13 de septiembre de 2012

Salzburgo, paisajes para soñar

El camino desde Viena hasta Salzburgo es uno de suaves colinas de pasto muy verde que flotan por acá y por allá, solo interrumpidas por casas como cabañas de varios pisos, que tienen los balcones llenos de malvones rojos. A este paisaje se le agregan, solo para mejorarlo, esporádicos lagos cristalinos de deshielo y tupidos bosques de pinos. Es el lugar donde se filmó “The Sound of Music” (o “La Novicia Rebelde”) y donde me imaginaba a la vaca lila de Milka aunque, teóricamente, debería estar en el país de al lado, Suiza.

No buscábamos llegar rápidamente a destino, así que tomamos las viejas carreteras de dos carriles que, cada tanto, pasan por adentro de un pueblo. El primero fue Gmunden, y era tan encantador que tuvimos que detenernos. En la plaza principal nos encontramos las típicas casas altas de colores, que se ven en toda Austria. Y, al costado de la municipalidad, un paseo arbolado que recorre el borde del lago Traunsee. Se alquilaban barquitos con un pequeño motor y no pudimos resistirnos a pasear un rato por el lago mirando, a un lado las montañas cubiertas de vegetación y al otro el colorido pueblito de Gmunden.

Luego vino Eversee, con una plataforma de madera que se metía dentro del lago, desde donde un grupo de chicos saltaban al agua, y me hizo acordar a San Martín de los Andes. Seguimos camino hasta llegar a Bad Ischl, paseamos por el precioso pueblito y descubrí los trajes tiroleses, que son típicos de esta zona. Consisten en vestidos de colores (el más común es rojo) para las mujeres, con blusas blancas de manguitas en puño debajo, y por encima una especie de delantales con puntillas; y para los hombres unas bermudas verdes, con tiradores, camisa blanca, saco verde con pitucones y sombrerito de felpa. Seguro los vieron alguna vez. Lo que me sorprendió es que la gente los usa. No solamente las camareras del restaurante turístico, los lleva todo el mundo cuando visten elegantes.

Una parada obligatoria era el pueblo de San Wolfgang, llamado así por la leyenda que cuenta a cerca de un sacerdote que quería edificar una iglesia e hizo un pacto con el diablo para que le financiara el proyecto y, a cambio, le entregaría la primer alma que cruce las puertas de la iglesia. El primero que entró fue un lobo (wolf) que, aunque quedó condenado a las llamas eternas del infierno, dio nombre a este sitio y pasó a la historia.

San Wolfgang es el pueblo más hermoso de esa zona, llamada Salskammergut. Su calle principal sube y baja entre casas de varios pisos de distintos colores, con los techos oscuros y los inevitables balcones de madera oscura con malvones. Es totalmente encantador, algunas casas tienen pintados dibujos de flores y firuletes en sus fachadas, junto al nombre del establecimiento, y es muy turístico.

Un paseo de madera recorre también el borde del lago, esta vez del Wolfgangsee, y del otro lado del agua se ven las inmensas montañas, algunas con vegetación y otras de roca viva.  Las casas que dan al agua tienen su pequeño embarcadero y una escalerita de madera que se sumerge. La gente disfruta todo lo que puede del lago mientras dura el buen tiempo, y también nosotros, Ale se tiró al de cabeza al agua (ya hacía dos pueblos que estaba hinchando) y yo me refresqué las patitas.

Luego de pasar por Mondsee, otro pueblo imposiblemente lindo, llegamos a Salzburgo. En realidad, a las afueras, donde nos esperaba una habitación en un “gasthaus” (hotel). Otro edificio ubicado en las colinas verdes, parecido a una cabaña grande, con los balcones de madera y sus correspondientes malvones colorados. Y con una vista increíble del atardecer sobre la campiña austríaca.

Cenamos en unas mesas de madera en el pasto, frente al restaurante de planta baja. Tomamos cerveza con limón (que allá también existe) y comimos especialidades locales una vez más: gulash de cordero y dumplings (muy parecidos a los dumplings irlandeses que preparaban mis tías).

A otro día nos esperaba la ciudad de Salzburgo, cuyo nombre significa “castillo de sal”, por ser el lugar donde se cobraba el impuesto para el trasporte de uno de los productos más importantes de la antigüedad. Allí es donde nació Mozart y vivió sus primeros años. Por consiguiente, hay dos casas para visitar, y entre ellas se repartieron valiosos objetos como el violín con el que aprendió a tocar o el piano con el que compuso alguna de sus obras. Otro salzburgués famoso fue Christian Doppler, el del “doppler effect”.

En el centro de la ciudad se encuentra el Palacio de Mirabell, en el que se filmó “The Sound of Music”, rodeado de jardines, con fuentes fantásticas (una tiene un unicornio) y parterres con flores de colores. Tras cruzar el río, se accede a la parte más vieja, donde se halla la famosa calle Getreidegasse, una bonita peatonal angosta que concentra las marcas más exclusivas del mundo y donde cada tienda tiene fuera su propio estandarte hecho de metal. En el número 9 de esta calle nació Wolfgang Amadeus Mozart, hoy su casa natal es un museo.

Muy cerca se pueden ver la Catedral de San Ruperto y la escultura a Mozart (puesta luego de su muerte). Luego hay que subir por un funicular hasta lo alto de la colina de Festung, para visitar la fortaleza medieval de Hohensalzburg, cuya construcción comenzó en el 1077 aunque fue modificada a través de los años, funcionó como residencia y como prisión. Se trata de uno de los castillos mejor conservados de Europa, y todavía se pueden ver en su interior las oscuras habitaciones de madera con detalles dorados.

Desde la torre del castillo se tiene una magnífica vista, tanto de los patios y los edificios que componen la Fortaleza, como de la ciudad de Salzburgo. Casi toda es de color blanco y gris, con las cúpulas de la Catedral en verde agua. Forman la ciudad su parte antigua (declarada Patrimonio de la Humanidad) y su parte nueva, y entre ellas, el caudaloso río Salzach, que es marrón. Finalmente, no todo es glamour en Salzburgo.




En el lado de Gmunden

Eversee

Campiña austríaca

Lago en San Wolfgang

San Wolfgang

Mondsee

Balcón de la habitación en Salsburgo

Jardines de Mirabell

Casa natal de Mozart

Salsburgo con la Fortaleza al fondo

Las partes antigua y nueva de Salsburgo


10 de septiembre de 2012

Bailando al son de Viena



Viena es, probablemente, una de las ciudades más musicales que existen. Recibió a Mozart en sus años de esplendor, cuando componía obras enteras en una noche, produciendo el estupor general por su talento; todavía tiene la Ópera más famosa de Europa y en su Cementerio Central descansan los restos de compositores como Beethoven, Strauss y Brahms.

La Opera de Viena
La música clásica para mí fue siempre algo entre lo divino y lo humano, y de lo cual no entendía mucho. Pero es imposible no dejarse atrapar en Viena por tanta tradición musical y talento reunidos en una sola ciudad y, sobre todo, tanta elegancia.

Uno de los parques
Con sus majestuosos edificios imperiales, poco cuesta imaginarse a los carruajes recorriendo las calles de adoquines, deteniéndose en la puerta de algún teatro para dejar que bajen señoras con pomposos vestidos o distinguidos señores con bastón y sombrero que acuden a la obra del momento. Los carruajes siguen estando, y las calles de adoquines también… Es curioso, pero toda esa Viena sigue estando ahí, impertérrita ante el paso de los años (aunque un poco reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial).

Una visita obligada en Viena (aunque odie esa frase y, además, luego de haber comprado la guía el último día, me dé cuenta de que me faltaron mil cosas por ver) es la plaza llamada Stephansplatz, donde se encuentra la Catedral de San Esteban. Una iglesia muy curiosa porque tiene el techo cubierto de tejas esmaltadas de colores verde, blanco, amarillo y azul. Como sus paredes se han oscurecido con los años, presenta caras grises y otras ennegrecidas, eso le da un aspecto bastante tenebroso que combina perfectamente con el interior.

Stephanplatz
 En los alrededores de Stephansplatz, que es uno de los lugares más visitados de la ciudad, se hallan las peatonales más elegantes. Los altos edificios señoriales de diferentes estilos, casi todos en tonalidades crema o amarillo, con balcones de hierro y techos verdes o de tejas negras, albergan las primeras marcas.  En una de estas peatonales se encuentra la Columna de la Peste, de 18 metros de altura y que fue erigida luego de que la ciudad venciera la epidemia en el 1600, así que está llena de personajes tenebrosos y en la punta tiene gordas decoraciones doradas con el escudo de los Habsburgo (la casa real vienesa).
Una de las peatonales, con la Columna de la Peste al final 

Otra de las cosas que hay que ver es el Museum Quartier, que es la zona de parques donde se concentran los mayores museos de la ciudad. Es un sitio precioso, lleno de flores, donde la gente va a pasear o a leer sentados en el pasto. Cruza por el Museum Quartier la avenida llamada Ringstrasse, el lugar donde antes estaban las murallas de la ciudad y es hoy un anillo que encierra el centro histórico de Viena. A los costados de la Ringstrasse se encuentran los imponentes edificios del Parlamento (que llama la atención por ser completamente blanco), la Ópera Estatal de Viena (probablemente el edificio más hermoso de la ciudad), el Teatro del Pueblo y la Municipalidad (con estilo gótico y de piedra oscura, que parecería sacada de un cuento de terror si no fuera porque la adornan miles de malvones rojos).

Frente al Rathaus (o municipalidad) hay una plaza que sirve de lugar para todos los festivales que se realizan en verano. Estando nosotros tocó el Festival de Cine que, en realidad, era más de música porque pasaban en una pantalla gigante videos de conciertos. Luego del anfiteatro (que consistía en cientos de sillas frente a la pantalla), sobre la plaza se abrían paso una gran cantidad de puestos de comidas de todo el mundo.

Bratwurst, con chucrut y mostaza dulce
Por supuesto que la comida estelar de Viena (así como de Alemania) es la salchicha o “bratwurst”. Las hay largas y flacas, gordas, blancas y rojas, vienen hervidas o a la parrilla; para todos los paladares, y aunque sus nombres sean imposibles de pronunciar, solo basta con señalarlas con el dedo en los puestitos de la calle o en las fotos de un menú. Casi siempre vienen acompañadas de chucrut y de una mostaza casera que es terriblemente dulce.

Apfelschmarrn
De postre nos tocó probar el “apfelschmarrn”, una comida típica de Austria que consiste en trocitos de panqueques o crepes caramelizados en una sartén y que se sirven con compota de frutas. Muy rico, muy pesado. Como también lo es la Sachertarte, una torta de chocolate famosa en la cuidad. Todos los platos austríacos parecen estar hechos para el más crudo invierno.
Sachertarte y Apfelstruddel

Visitamos dos de los palacios de Viena: Belvedere y Schönbrunn. El primero, aunque se trata de dos edificios muy bonitos (uno en la parte alta y otro en la baja, separados por un jardín), no me impresionó demasiado. Además, por dentro es una galería de arte que contiene obras del famoso pintor austríaco Gustav Klimt, que yo desconocía por completo, como era de esperar. El segundo, el Palacio de Schönbrunn, me encantó. Conserva la mayor parte de sus habitaciones imperiales de la época del 1700 (contaba con más de 1000 estancias), con los muebles originales, espejos y arañas de techo. Muchas de ellas tienen una curiosa decoración: paneles chinos pintados, que se incrustan a las paredes a través de marcos dorados. 

Palacio de Schönbrunn
En los jardines, que son inmensos y suben por la colina hasta llegar a la llamada Glorieta (un pabellón desde el que se tiene una maravillosa vista del parque y del palacio), se encuentran fuentes magníficas como la de Neptuno o las Ruinas Romanas, y el zoológico que fue el primero en el mundo. El palacio de Schönbrunn también alberga insólitas historias como la de Sisi, la emperatriz, obsesionada con su belleza y su pelo, y con un ligero problema de anorexia. Y también aquella sobre la enorme pintura de la paz y de la guerra en el techo del salón principal sobre el que cayó una bomba (que no llegó a explotar) durante la Segunda Guerra Mundial y solo destruyó la alegoría de la guerra.

De los parques que adornan Viena, el más lindo es el Stadtpark, un enorme jardín inglés con lagos y sus correspondientes patos, en el que se encuentra la estatua dorada de Strauss y un monumento a Schubert.

Mientras paseábamos por la ciudad entramos a la iglesia de Karlskiche, flanqueada por dos columnas gigantes y desde cuya cúpula se tiene una maravillosa vista de Viena. Vista que no disfruté en lo más mínimo, luego tener que subir por un ascensor transparente de dudosa seguridad y por una escalera de andamio hasta el techo de la cúpula (que se curvaba sobre mi cabeza) y salir por un hueco a la parte más alta, rodeada de ventanitas enrejadas. Toda la excursión me perturbó sobremanera.

Más lindo fue el paseo por el Naschtmarkt, el mercado de moda donde se pueden comprar productos de todo tipo y origen, y luego sentarse a comer bocadillos elegantes o a tomar el cóctel del verano, que en este caso se llamaba “Hugo”.

También visitamos la casa donde vivió Mozart (aquella que aparece en la película Amadeus) y recorrimos las vacías habitaciones imaginándolo componer a altas horas de la noche en aquel lugar recargado de decoración (y con poca tranquilidad entre mujer, niños, invitados y hasta un perro).  Luego nos perdimos en el Cementerio Central, donde nos entretuvimos viendo tumbas de lo más escalofriantes hasta encontrar aquellas de Beethoven, Strauss, Brahms y un señor llamado Boltzmann, un renombrado matemático e inventó una ecuación que hoy está gravada en su tumba. Bien por usted. Mozart no tiene tumba ya que, tras dilapidar su fortuna en entretenimientos varios, fue enterrado en una fosa común. Me pregunto si fue la envidia lo que evitó que alguien pusiera el dinero para un entierro al que fue, tal vez, el genio musical más grande de la época.

Festival de Cine en el Rathaus



4 de septiembre de 2012

Escuchar después





Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido. Pero no lo sabía. Nadie le dice a uno lo que pasa. Así que lo hice, me dejé llevar a lo profundo por esa sensación que tenía desde hacía un tiempo y me suicidé.
Caminé diez cuadras con el veneno en el bolsillo. Me parecía que todo el mundo estaba mirándome, como me miró el veterinario cuando lo compré. Dijo “¿Sabe usted que este producto es muy peligroso, señor Ramírez?” y cuando asentí con la cabeza, se limitó a observarme durante lo que me pareció demasiado tiempo y luego metió el veneno en una bolsita de plástico.
El veterinario me conoce porque atendió a mi perro Otelo durante diez años, hasta que se murió, el pobrecito. Bueno, no se murió precisamente, lo asesinamos. Pero eso es aceptable para los animales. El veterinario decidió que era lo correcto y yo asentí, también aquella vez.
Y ahí estaba. En la cocina de mi casa, con el veneno en una mano y un vaso de agua en la otra. ¿Se supone que tenía que tomarlo con agua? No lo sabía en ese momento y tampoco lo sé ahora. Pero cuando me llevé la cucharada de veneno a la boca y sentí su horrible sabor, agradecí haberme decidido por un jugo de naranja. Me pareció más apropiado que el agua. Tragué el polvo azulado y luego me tomé el vaso entero, sin parar a respirar.
Pensé que iba a ser más instantáneo el efecto, pero solo sentí ese gusto amargo que me subía por la garganta, entonces volví a servirme jugo y me senté en el sillón del salón. Creo que hasta prendí la televisión y vi uno de esos comerciales de lampazos maravillosos.

Las primeras horas luego de mi defunción no debo haber escuchado nada, porque no recuerdo enfermeros, ni médicos, ni policías. Cuando empecé a oír fue como si hubiera estado dormido. Sonaba una canción a lo lejos. De repente la escuché muy fuerte cerca de mi cabeza y cantada por una voz masculina que no se preocupaba por darle al tono correcto. “Georgia, Georgiaaaa…” entonaba la voz.
Con los últimos acordes de Georgia on my mind, se abrió una puerta y la voz empezó a hablar con otra persona. “No hay dudas, oficial. Ha sido un envenenamiento. Ni tuve que abrirlo al pobre. Mire cómo tiene los dedos y la lengua azules. Parece un pitufo.”
La voz se rió de su ocurrencia y el otro no contestó nada. Si hubiera tenido que adivinar, habría dicho que anotó algo en una libreta. El sonido iba y venía, precedido siempre por un ruido de vacío, como suena un frasco de mermelada al abrirse por primera vez.
Escuché tránsito y una conversación demasiado lejana como para distinguir las palabras. No sentía nada, así que me era imposible saber si estaba quieto o me movía. Asumí que el protocolo normal luego de morir era ir a la morgue, tal vez una autopsia, casa de velatorios, cementerio y tumba. Mis cálculos me indicaron que estaba en la casa de velatorios cuando escuché el suave sonido de un aire acondicionado o de un ventilador.
“¿A éste también hay que maquillarlo, señora Gladys?”, dijo la voz de un muchacho. No escuché lo que le contestaron, pero si seguí oyendo al joven quejarse por lo bajo. “¿Y qué le pongo? ¿Rímel? No estaría mal, señor Ramírez… Déjeme ayudarlo. Voy a ponerle una fina capa de base, que realce sus colores naturales y después le aplicaré un poco de colorete en las mejillas, para que parezca que ha muerto hace solo unos instantes. Voy a…”
“¿Estás hablando con los cadáveres de nuevo, Julio?”, lo interrumpió una señora que sería Gladys. “¡Que chico raro que sos! Si no te hubieran recomendado especialmente, no te tomaba. Siempre pienso que hacés cosas extrañas cuando te dejo solo.”
Con pánico agradecí la interrupción de la señora Gladys. ¿Qué cosas estaría haciendo conmigo ese muchacho?
Después de un rato de profundo silencio, volví a escuchar el vacío y empezaron los sonidos de nuevo. Gente. Gente y una puerta que se abría y se cerraba. A lo lejos oía un llanto. ¿Sería mi madre? Algunas personas se arrimaban pero no decían nada, cuanto mucho suspiraban. Y cuando se acercó la persona que lloraba, la reconocí de inmediato, era efectivamente mi madre. Dijo entre sollozos “¿Por qué, corazón mío?” y luego de una pausa: “¿Pero qué te han hecho? ¡Parecés un payaso, estás todo maquillado! ¡Herminiooo!”, gritó mi madre, “¿Querés venir a ver a tu hijo? Mirá como lo dejaron, ya mismo te vas a quejar con la administradora.”
De mi padre solo escuché el sonido que hicieron esas zapatillas suyas al arrastrarse por el piso. Después vino el tránsito de nuevo y el viento entre los árboles: un cementerio. El cura dijo unas palabras preciosas que soy incapaz de recordar. Y luego de la ceremonia me quedé solo y no escuché nada más.

A veces, si hago un esfuerzo, puedo oír a los gatos. Maúllan y se contestan, es muy inquietante. Y cada tanto (me es imposible determinar el tiempo) escucho a la gente que viene a visitarme a mí o a las tumbas vecinas. Mi madre siempre me habla, así es como me he enterado de que murió el señor Franklin, un vecino del barrio; que les salió gratis el velorio por el incidente del maquillaje; y que detuvieron al veterinario tras descubrir que me había vendido el veneno. Me alegro, me quedé con bronca desde que asesinó a mi perro Otelo.