24 de febrero de 2012

La señora Patsy


Un elegante sedán recorre las calles de la ciudad. Maneja un hombre negro que va escuchando las noticias en la radio.

- Rogelio, ¿querés apagar eso?
 - Si, señora- responde el chofer.

En el asiento trasero viaja una señora mayor vestida de rosa. Su pelo está impecablemente peinado en un moño. Entre los pliegues de su cuello, se divisa un collar de perlas, con el que juega compulsivamente. Con la otra mano, acaricia un perro blanco y peludo que descansa en su regazo.

El auto se detiene al llegar a una gran puerta enrejada. El chofer baja la ventanilla y habla por un momento con el guardia de seguridad que se acerca. Luego se abre la reja y el auto avanza hasta la entrada principal de un enorme edificio de color indefinido.

La señora de rosa se baja haciendo equilibrio con sus tacos, para los que ya está un poco anciana. Se alisa las arrugas de la falda y luego estira el brazo que tiene el perro y se lo entrega a Rogelio, que está parado sosteniendo la puerta del auto. Camina tambaleante, con su bolsito de piel colgando del brazo, y se dirige hacia la puerta, donde la espera una persona.

- Buenas tardes, señora Patsy- la saluda amablemente.
- Buena tardes, Fiodor. Esa gravilla que pusieron en la entrada va a ser que una se mate por tratar de caminar unos metros. ¿No alcanzaba el presupuesto para poner un piso como la gente?

Fiodor reprime una mueca de disgusto y abre la puerta. La señora deja su bolsito en la canastilla y pasa por el detector de metales que, invariablemente, suena.  El guardia la mira con agobio y le pasa rápidamente un detector manual. Suena en el cuello, en los brazos, en las orejas. La señora se impacienta, agarra su bolsito de piel y la dejan pasar.

Llega hasta la sala de los asientos y elige el número seis. Se sienta en una de esas sillas naranjas que tanto odia y, tomando el teléfono que hay a un costado, mira a través del vidrio.

Frente a ella se encuentra sentado un hombre. Parece haberse peinado con esmero, pero no está limpio ni afeitado. Una fea cicatriz le recorre la frente y las gotas de sudor resbalan hasta las cejas. Con una mano toma el teléfono de su lado, tiene los dos brazos completamente tatuados.

- Hijo,- dice la señora una vez que tiene el aparato en la oreja- me vengo a vivir con vos.

A continuación, y ante la mirada atónita del hombre, la señora mete la mano en su bolsito, camina hacia el guardia que está en la puerta y lo apuñala en el estómago. Mientras el guardia cae al suelo, grita llamando a los demás.

La señora vuelve hasta el teléfono. Se limpia las manos con un pañuelo blanco con puntillas y toma el aparato de nuevo.

- ¿Te parece bien, mi cielo?


21 de febrero de 2012

Edgardo


 - No podés irte, te necesito- le suplicó ella. Pero ya estaba demasiado lejos para escucharla. A sus gritos se los llevó el viento y él caminó metiéndose las manos en los bolsillos del abrigo mientras el frío le azotaba el rostro.

Entonces ella salió de la casa y echó a correr por el campo. El aire le agitaba el vestido y despeinaba sus cabellos.

- ¡Edgardo!- gritaba desesperada, sin darse cuenta del frío- ¡Edgardo, volvé!

Pero él no quería volver, quería huir de esa casa, de esa mujer. No volvió la cara para ver cómo ella rompía en sollozos. No la vio caer de rodillas en el suelo de tierra, llevarse las manos a la cara, llorar a los gritos. No necesitaba verla.

Siguió caminando hasta llegar a la tranquera donde terminaba el campo. Si abría esa puerta sería libre, juntaría suficiente coraje para no volver atrás. Podría olvidarse de ella y de todo.



Con una mano destrabó la cerradura y tiró de la tranquera, que se abrió con un chirrido. El viento soplaba ya muy fuerte, se levantaba la tierra y las hojas hacían remolinos en el camino.


Cometió un error, lo supo en ese instante, y miró una vez más la casa, deseando verla a ella. Quería encontrarse con su mirada una vez más y decirle adiós, perdonarla. Pero no la vio. No estaba en la puerta de la casa, ni de rodillas en el suelo, ni corriendo hacia él.

Lo pudo la curiosidad, no era típico de ella dejar que se fuera así sin más. Cerró la tranquera y volvió lentamente sobre sus pasos. Descubrió a medio camino, entre la casa y la calle, un profundo pozo en la tierra. En el fondo, yacía ella de espaldas. La llamó pero ella no contestó en seguida. Pasaron unos minutos hasta que dijo su nombre en un murmullo: “Edgardo”. Y preguntó, desde el fondo del pozo: “¿Volverás a casa?”

El sacudió tristemente la cabeza. Quiso decirle que no, que nunca más iba a volver. En cambio encogió los hombros y respondió:

-No sé, ¿vos te quedarás en el pozo?


La imagen la tomé prestada de : http://www.boletinfolklore.com.ar/artistas/PEDRO%20PATZER/EL%20HORIZONTE.htm 

16 de febrero de 2012

Que supimos concebir...


  Todas las mañanas, en el acto de la bandera, los alumnos se formaban de menor a mayor y entonaban el himno.

-Sean eteeernos los laureeeles, que supiiimos concebiiir…- cantaba Marcos en el patio del colegio.

-Conseguir- susurró Diego.

-¿Qué?

-Conseguir, no concebir- repitió su amigo, al que la maestra había corregido en ocasiones anteriores, y ahora se daba el lujo de reprenderlo a él, que cantaba desaforadamente y hacía las veces de batutas con los dedos índices.

  Marcos no lo miró. Ya no podía cantar “concebir” sabiendo que estaba equivocado. Y los dedos como batutas le parecieron tontos. Pero aún así, siguió entonando con valentía.

-Con glooria moriiir…chan chan chan chan chan chan- Marcos terminó la última oración del himno y aplaudió un rato más largo que los demás. Él se despedía de algunas cosas esa mañana.



13 de febrero de 2012

Tic, tac

Había aprendido a querer mi cuerpo a través de los años. En especial, porque me habían marcado como cicatrices las mujeres que había conocido: 

Algunas con verdadera vocación estética, dedicando toda su energía a la belleza corporal. Horas, fortunas, angustias, implantes y dietas. Pensaba en ellas como en una especie de competidoras olímpicas, para las que nunca llega la fecha. Y, peor, cuanto más tiempo pasaba, más se alejaban de las categorías en las que querían competir.

También estaban aquellas otras, despreocupadas de la estética y con orgullo. Se dejaban llevar porque no les importaba estar dentro de los criterios belleza, y no se daban cuenta de que empezaban a salir de los criterios de salud también. Para ellas era lo mismo que para las otras, cuanto más tiempo, más daño. Y el tiempo no espera a nadie.

Esas cicatrices, aunque no eran mías, se llevaban impresas en la piel; y me parecían aún menos elegantes que la celulitis. Así que había intentado flotar en medio de las dos locuras y acabé siendo bastante normal.


8 de febrero de 2012

Una


  La vi cuando salía de bañarme. Era pálida, casi tímida. De a ratos se me perdía de vista y volvía a aparecer. La miraba con desconcierto, sin entender cómo había aparecido ahí.

  Me fui abriendo camino entre los demás para llegar hasta ella. Quería tocarla, sentirla entre mis dedos. Pero era igual. Nada en el tacto la hacía distinta. Inclusive pensé que tal vez en otro lugar, entre otra multitud, ni siquiera resaltaría. Sería una más.

  Pero no era así. Donde fuera, allí estaba. Brillando con distinción. Ya no veía nada más.

  La agarré y tiré de ella para que viniera conmigo. Al principio se resistió o, tal vez, yo no estaba tirando demasiado fuerte. Entonces insistí y en un momento estuvo en mis manos. La miré durante un segundo y recordé que ya había habido otras. Iguales a ella… que habían tenido el mismo destino.

  Sin querer, la solté y se escapó. Voló un ratito y cayó en el agua del inodoro. Flotaba y me miraba como diciendo “Ahora te van a salir 7 canas más…”


7 de febrero de 2012

El poder de las palabras


Yo estoy viajando, sentada en un colectivo destartalado, mirando por la ventana las calles de Buenos Aires, las personas, el Obelisco.

Y vos, sin querer, ya me imaginaste a mi y a mi colectivo.

La escena que te estoy contando sucede en tu mente. Yo la puse ahí cuando empecé a escribir y vos lo leíste.

¡Que poder tienen las palabras! Ponen cosas en la mente de las personas.

Si sos capáz de pronunciar o de escribir palabras, cuidá bien lo que ponés en la mente de tu lector. Que las cosas que le hagas imaginar, le mejoren el día, le den ideas nuevas y le causen felicidad.

Que la mente de uno sea un lugar lleno de cosas lindas, a donde podamos ir siempre.


6 de febrero de 2012

Oíd mortales

-Oíd, mortales, éste es el trato: Ustedes sacrificarán en mi honor a una niña todas las primaveras. Y yo, a cambio, les daré lluvia.

-¡No!- gritaron los mortales. No porque no sobraran niñas en ese pueblo, pero porque estaban hartos de los absurdos pedidos de los dioses.

-¿Cómo qué no?- inquirieron los dioses, enfurecidos, mientras el cielo se estremecía entre truenos y relámpagos.

-¡Que no!- repitieron ellos.

-Las más horribles plagas caerán sobre ustedes si no satisfacen nuestras demandas. ¡Las más horribles!

Los hombres miraron a su alrededor. La tierra estaba seca desde hacía meses, no crecía nada en ese yermo suelo. Los niños lloraban de hambre, las madres se arrancaban los pelos con desesperación. Los adultos estaban enfermos, agotados. Los animales habían huido y las casas se habían quemado. Ya no quedaba nada, solo desesperanza.

-¿Qué más nos puede pasar?- preguntaron los mortales mirando al cielo- ¿Qué más? Traigan las plagas y los huracanes, bajen demonios y fieras a destrozarnos. Nada nos importa ya.

Durante un horrible minuto se hizo el silencio. No duró mucho para los hombres, pero para los dioses fue como una eternidad.

De repente, una única gota transparente cayó del cielo. Mojó la tierra por un segundo y pareció evaporarse nuevamente. Otra gota. Muchas más.

Los hombres habían ganado.

3 de febrero de 2012

Historias reales que empiezan a parecer ficción


Cuando iba al colegio no había calefacción. Si, así es. Y no estudiaba en un campo de concentración ni nada parecido. Simplemente, no había calefacción, ni aire acondicionado.

Iba al colegio en bicicleta con mis amigos y, los días de frío, se me ponía roja la nariz, y también los dedos, porque siempre me olvidaba los guantes. Cuando llegábamos a la escuela, había escarcha en la cancha de fútbol y la niebla flotaba sobre el pasto. Mi tío me cargaba diciendo que estudiaba en el campo, pero en realidad mi colegio quedaba solo un poco alejado del centro de la ciudad.

Nos formábamos en el patio de lajas (de menor a mayor altura) al aire libre, para izar la bandera. Y era una desgracia que te eligieran para esta tarea porque los cables metálicos del mástil estaban medio oxidados y no corrían bien por los engranajes… así que costaba mucho ir subiendo la bandera hasta lo alto y a veces se quedaba trabada. Tarea que se dificultaba aún más si tenías los dedos congelados de haberte olvidado los guantes.

Después del “acto de la bandera” y una breve oración religiosa, caminábamos lentamente a los salones, como tratando de atrasar a máximo el momento de empezar las clases.

Para calentar las aulas había estufas de gas. Dos compañeros cruzaban el colegio e iban a buscar las estufas, que consistían en una pequeña garrafa de gas y una pantalla. Venían arrastrando todo el apartejo hasta el salón. Lo encendíamos, con un fósforo o un encendedor y había que esperar un rato hasta que se empezaba a calentar la estancia.

Temprano a la mañana hacía mucho frío, así que nos turnábamos en las alargadas aulas, y la estufa estaba un rato en cada extremo. Pasaban las horas y ya cerca del mediodía, cuando el sol y el calor humano habían calentado el salón, nadie se acordaba de la estufa y alguno la apagaba.

Muchos son mis recuerdos con estas pantallas de gas. Alguna vez alguien se achicharró la punta de una campera, debíamos tener cuidado de no acercarnos demasiado si teníamos medias de lycra y, cuando era chica, solía acercar  los chocolates y los alfajores para comerlos calientes y medio derretidos.

Un día, alguien movió la estufa y abrió la puerta al mismo tiempo y, por un brevísimo segundo, se prendieron fuego las cortinas. La misma persona, temiendo más una “firma” que un incendio forestal, las apagó con el borrador. Y ahí se quedaron las cortinas (que eran 98% polyester) medio chamuscadas y llenas de tiza.

Algunas veces tenía mucho frío y me dejaba puesta la campera durante la clase. Al día siguiente, me ponía una camiseta o dos medias y solucionaba el problema. Los días que llevaba guantes, igual me los tenía que sacar para escribir (es imposible escribir con guantes de lana).

Por eso me acuerdo que cuando iba al colegio no había calefacción. Lo digo con orgullo porque fue un obstáculo, un problema a resolver que supimos superar. Nadie se murió de frío, ni se enfermó, ni se prendió fuego y falleció calcinado. Todos aprendimos a abrigarnos, a tener cuidado con las estufas y a contentarnos con lo que había. Porque no le deseo a nadie penurias ni vejaciones cuando vayan a la escuela, pero sí les deseo los suficientes obstáculos como para que aprendan algo en el camino (algo más que matemática y lengua)… y si mis hijos tuvieran la misma experiencia que tuve yo cuando fui al colegio, sé que serían felices, valientes y normales.