas.

Un último desayuno con “cornettos” (facturas gigantes), un paseo por la ciudad como a quien ya todo le resulta familiar y conocido, un último “gelato”… tren a Roma, avión a Madrid.

Podría confesar un secreto: viajar cansa. Las ciudades le dan vuelta a uno por la cabeza, una tras otra, todas con sus cosas distintas y sus cosas iguales. Conocer no es la gracia de viajar. Yo no viajo para conocer. Por qué, entonces? Por la sorpresa. El sentido de viajar está en sorprenderse, asombrarse, maravillarse… encontrarse con aquello que no esperábamos ver. O descubrir que las cosas no eran como imaginábamos. Conocer solo es el resultado de haber andado por una ciudad. Ahora conozco Florencia. Soy más sabia? No tanto, pero sí más feliz.

8 de julio de 2011

Crónicas francesas: Buscando la inspiración...

7 de Junio de 2011

La hoja en blanco es terrible, pero más terrible aún es la mente en blanco.

Y como el hábito hace a la virtud, acá voy una vez más… empezando por las pavadas y con la esperanza de que al final salga algo coherente.

Si voy a contar algo, tengo que remontarme hasta hace un mes y medio atrás… cuando nos fuimos de viaje al Valle del Loira, en Francia. No fue fácil decidir, es que, al estar en Europa, todo está cerca, hay tantos lugares que “tenés” que visitar, que al final es más complicado que otra cosa. Las opciones me matan. Así que primero definimos que queríamos hacer un viaje en auto, después resultó que venía Semana Santa y los vuelos salían una fortuna, y finalmente, no quería viajar más de 10 horas hasta el destino. Si hubiera tenido un compás hubiera sido más fácil…. O caía en el medio del Atlántico, o en algún lugar del norte de Africa o en Francia.

Con el tema de las opciones terminado (orientados definitivamente hacia Francia), pusimos el corazón en paz. El valle del río Loira es una zona justo debajo de París, de unos 200 km de largo que posee, además de su atractivo paisaje, una curiosidad: 42 de castillos de los siglos XV y XVI. El Valle del Loira y sus castillos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad y son visitados por miles de turistas, sobre todo en los meses de verano.

Para hacer el recorrido es casi imprescindible contar con transporte propio, ya que cada castillo está en un pueblo diferente y, si bien está todo muy bien señalizado, no parece que uno pueda manejarse en transportes públicos para llegar a cada uno de ellos. Dado que los castillos son tantos, antes de viajar, elegimos los que más nos gustaban para visitar, pero estando allá, vimos muchísimos más con solo cruzar los pueblos en los que estaban.

Nuestro hermoso autito, un Corsita con 200.000 kms, que se la venía bancando espectacularmente (nos llevó a los 5 a Asturias y su viaje triunfal y final, fue a las Fallas en Valencia)… sufrió un acto de vandalismo mientras dormía en el estacionamiento del Polideportivo que tenemos a una cuadra. Le arrancaron vilmente los espejos (todo el aparato espejístico, quedó como sin orejas). Y, aunque le compramos las orejitas nuevas, decidió estirar la pata. Al menos murió entero… y en Madrid.

Pero, cuando todavía estaba en terapia intensiva en lo del mecánico, a nosotros se nos vinieron los días encima y fue siendo hora de partir hacia Francia, en auto prestado, obviamente. Después de aprovisionarnos con la canasta básica familiar para viajes en auto, que incluye hasta un papel higiénico, salimos raudos hacia la ciudad de San Sebastián, en el país Vasco.

Me sorprendió mucho el país Vasco, principalmente por su geografía: es muy montañoso y verde y termina en pequeñas bahías con playa. Fue potencia industrial durante muchos años, los magnates de la minería y la industria, iban a construir sus casas junto al Mar Cantábrico, en la ciudad de San Sebastián, que es una belleza señorial y con una mezcla de estilos, entre francés y español.

Paseando por las calles de la ciudad, me asombró la arquitectura de los edificios, todos tan diferentes entre sí (algunos con cúpulas, con techos de pizarra azul, otros con balcones de hierro forjado, con lámparas antiguas y con todo tipo de decoraciones relativas al mar) y tan bien conservados. Las plazas y las fuentes estaban adornadas con flores de colores y los árboles podados con formas llamativas.

Toda la ciudad es especial, pero lo que más disfruté de San Sebastián fue, por un lado, el paseo de la costanera que recorre la bahía que forma la ciudad (llamada la Bahía de la Concha), a orillas del mar, con bancos de madera, faroles antiguos y bares de marineros. Y, por el otro, los puentes que cruzan el río Urumea que atraviesa la ciudad enroscándose como una serpiente y finalmente desemboca en el mar. Es una ciudad preciosa y muy aristocrática, de las más lindas que conocí en España.

Después de unas cuantas horas de viaje, con una parada para hacer un picnic en una de las miles de “áreas de servicios” que hay a los costados de las autopistas, llegamos a la bella localidad de Tours, que queda más o menos, en el medio del valle del Loira. Habíamos reservado una roulotte (o caravana) en un camping ubicado en una zona residencial magnífica, con un lago en el medio.

No contamos con que en Francia todo cierre a las 8 de la noche. Así que, cuando llegamos al camping (20:40 hs), estaba la barrera cerrada, la recepción cerrada, el kiosko cerrado… Caminé para un lado y para el otro, y encontré un timbre al que me aferré como a la vida misma (no quería dormir en el auto!). Y por allá apareció un francés despeinado en una motito. Rápidamente desempolvé mi francés para decirle algo coherente (entre la sorpresa y el pánico, no sé si me habrá entendido algo) y el señor nos dijo que lo siguiéramos y que hacíamos el check in oficial, por la mañana.

Así llegamos a la famosa roulotte que era una belleza! Como una casa rodante pero recubierta de troncos de madera; pintada de celeste y amarillo por dentro. Con una terracita con un juego de jardín, una parrilla y una sombrilla. Un lujo! Era como un mini departamento, organizado de la manera más ingeniosa.

Después de instalarnos, nos buscamos otro problema: cenar. Salimos en el auto a dar unas vueltas por los suburbios de Tours, solo para encontrar todo cerrado. Las panzas crujían y habíamos perdido ya la esperanza cuando de repente… Los arcos dorados. Cómo nos ama el señor McDonalds! Siempre tiene comida para nosotros. Así que compramos unos riquísimos combos y volvimos a la roulotte, donde nos sentamos en el reducido comedor a cenar. No se puede pedir más que eso.

Bueno, si es por pedir… Me hubiera encantado que tuviese baño la roulotte. Pero había que usar los del camping. Lo cual tenía cierta dificultad por la oscuridad reinante a partir de las 22 hs. Caminábamos agarraditos del brazo con Ale, esperando no tropezar con alguna bicicleta o con la cuerda de alguna carpa. Lo cual era mucho más digno que esa otra pareja que vimos, usando cascos de minería, de esos con la linterna en la frente.

“Pise algo”- dijo Ale con una cara que no pude ver porque estaba muy oscuro- “pise algo… vivo”. Muy mala fue la suerte del caracol que intentó cruzar el camino esa noche. Quedo finito como un panqueque.

A la mañana, fue despertarnos y salir a desayunar al jardincito. Me acerqué a la “épicerie” (despensa) a comprar una baguette y unas facturas. Todo el mundo andaba por el camping en pijamas y con la baguette bajo el brazo. Algo que veríamos repetirse muchísimo en la campiña francesa (lo de la baguette, no lo del pijama).

Como contaba antes, los Castillos del Loira son muchos y algunos son más famosos que otros. Cada uno está en un pueblito, generalmente del mismo nombre que el castillo. Los campos franceses y sus pueblitos son adorables, todo tan prolijo y ordenado, como sacado de una pintura. Flores por todos lados, cabañas de piedra con techos combados por el peso de las tejas, jardines de colores y herramientas para trabajar la tierra.

Si bien los castillos son impresionantes, lo son más por fuera que por dentro, ya que cuentan con muy poco mobiliario. A veces eso responde a que han pasado por muchos propietarios que fueron usando o vendiendo las cosas; otras veces es, simplemente porque no se usó tanto como lo planeado.

Empezamos yendo al Castillo de Villandry, conocido por sus increíbles jardines geométricos. Es como ver un dibujo en colores de distintas plantaciones. Van formado círculos, cuadrados, ondas y hasta corazones. Flores, vegetales y árboles frutales son los que arman estos motivos tan lindos, cada especie tiene reservado un pedacito de tierra y a la vez todo está entremezclado. Los cultivos se van rotando, así que en cada época del año se pueden ver diferentes cosas. Los caminitos entre los cultivos tienen pérgolas cada tanto, para protegerse del sol… es como ver a las damas antiguas con la sombrilla paseando por estos jardines.

De ahí a la ciudad de Tours, donde caminamos por callecitas serpenteantes hasta llegar al centro de la ciudad (verdaderamente, el centro, las calles son concéntricas a partir de la zona más vieja de Tours, la que tiene las primeras casas) donde se encuentra la bella Catedral. Es completamente gótica, con un millar de vitrós de varios metros de alto, que recubren las paredes hasta llegar al techo. Como entrar a una iglesia de la Edad Media.

Caminamos en un hermoso día de primavera, con la ciudad llena de gente, viendo peatonales, balcones con flores, mesitas en las veredas, olor a baguettes, parques, el puente sobre el Loira y el castillo de Tours… y nos sentamos en unos banquitos de un boulevard a comernos un “croque Monsieur” (media baguette con jamón, queso y salsa blanca, gratinada al horno).

Seguimos el recorrido en el auto rumbo al Castillo de Chambord, el más grande de todos los que se encuentran en el valle. Éste castillo, fue construido por Francisco I como refugio de caza. Pese a la monstruosa construcción y lo que le habrá costado, solo pasó allí 72 días de su vida. Una sola habitación del castillo, decorada totalmente con artículos de caza, fieras embalsamadas y pinturas de perros, recuerda el verdadero espíritu de ese lugar. El resto, no se usó demasiado y tampoco se amuebló, solo las habitaciones de la servidumbre fueron ocupadas.

Por fuera, Chambord es majestuoso…no hay otra forma de describirlo. Es increíblemente gigante y a medida que se presta atención, se descubre un absurdo nivel de detalle en cada rincón del castillo. La joya es una escalera de doble hélice (como una cadena de ADN), diseñada por el propio Leonardo Da Vinci. En realidad son dos escaleras que se persiguen y se entrelazan. Si dos personas suben, una por cada escalera, nunca se cruzan pero se pueden ver por ventanitas que hay cada cierto tramo de escalones. Obvio que lo intentamos, como dos tarados y nos saludábamos por las ventanitas.

Chambord es uno de los varios castillos en los que se puede pasar el día. Hay zonas de picnic, hay restaurantes, heladerías, parques y hasta se puede andar en bicicleta.

En el supermercado francés, pacífico y ordenado, (como no hay que pasar por este mundo sin dejar huella) Ale rompió una lata de Fanta y fue dejando todo un rio de gaseosa por los pasillos hasta que se dio cuenta, cosa que sucedió, por supuesto, después de pisar su propio charco y esparcir huellas pegoteadas por todo el lugar. Una maravilla. Cenamos en el camping una comida típica, “cassoulet”, un guiso de porotos blancos, con salchichas y cositas, muy livianito, y regado con Fanta, jaja.
Al otro día, nos dedicamos al castillo de Azay-le-Rideau, el que más me gustó para vivir, rodeado de un jardín inglés y un lago, que hace a la foto, porque entonces el castillo se refleja en el agua. También paseamos por el pueblo y por un mercadito de productos típicos, como ostras, quesos, vinos y frutas…muy francés, muy de película. Un señor llevaba probado, en mi opinión, el quinto vaso de vino, cuando al fin se decidió qué llevar. Y los maestros queseros, cortaban y servían con la mano, como quien sabe lo que hace.

Vimos solo por fuera el castillo de Ussé, en el que se inspiró el cuento de La Bella Durmiente; y seguimos camino hacia Chenonceau…la verdadera joya del Loira. Estacionamos en el abarrotado parking al aire libre y bajamos del auto con nuestra cesta del pic-nic. Almorzamos en uno de los parques alrededor del castillo, había mesitas a la sombra, junto a un canal de agua, y familias enteras comiendo en una lona debajo de un árbol. Luego de las papas fritas, los sandwichitos y las golosinas de postre (y después de que Ale tomara una mini siesta), compramos las entradas.

Por un larguísimo camino rodeado de eucaliptus caminamos hasta llegar a la entrada oficial del castillo. A nuestros costados, dos inmensos parques frente al río, uno de la esposa y otro de la amante del monarca. Ambos con dibujos geométricos hechos con flores y plantas, y cada tanto alguna fuente. Pasamos por la puerta principal, junto con los cientos de miles de turistas que había y entramos en el hermoso castillo de Chenonceau.

La visita en estos castillos, suele ser con mapa en mano y por cuenta propia, hay miles de habitaciones por visitar, y seguramente no olvidamos de algunas. Las más bellas son, sin duda alguna, la cocina y el salón de baile. La gracia de Chenonceau es que, aunque originariamente fue construido en la ribera del río, luego se lo amplió hasta llegar a la otra orilla, formando una especie de puente/castillo sobre el cauce del río. La cocina, en la planta inferior, casi tocando el agua, tiene una puertita para recibir directamente a las embarcaciones que venían a dejar sus mercaderías. Y el salón de baile está justo en medio del río, por sus múltiples ventanas se ve a ambos lados el agua. Muy elegante, con sus baldosas blancas y negras y sus ventanas de madera abiertas de par en par para que corra la brisa.

Después de pasear por decenas de habitaciones, algunas muy amuebladas y decoradas, otras con poco más que un adorno; algunas insólitas, como aquella absolutamente pintada de negro, donde se recluyó una viuda a pasar el final de sus días; y otras dignas de ver, con las paredes completamente empapeladas pero con telas bordadas o inclusive con cuero, se veían los clavos que lo afirman a la pared; chimeneas inmensas, mesas de madera del siglo XV, etc. Todo muy bonito, pero en este como en los demás castillos, nada supera la vista exterior que es regia, cada uno de ellos me sorprendió con un panorama digno de un cuento de Disney… impecable, hecho para la foto.

Por la noche, nos fuimos al castillo de Blois, donde se presentaba el primero de los muchos espectáculos de luz y sonido que se hacen en los castillos durante el verano. El de Blois es un edificio singular porque desde el patio interior se ven las 4 fachadas diferentes, correspondientes a distintos estilos y, por supuesto, artífices, que forman el castillo. Norte, sur, este y oeste; parecen paredes de edificios disparejos, como si las hubieran pegado formando un collage raro. En sus paredes se proyectan, con láser, dibujos, imágenes y recreaciones de una pequeña obra teatral, a su vez, varios locutores relatan las historias e interpretan a los personajes.

No entendimos ni jota, de más está decirlo. Pero vimos embelesados los hermosos dibujos en las paredes, parece que estuvieran pintados sobre la piedra, hasta proyectan un cortinado con borlas que cuelgan de las ventanas; y después leímos en el folleto de qué se había tratado la historia.

Bajando por las callecitas de Blois, hasta llegar al auto, paramos en una librería que estaba cerrada pero tenía fuera varios cajones con libros gratuitos para quien quisiera llevárselos…primer mundo total. Nos llevamos uno cada uno, para cuando nuestro francés esté más avanzado.

Al otro día, ya era hora de dejar Tours, la roulotte y el Valle del Loira. Después de desayunar, pusimos rumbo al pueblito de La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Un poblado encantador, completamente volcado al mar y a los pescadores. La costanera era una sucesión de restaurantes de mariscos, con las mesitas afuera y decoraciones marinas como redes y salvavidas. Frente a eso, miles de yates descansaban meciéndose con el oleaje y más allá, dos torres antiguas, que marcaban la entrada al embarcadero de La Rochelle. Después de las torres, la salida al Océano Atlántico.

Nuestro domingo de Pascua, almorzamos “moules marinières” (mejillones con salsita) en uno de los restaurantes, mirando los barquitos y fundiéndonos con los locales… Una caminata bordeando el embarcadero, por los puestitos de artesanías y más allá de las torres a ver lo baja que estaba la marea.

La última parada antes de dormir ese día, fue la ciudad de Bordeaux, que me hacía mucha ilusión. Ilusión robada porque, aunque la ciudad está construida con mucha elegancia y los edificios son increíbles, se ve muy linda desde el auto, pero no es lo mismo andar caminando por sus calles. Está invadida por la comunidad musulmana de origen africano que lleva consigo, no solo sus productos (supermercados propios, tiendas propias) sino también sus tradiciones, que son menos bellas… como la de los hombres de pasarse el día sentados en la vereda charlando a los gritos, fumando hachís y peor, ensuciando las calles.

Saben que soy una maricona, así que al mero avistaje de un africano vestido con túnicas de colores, gritando en árabe y fumando hachís… digamos que me cambió el semblante y ya nada me gustó demasiado. Como se mal predispone uno… puede que en alguna que otra foto salga con cara de pánico.

Descansamos en un bello hotel de ruta, muy gracioso porque parecía de juguete, como si las habitaciones vinieran armadas y las pusieran unas sobre otras. Desayunamos y seguimos viaje hasta San Sebastián. Una parada más a cargar gasolina, unos sándwiches (ya españoles) en el restaurant de la estación de servicio y finalmente, casita madrileña.

Un viaje fabuloso! Todo el Valle del Loira parece sacado de un cuento, o de una pintura francesa, mejor dicho. Imposible no encontrar la inspiración ahí.

4 de julio de 2011

Crónicas italianas: Érase una vez, Roma

30 de Junio de 2011

A Roma me la imaginaba colorida, ruidosa, desordenada y vivaracha. No resultó ni de cerca tan caótica como me la habían pintado….tal vez haya sido que pasó mucho tiempo desde que mis padres visitaron la ciudad. Es verdad que Roma ha cambiado mucho con los años, ahora está más limpia, más ordenada, menos agresiva para el turista.

Claro que de todo esto yo no tengo ni idea, puesto que era la primera vez que la visitaba. Para mí, Roma es y será, como la vi la semana pasada… al menos hasta que vuelva dentro de mucho tiempo.

Es verdad que, estando dentro de Europa, Roma es una de las capitales más confusas que voy a encontrar… pero no es el enmarañado caos que había imaginado. Primero, el tránsito no es tan terrible. Dejen de decirme que el tránsito en Roma es imposible! Después de vivir en México DF y en Lima, el tránsito del mundo se pone en perspectiva. Lo peor que te puede pasar en la capital italiana es que no juntes coraje para cruzar la calle y, por eso, te quedes como un bobo parado en una esquina (o en un paso de cebra, para el caso) durante muchos más minutos que el resto de la población.

Segundo y último (no voy a estar criticando la ciudad toda una página), es verdad que está un poco desatendida, por ser elegante. Digamos que al 80% de la ciudad le vendría bien un rasqueteo y una capa nueva de pintura. Mi marido insiste en que es a propósito, pero yo creo que los italianos vieron la veta: no mantienen lindas sus fachadas y a los turistas les parece pintoresco que se descascaren las paredes. Vamos! No sean vagos, que la ciudad sería mucho más linda, para ustedes también, romanos.

Para ampliar el escenario y especificar la crítica, diría que la ciudad de Roma tiene 2 metros y medio de abandono; desde el suelo, donde un poquito de basura adorna los rincones, algún que otro charquito maloliente y varias colillas de cigarrillos, hasta por encima de las cabezas, hasta donde llegaron las manos humanas y la suciedad y afearon los edificios. A partir de ahí está bastante decente.

El asunto con Roma es que, después de las callecitas serpenteantes con piso de adoquines, que suben y bajan por la ciudad en un desfile de coloridos edificios, con balcones con flores y mesitas donde humean pizzas y platos de pasta… después de eso, después de todo lo clásico y lo de película; tiene cosas increíbles para visitar. Y, si digo increíbles, probablemente me quede corta.

Para una entusiasta del Imperio Romano como yo, que me pasé años de la facultad estudiando cónsules, emperadores, el Corpus Iuris Civilis y tantas romanidades más… escuchando todo esto de la boca de una eminencia, con un leve parecido a un sapo, pero muy culto y en el fondo, perdidamente enamorado de Cleopatra; llegar a Roma es maravilloso.

Inútil sería explicar todo lo que influyó en el mundo de Occidente la existencia de los romanos. La cultura romana creó y cambió Occidente para siempre. Pero solo pensar en números, calendarios, ingeniería, derecho, astrología, filosofía… cualquier disciplina que pueda nombrar fue desarrollada, por los romanos (aun las que provenían de otras culturas, como la griega, que sin la ayuda de los romanos no se hubiera dado a conocer), que se encargaron de repartirlas por toda Europa y hasta parte de África en su momento. No tienen que creerme, pueden buscarlo en Internet y asunto zanjado.

Roma se me apareció por la ventanilla del avión, tan nítida como una foto de 12 megapíxeles, y con un marido diciéndome “Mirá el Coliseo! Lo ves?”. Obviamente que no lo vi, no sabía ni dónde buscarlo. Pero sí vi la Plaza San Pedro (de casualidad) y era igual a mi imagen mental, igualita!

En un gran valle adornado por siete colinas, yacía imperturbable, como desde hace 2764 años, la ciudad de Roma. Un mar de techitos rojos, parques verdes y cada tanto algún espacio amplio donde se divisaban ruinas romanas. Una postal.

Después de un aterrizaje levemente turbulento (ay estos pilotos de aerolíneas low cost, probablemente se estaba comiendo una hamburguesa con una mano, mientras con la otra, aterrizaba…se podrá aterrizar con una sola mano?), un autobús al centro de Roma y unas cuadras de arrastrar las valijas y sus rueditas por los adoquines; llegamos.

Alojamiento? Un hostel. Bravo por mí, una vez más mi comodidad de princesa latinoamericana cedió ante mi espíritu ahorrativo. Mientras subía las escaleras arcaicas del edificio paleolítico que debía ser nuestro hostel, no pude evitar acordarme de mi hermano, que me hubiera traído a esos lugares precisamente, y arrojarle una mirada de pánico e ira a mi querido Alejo. “Mi madre te mata”- dije por quincuagésima vez en la vida.

Pero era divertido, un edificio añejo y destartalado en la añeja y destartalada ciudad. En el primer piso de otro edificio (al que nos llevó en una van la dueña del hostel, acompañada de un perro viejo con especial desagrado por la curia vaticana, ladraba a cuanta monja y cura veía), a 2 cuadras solamente, estaba nuestro alojamiento: una habitación dentro de un departamento de esos de interminables pasillos y puertas con vidrio esmerilado. Compartíamos el baño con seres indefinidos que solo daban a conocer su existencia en los ruidos de la noche. La habitación estaba muy bien, amplia, con ventana a la calle y muebles de la casa de los padres de Matusalén. Un espectáculo.

En el primer circuito turístico ideado por mi señor marido ya había una iglesia. A lo largo de mis años de turismo, he aprendido a odiar las iglesias. No como edificio en particular, ni como institución, ni como obra arquitectónica…simplemente como atracción turística, las iglesias son todas iguales. Las lujosas, todas hermosas e iguales. Pero, en la capital del catolicismo, poco tenía para objetar cuando aparecieron en nuestro itinerario unas cuantas iglesias. Negocié sacar las extra muros (fuera de la ciudad) y me quedaron todas las demás.

San Giovanni in Laterano fue la primera. Majestuosa, inmensa, con techo dorado. Curiosamente, el patio de esta iglesia y muchas plazas más de Roma están decorados con hermosos obeliscos egipcios. En la punta de cada uno de ellos, la Iglesia Católica mandó a poner algún símbolo de su religión, como una paloma o una cruz. “Nada está por encima de la Iglesia”- parecen decir. Se hubieran hecho sus propios obeliscos, qué vergüenza!

Hacía calor en la ciudad, lo bueno es que cada tanto en la calle había una especie de canillas antiguas, donde corría el agua potable todo el tiempo. La gente se mojaba las cabezas y llenaba sus botellas de agua. Caminando por las callecitas romanas, empezamos a ver las mesas en la vereda, con sus mantelitos a cuadros rojos y blancos y las pizarras con el menú del día. Muy coquetos. Al final de una de estas calles, se apareció el Coliseo detrás de un árbol. Me impresionó el tamaño, gigante.

Nos sentamos en las escalinatas a comer un sándwich mientras mirábamos la inmensidad de esa construcción que parece haber sido bombardeada. En serio! No sabía que el Coliseo estaba tan agujereado. Resulta ser que todo el edificio estaba cubierto de mármol, que se incrustaba a la estructura (que es lo que se ve ahora) mediante algo así como engarces. De ahí los agujeros.

Esta edificación tan grande y tan famosa fue una especie de sala de usos múltiples. Hubo gladiadores, carreras de caballos, lo inundaban para hacerlo una gran pileta, las fieras se comían a los cristianos…en fin, usos múltiples. Durante la época de gloria del Imperio Romano hubo muchas mega-construcciones, con los mejores materiales y llenas de lujos. Una joya de la ciudad que sigue en pie gracias a sus medidas desproporcionadas. Sus paredes, sus arcos, aguantan todo.

El Coliseo, con sus paredes llenas de arcos y ventanas, es un gran óvalo, con distintos niveles. Desde el nivel del escenario hacia arriba, había tarimas de madera que formaban gradas, algunas más lujosas que otras, correspondían al emperador y a los patricios. Desde lo que sería el escenario hacia abajo, también hay niveles por donde se movía todo lo referente al espectáculo antes de entrar en acción.

No en vano es el ícono preferido de Italia, el Coliseo es impresionante, tanto por fuera como por dentro. Subí escaleras, toqué columnas, me senté en pilares…solo para refunfuñar sobre cómo permiten que la gente ande por ahí! Yo haría una vista panorámica desde la altura y listo. Igual, me dio pena lavarme las manos, si esas columnas hablaran…!

Alrededor del Coliseo, además de parques, están los Foros Romanos y el Arco de Trajano. El Arco es precioso, como de color rosado, conserva los mármoles que el Coliseo perdió con el paso del tiempo. Y los Foros son una gran extensión de parques donde hay ruinas y algunos edificios mejor conservados de lo que fuera el área administrativa y política de la Roma antigua. Todo esto, aderezado con un millón de personas.

Roma, como tantas otras capitales, y sobre todo en verano, tiene un atractivo especial: sentarse a ver pasar el mundo. En estos lugares tan turísticos uno se divierte de solo mirar a su alrededor. Lo más gracioso? Los gladiadores (bueno, hombres vestidos de gladiadores, no los veo luchando por su vida) frente al Coliseo, intentando convencer mujeres para que se saquen la foto con ellos….mortales! Tan graciosos, pegando gritos en italiano y vestidos con esos petos que deberían ser de metal pero son plásticos, hasta un César, con la corona de laureles había!

Luego de las setecientas fotos de rigor (y faltarían quinientas más antes de irnos) pudimos abandonar la zona del Coliseo. Seguimos por la calle principal hasta encontrarnos de costado con el aparatoso monumento a Vittorio Emanuele II (el unificador de Italia), al que le llaman pastel o torta (al monumento, no a Vittorio…Uy que enredo estoy haciendo). Voy de nuevo: un gran monumento blanco y desmesurado que se puede ver de casi cualquier lugar elevado de la ciudad, coronado con ángeles, caballos y dioses. Roma está llena de cosas así, que parece que no pegaran con el resto de la ciudad.

El paseo nocturno era lo mejor del día… en subte hasta Barberini a mirar la Fontana di Trevi. Que cosa más espectacular!! Una obra de arte de proporciones excepcionales en medio de la ciudad… tan grande y tan llena de detalles. Y la cantidad de gente! No puedo dejar de mencionar la marea de personas que cubrían la fuente…cientos, miles. Todas en su mundo particular, tratando de sacar la foto perfecta, de mojarse las manos, de pensar los deseos. Resultará increíble pero alguna gente no le embocaba a la fuente cuando tiraba la moneda…eso no es mal suerte, es ir en contra de la física directamente.

Doscientas fotos, como corresponde, deseos y seguimos caminando hacia Plaza de España. No es una plaza tradicional, tiene unas anchas escalinatas que suben hasta lo alto de la ciudad, donde hay una iglesia (que también visitamos, obvio). Así que la gente se sienta en los escalones, desde donde se ve una hermosa vista de las calles que salen de la plaza, llenas de restaurantes y de turismo. Los inmigrantes paquistaníes venden cerveza mientras la gente charla y se ríe, come, o incluso baila con canciones de su propio pasacasete (pasacasete, ojo, para no olvidarse de la palabra).

Cuando ya se empezaba a ir a dormir la gente, nosotros también emprendíamos el regreso. Caminando despacito (el subte cerraba a las 21 hs), helado en mano, nos eran muy agradables la vueltas al hostel.

Para las mañanas también encontramos nuestra rutina romana en un café en la esquina del hostel: capuchino o te con un “corneto”, una versión más grande y rellena de nuestras facturas. El “espresso” no era lo mío, un café de 3 sorbitos, cargado, negro, mortífero.

A continuación del desayuno nos esperaba, en general…una iglesia. Esta vez, Santa María Maggiore. Hermosa, muy grande y lujosa, llena de columnas y ornamentos, y muy dorada. La Plaza de la República no es gran cosa, de un lado hay dos edificios gemelos que albergan hoteles de lujo y del otro hay unas termas romanas convertidas en…chan chan, iglesia! En medio, una fuente que nos sirvió para mojarnos la cara.

Callecitas y más callecitas, arriba y abajo por la villa, de vez en cuando un monumento, una fuente…hasta que llegamos a lo alto del monte Quirinale, con una vista hermosa de la ciudad desde donde se distingue hasta la cúpula de San Pedro, allí se encuentra la Casa de Gobierno y residencia del ilustrísimo Berlusconi. Por otra escalera más, bajamos hasta llegar a las inmediaciones de Plaza de España nuevamente.

El centro histórico de Roma es bastante pequeño, digamos que se puede caminar hasta cualquier lado. Sobre todo teniendo en cuenta que la línea de metro romana no es muy amplia, te acerca a los lugares, no te lleva. Del Vaticano hasta la Plaza de la República, y desde lo alto de Plaza de España hasta las Termas de Caracalla… queda cubierto todo lo importante de la ciudad.

Tal vez fuera que no me acordaba de haberlo visto ni en fotos, pero cuando llegamos al Panteón, no fue lo que me esperaba, me impresionó. Una gigantesca estructura romana de piedra, perfectamente conservada, con su nombre escrito en grandes letras de hierro en el dintel. Tres filas de columnas monstruosas dan paso a la entrada donde están enterrados célebres personajes, como el mismo Vittorio Emanuele II. Y una cúpula altísima con un agujero en el centro, por donde pasa la luz solar, recorriendo todo el suelo del Panteón a través del día. Una vez refugio de los dioses romanos, hoy es una iglesia.

Y si de elegancia hablamos, elegancia romana…nada como la Plaza Navona. Como un gran óvalo, siguiendo el antiguo trazado de un circo romano; se abre lugar esta plaza, decorada con una fuente en cada esquina y en el centro otra aún más grande (según el uso romano de decorar todo con fuentes), hecha por el famoso escultor Bernini, y que representa 4 de los ríos más importantes del mundo: el Nilo, el Ganges, el Danubio y, el viejo y peludo, Río de la Plata.

El arte fluye por este lugar como el agua de las fuentes. Decenas de pintores y músicos se reúnen en torno a Plaza Navona para exponer sus logros. Además, al estar rodeada de restaurantes con sus mesitas en la calle, estos artistas hacen al regocijo general. Nada como pasear por ahí a la nochecita… un festín para los sentidos, sobre todo comiendo una pizza con prosciutto, como la que me pedí la última noche. Que felicidad.

El río Tíber o “tévere”, en italiano, cruza la ciudad como una cinta verduzca. Más allá del río, el Castel Sant Ángelo, la ciudad del Vaticano y el tras-tévere, un barrio bohemio conocido. Sentados al margen del Tíber, mirando el agua y la silueta de la ciudad, miramos solo de reojo la calle que lleva hasta la mismísima Plaza San Pedro, en el corazón del Vaticano…eso quedaba para el día siguiente.

El subte solo nos acercó hasta el Vaticano y entramos a la plaza como por la puerta del costado… por lo cual, Alejo me prohibió ver nada hasta que no llegáramos al vero centro y entrada principal de la sede Vaticana. Visión triunfal, todo en su sitio y perfectamente encuadrado para mí. La Plaza San Pedro me desilusionó un poco, sentía como que ya la había visto alguna vez. Además estaba lleno de sillas de plástico en hileras, que se usan para cuando los miércoles da misa el Papa. Hacía mucho calor y había una cola interminable para entrar a la Iglesia de San Pedro. Conclusión: fastidiada en el Vaticano.

Después de hacer la cola con paciencia y cubrir nuestras partes pudendas (hombros y piernas incluidas…vamos, que los musulmanes no inventaron nada) contemplamos la puerta que se abre cada 25 años otorgando el perdón absoluto de todos los pecados. Estaba cerrada, seguimos tan llenos de pecados como fuimos, creo que peor, no sé si no es un pecado estar fastidiada en el Vaticano.

La Basílica de San Pedro. Qué puedo decir? Imponente, esplendorosa, suntuosa, inabarcable. No en vano es la más grande del mundo. Hubo que mirar la escultura de La Piedad, de Miguel Ángel, porque, de lo contrario, tenía que firmar el divorcio. Me pareció una escultura muy linda, pero me sorprendió que brillara un poco, como encerada. Siempre fue así? No es seria una escultura brillosa. Debajo de la iglesia, no solo se encuentra la tumba de San Pedro, sino también de todos los Papas que existieron. Muy interesante, realmente. Vale la pena el paseo.

Cola para subir a la cúpula de la basílica. Fastidio total. Éramos mil personas, al sol, con 35°C y una sola ventanilla para sacar entradas. Nos estarían haciendo purgar nuestros pecados? Que abran la puerta esa más seguido, che!

Con las escaleras y los escalones anduve bien, entro en estado alfa y me miro los pies que suben y suben (o bajan y bajan, que es lo mismo). Lo que me mató fue cuando se me empezaron a torcer las paredes. Es lógico, era la cúpula. Me mareé automáticamente, me gustaría llamarla una fobia geométrica. Finalmente llegamos, y la vista desde arriba del todo es maravillosa. Un mar de techos de tejas rojizas, un enredo de callecitas, algunos parques arbolados y, cruzando toda esa composición, el anciano Tíber y sus aguas verdosas.

Todavía quedaban los Museos Vaticanos, en los cuales, el 100% de las visitas se las lleva la Capilla Sixtina. Pero, como la gente del Vaticano también sabe esto, construyó todos sus museos alrededor de la capilla formando un gran laberinto, como en esos laboratorios de hormigas. Además se sentía así y todo, éramos cientos de personas caminando por pasillos y galerías como guiados por el olfato artístico del turismo. O, lo que es peor, el olfato turístico del arte.

De tal manera, aunque nuestra intención y la del millón de personas que entró con nosotros, había sido visitar únicamente la Capilla Sixtina, terminamos recorriendo las 68 salas anteriores. Incluyendo las monedas antiguas, los retratos papales, la colección de sotanas con onda y los libros ansiolíticos. Otro tanto a la salida… Que los carteles de “exit” eran más una esperanza vaga ya, que una realidad. Subíamos escaleras, bajábamos rampas, galería de pinturas, de esculturas, tienda de regalos, escalera negra, escalera de caracol. Pone a prueba al más virtuoso.

La Capilla Sixtina, un recinto rectangular, con paredes y techos altísimos cubiertos con las más ilustres pinturas de los más famosos artistas (el mayor, Miguel Ángel). La estrella? Esa célebre pintura en el techo, donde Dios y Adán estiran sus dedos para tocarse.

La sensación que teníamos era la de estar en un corral, por la cantidad de gente. Pero, debo admitir que las pinturas son muy bonitas y sorprendentemente coloridas, resaltan por la estancia de madera oscura y poco iluminada.

Otra verdadera sorpresa fueron las Termas de Caracalla. Un imponente conjunto de edificios muy bien conservados que se alza pasando el Foro y el Circo Máximo. Estas termas fueron lugar de esparcimiento y recreación de las clases altas romanas, estaban cubiertas de mármol por completo y decoradas con las más exquisitas esculturas de dioses y mujeres. El suelo, de pequeños cerámicos blancos y negros, dibujaba formas geométricas diferentes en cada pileta (en algunas aún se puede ver). Las paredes, de unos 7 metros de altura y las depresiones del suelo que formaban las piletas, están intactas (han perdido el mármol, pero conservan la estructura, inclusive los arcos). Es una maravilla ver e imaginar lo que sería eso en sus tiempos de esplendor.

Último quedó el señor Moisés, una escultura de Miguel Ángel (junto con La Piedad y El David, se esmeró para que lo recordaran como escultor y no como pintor). De mirada iracunda y con unos curiosos cuernitos, resultado de una mala traducción de las escrituras, se alza El Moisés, temible y musculoso. Poco tiene que ver con la imagen que me quedó de catequesis, de un anciano de cabellos blancos y con una rama por bastón. Este Moisés esta fuerte, ja, con razón las aguas le hicieron caso.

La maravilla de Roma es que vive de día y de noche, al menos en primavera y verano. Caminar por sus calles a las 11 de la noche puede ser aún más interesante que hacerlo de día. La ciudad respira turismo y entretenimiento. Desde las mesas en la calle, con su eterno mantel a cuadros blanco y rojo y su pizarra con el menú escrito en tiza; pasando por las increíbles ruinas romanas e iglesias iluminadas; hasta los músicos y artistas callejeros y los desfiles interminables de pinturas coloridas, mostrando, invariablemente, paisajes idílicos de la ciudad o alguna bella italiana semi desnuda. Las fuentes sonoras y coloridas, las colas para comprar “gelato” (helado); todo en Roma invita a la foto y a la sonrisa. A querer volver.