11 de mayo de 2012

Crónicas turcas: La flora y la fauna de Estambul


¡Buenas, mis queridísimos!

Nosotros seguimos en Estambul (no está de más recordarlo, con esta vida tan errática) y empezando la feliz estadía en departamento nuevo y zona nueva.

Estamos en un lugar hermoso, lleno de parques y de flora por todos lados. Nuestro barrio parece tener mucho amor por los árboles, los hay de todo tipo y color, las veredas y los jardines de los edificios están decorados con árboles de todas las especies. Y no solo eso, sino que también se respeta la ubicación de cada árbol, porque hemos visto restaurantes construidos con un árbol (probablemente más viejo que el restaurant mismo) en el medio del local. Y también calles asfaltadas en las que hay árboles que crecen en medio, con su cantero y todo. Los autos los esquivan y siguen su camino. Insólito, no me digan.

Tulipanes en Göztepe Park
Nuestro departamento queda solo a tres cuadras de la calle llamada Bagdat Caddesi, donde están los negocios y los restaurantes más lindos y de moda; y muy cerquita del paseo marítimo y del mar. Nos estamos dedicando a conocer los lugares de comida de la zona, pero hay tantos que la tarea se va a hacer eterna. Localizamos (eso sí) un muy buen sitio de “pide”, que son esas pizzas alargadas; una pastelería exquisita de una italiana; los supermercados cercanos (parece haber más costumbre de mercados chicos o almacenes que de grandes supermercados); una ferretería donde Ale compró una sierra (¡una sierra! Mi marido utilizó una sierra para cortar y luego colocar las cortinas de la habitación, me casé con Mc Gyver); una tintorería y, la última adquisición, una peluquería.

"Pide"
La comunicación con los turcos no es fácil ni fluida. Por estos lados, muy poca gente habla inglés y nosotros, con el merengue idiomático que tenemos, nos estamos empezando a olvidar el inglés y el castellano también. En la peluquería pedí un “color menu”, una palabra que creo que inventé yo. El peluquero, junto a  otros tres más que se acercaron a asistir, escribía frases en su teléfono y le daba a la función de traducir, y eso creaba las más insólitas oraciones jamás escuchadas. Finalmente, con un dedo señalé el color y con otro el centímetro que quería que me cortaran del pelo. El peluquero empezó a hacer las cosas y yo me dispuse a hojear una revista, actividad que corresponde, evidentemente, a todas las peluquerías de este mundo. Salí muy decente, incluso linda. Se puede decir que, aunque no conseguí comunicarme en turco ni una sola palabra, fue un éxito, capilarmente hablando.


Aunque vamos lento, nos estamos empezando a comunicar. Sabemos muchas palabras sueltas y armamos algunas oraciones reumáticas. Algunas palabras las tuvimos que aprender con rapidez, como nos sucedió al descubrir que es costumbre por estas latitudes no poner los famosos dibujitos de hombre y mujer en los baños de los restaurantes. En las puertas solo dice “Bay” o “Bayan”. Así que a la fuerza metimos esos conceptos en nuestro cerebro para no tener que pasar por una situación internacionalmente incómoda.

Con los nombres de los turcos Alejo está más canchero que yo, por el trabajo. Para mí hay dos o tres (que son los equivalentes al Juan y María nuestros) que los entiendo, y los otros son como una sucesión de vocales impronunciable. Por suerte es recíproco el sentimiento, me di cuenta cuando iba a Starbucks y le decía con toda claridad “C i n t i a” al señor que escribe las tazas, y me encontraba re bautizada como “Simge” u otras variaciones. O también, en el caso de la nueva tintorería (y eso que lo copió de un papel que escribí yo) que quedé registrada para la eternidad como “Cintina”.

Pero la historia del éxito sucedió hace unos días cuando, volviendo de mi caminata marina, una señora se me acercó haciendo aspavientos con las manos. Me saqué mi auricular de la oreja con cara de “no hay chances que le entienda, señora”, pero formuló una pregunta de la que entendí lo suficiente como para saber qué responder. En mi mente se escuchó así “blablablá dónde blablablá banco blablablá?”. ¡Sí, señora, le entiendo! Le hice un ademan con el brazo, dije “300 metros, Bagdat Caddesi”, y se fue rápidamente, deshecha en agradecimientos. Guiar gente por la calle, eso tiene que ser el nivel 3, por lo menos, de la comunicación en turco.


A veces, no saber el idioma es conveniente (como cuando fui a la peluquería y solo intercambié algunas oraciones dificultosas con el peluquero) y hasta gracioso, porque cuando uno no entiende, las cosas suceden como en una película muda, donde las expresiones y los gestos valen más que las palabras.

Un ejemplo: estaba en el shopping Capitol, al que iba mientras estaba en el hotel. Allí hay una hermosa fuente que a cada hora hace un espectáculo con música y luces. Esta fuente ejerce una atracción especial en los chicos, como que los hipnotiza y van tambaleándose directo hacia allá; pero el hombre de seguridad no les deja hacer casi nada, no pueden correr alrededor, ni meter las manos o los pies en el agua; actividades a las que, junto con los bailes frenéticos durante los espectáculos musicales, parecen naturalmente inclinados estos niños turcos. Era cuestión de tener paciencia nada más, para ver cómo uno se caía de cabeza en la fuente. Pero nunca me imaginé que fuera tan gracioso, ¡quedó con la cabeza sumergida y sacudiendo las patitas en el aire! Duró solo un segundo, después vino la madre y todo el personal de seguridad del Capitol, y se embarcaron en discusiones gesticulares. Van a tener que vallar la fuente, pienso yo.


En cuanto a las cuestiones gastronómicas descubrí con sorpresa, entre los quesos del desayuno del hotel, uno que es muy especial porque se hace tiras, como hilos de queso, y viene armando una especie de ovillo. Solo lo había visto en México, se llamaba queso Oaxaca allá, y de pronto, me lo encuentro en el desayuno del hotel estambuleño. ¿Cómo llegó este producto lácteo hasta acá? ¿O hasta allá?

Uno de estos fines de semana fuimos con Ale a almorzar al “Surfer Crab”, un sitio pequeñito y decorado con todo tipo de adornos de surfing, donde pedimos (luego de estudiar la carta con ayuda del diccionario) un balde de cangrejo. Nunca había comido cangrejo así, entero sin diseccionar. Todo el fastidio que me causó tener que usar una pinza (como las de las nueces en navidad) para ir apretando y rompiendo todas las patas, o brazos, o pinzas del cangrejo, fue mitigado porque sabía riquísimo. Es una carne blanca y tierna, la inspiración del kani-kama, obviamente. Pero me supo a poco o, mejor dicho, me supo a mucho trabajo para poca alimentación. La próxima vez voy a querer lo mismo, pero ya desnudito.


Un asunto que merece su consideración aparte y, además, no es la primera vez que lo nombro, es mi relación con los pájaros turcos. Ya dije que había muchos pájaros por todos lados, hay una especie de cuervos grises que me habían ido a ver a la habitación del hotel y ahora, cuando fuimos de pic-nic con Ale a la zona frente al mar, nos acechaban, moviendo la cabeza de un lado al otro (¿los pájaros no ven de frente?) y mirando con deseo la bolsa de las papas fritas. Claro que mi lucha por establecer el límite humano-avícola quedó totalmente anulada cuando mi marido, luego de despertar de su siesta en el pasto, se puso a alimentar a los cuervos. Le pregunté si sabía lo que decía el dicho popular, “Cría cuervos…”; pero me contestó cualquier cosa. Así que entendí que no sabía el dicho, y siguió alimentándolos con papas fritas sin miedo a que le saquen los ojos.

El último valiente
Hay también gaviotas, por todos lados. Es hermoso verlas planear en las corrientes de aire y después ir a posarse en los techos de los edificios. Desde las ventanas del departamento nuevo las veo ir y venir todo el día, a veces pasan tan cerquita que parece que se fueran a meter dentro. Entonces cierro la ventana. Pero, como mi experiencia con los pájaros turcos es bastante limitada, dejé una bolsa de basura en el balcón. A la mañana siguiente, tenía un agujero del tamaño de un puño  por el que salían cosas, y los restos de una servilleta con salsa de tomate estaban esparcidos por el suelo. O las gaviotas o los cuervos, vinieron a violentar mi bolsa de la basura. Yo me pregunto si los miles de gatos de mi barrio están gordos porque las señoras aburridas les dan comida, ¿quién se va a hacer cargo de la cadena alimenticia?


La playa de Caddebostan
Poco duró la primavera y está llegando el verano a Estambul. Empieza a hacer calor y la gente busca lugares donde tirarse a tomar sol y a hacer vida de veraneante. Al costado del paseo marítimo hay grandes extensiones de parque, ideales para empezar a broncearse, ir de pic-nic, o sentarse a la sombra a leer un libro. También hay pequeñas playitas con arena y piedras. Algunas personas ya se pusieron la malla y se asolean tiradas en la arena, disfrutando de la tranquilidad de los días de semana. Muchos de los chicos se meten al agua, tirándose de cabeza desde las escolleras, o juegan a la pelota en la arena. 

Y los infaltables: esos grupos de jubilados bronceados, bronceadísimos, que se agrupan durante el día, al rayo del sol, con gorritas marineras y ojotas que ya no se fabrican más. Toman sol como lagartos, algunos pescan y otros juegan al backgamon o a las cartas. Son los mismos que podés ver en Mar del Plata o en cualquier lado. ¡A esta gente sí que le gusta el verano! No tanto la arena, porque se aglomeran en las explanadas de cemento que hay junto al paseo, tiran la toalla sobre el borde y bajan al agua por los escalones de piedra que terminan en la orilla. Son hermosos, esos viejos lobos de mar, como diría mi papá.