31 de enero de 2012

La Condición


(Este cuento fue seleccionado para participar de la antología "Cuentos, Poesías y vos", de Ed. Pasión de Escritores, que se publicará en 2012 en Argentina.)


  Aunque alguna vez, siendo pequeña, había sucedido esto mismo, el hecho no dejó de sorprenderme. Y, por mucho esfuerzo que hice, no logré recordar si había podido solucionarse.

  El asunto probablemente se debiera a que la totalidad de las paredes de mi casa estaban cubiertas de libros. Estanterías que iban del suelo al techo ocupadas por textos de todo tipo y en completo desorden. Era imposible encontrar algo. Los libros lo encontraban a uno.

  Esto sumado a mi condición había hecho caer sobre mí la prohibición de leer historias atrapantes. Mi madre me lo había advertido desde niña. Me contó la historia familiar, los episodios de la abuela Amelia y de algunas tías. Así que, durante muchos años, vagué entre manuales de zoología, cuadernos de recetas de cocina, textos de poesía abstracta y enciclopedias botánicas. “Nada atrapante ni fascinante”, había insistido mi madre.

  Una mañana desperté disgustada. No sabía si eran gritos o alguien que cantaba, pero lo que fuera me había producido un horrible dolor de cabeza que me obligó a despertar. Estaba todo oscuro.

  Los gritos o cantos seguían llegando desde el exterior de la habitación. Estiré una mano para prender la lámpara y no la encontré. Así que me levanté en medio de la oscuridad y di unos pasos hacia el baño pero no llegué porque tropecé con algo y caí al piso. Hubiera esperado que con el ruido que estaba haciendo apareciera alguien, aunque no fue así. Oscuridad y esos terribles cantos.

  Tuve un feo presentimiento que, entre el dolor de cabeza y los gritos, no terminé de identificar. Me quedé sentada en el suelo hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra y vi lo que parecían cortinas de una ventana. Las abrí de par en par.

  No sé qué esperaba ver. Creo que en el fondo de mi mente ya me había dado cuenta que no estaba en mi casa. Pero la vista igual me impresionó. Una ciudad de edificios viejos y torres de mezquitas hasta donde me alcanzaba la vista. Eran las 5 de la mañana y lo que me había despertado era el llamado a la oración en alguna ciudad del mundo, que me contemplaba a través de la ventana. A mis espaldas, una habitación desconocida a la que no tenía idea de cómo había llegado.

  En unos pocos segundos, mi mente corrió de idea en idea, de historia en historia y entendí todo. No pude evitar una sonrisa triste.

  Del otro lado del mundo, en mi habitación, mi madre descubría afligida un libro abierto sobre mi cama: Las noches de Estambul. Como había sucedido con la abuela Amelia muchos años antes, su hija se había perdido en un libro.

30 de enero de 2012

Las Hormigas


    Olga había dado la orden de dejar el baño en perfecto estado, aún sabiendo que estaba invadido de hormigas. Los insectos, que eran rojos y gordos, habían traído tierra de vaya a saber donde y habían tapado las cañerías. Asomaba por la boca del desagüe, entre los azulejos blancos, un montículo terroso y varias cabecitas vigilantes. Don Aurelio se negó a contratar un plomero que realizara la tarea, dijo que había asistido a varios cursos de fontanería avanzada y que no había necesidad de traer a nadie. El baño se limpió, se fregó y se lustró. Las hormigas desaparecieron por donde habían venido y el ojo supervisor de Olga determinó que había sido una tarea satisfactoria. Don Aurelio sonrió para si mismo y se puso las manos en los bolsillos.

    Al día siguiente, con la casa inundada hasta los tobillos, llamó a un plomero.

29 de enero de 2012

El viaje


-Un viaje consiste en trasladarse de un lugar a otro. Aunque hay acepciones muy diferentes, ésta es la más aceptada. Involucra a un sujeto, movimiento y un medio de transporte que puede ser tan variado como un caballo o el magnífico AVE.

Es el propósito de un viaje llegar a destino. Pero hay veces que el recorrido en sí es tan especial que se convierte en un destino propio. En tales ocasiones, el motivo de alarde al compartirlo con otros deja de ser el “estuve en” para pasar a ser el “viajé por” (que es lo mismo que decir que uno recorrió un lugar, no solo como consecuencia indivisible de la acción de trasladarse, sino como motivación en sí, prestando atención a los paisajes y tal vez, deteniéndose a tomar fotografías).

Podría sonar incongruente el hecho de que un viaje sea un destino, pero suele darse que el destino de una persona sea simplemente viajar. Aunque, si se entiende viajar como trasladarse de un lugar a otro, parece evidente que será ese el destino todo el género humano, ya que es muy difícil llevar una vida sin transportarse de un lugar al siguiente.

Aun así, supongamos que una persona consigue pasarse toda su existencia sin movilizarse, ni siquiera un ápice; supongamos que esté absolutamente detenida. En ese caso cabría utilizar la segunda acepción de viaje, referida a algo más espiritual o intelectual y convenir que, aunque tal persona haya logrado no moverse en toda su vida, es posible que igualmente haya realizado viajes que lo llevaron de un lugar a otro en su intelecto o en su espiritualidad.

Por lo tanto, nuestro razonamiento tiene que concluir que todos los seres humanos estamos viajando. Socialmente usted pueda no ser aceptada cuando diga que está viajando, si está quieta en un sitio. Existe la posibilidad de que consideren que está utilizando drogas.

Así que, volviendo al tema que nos ocupaba, es recomendable que se refiera a un viaje cuando tenga pensado llegar a cierto destino o cuando realice un recorrido memorable. Siendo todos éstos lugares físicos y no los que estén en su imaginación.

-¿Cuánto falta?- preguntó la niña, que no entendía de teorías, ni de destinos pero que, aun así, ya tenía su propia concepción de lo que significaba viajar. El chófer sonrió.

Algunas veces


  A veces, uno está ahí, en su vida normal, un día cualquiera, en una situación cotidiana… (quizás bañándose, poniéndose champú en el pelo) cuando, de repente, de la nada, aparece como una ola gigante, un tsunami de información y de sensaciones que arrasa con todo lo que estaba en la mente.
  Tomado por sorpresa y profundamente abatido, uno detiene su actividad cotidiana, sin quererlo,  y mira alrededor, las cosas revueltas que dejó la ola, sin entender qué acaba de pasar y con solo una duda en la mente: ¿Cómo llegué hasta acá?
  "Cómo llegué hasta acá". Que puede ser o no un lugar físico. Una duda que lo mantiene a uno en la incógnita, en el miedo y en la desorientación. Entonces, vuelve a mirar alrededor… sigue el camino que dejó la ola. Uno ve los pequeños pasos que dio y los grandes, los aciertos y las equivocaciones, las cosas y las personas que fueron pasando. Y, finalmente, después del veloz recorrido, llega al exacto lugar y momento en el que se encuentra.
  ¿Y ahora qué? Se pregunta descorazonado. Ahora que ya vio y recordó y entendió todo lo que pasó. ¿Ahora qué?
  Ahora… la crema de enjuague.

El jíbaro y el tiesto


  La lluvia golpea en los vidrios de las ventanas y el viento hace remolinos de hojas en el patio de una casa. Sentado en un viejo sofá, un señor contempla una fotografía.

  No sabe cuánto tiempo lleva ahí sentado. No escucha la lluvia ni siente el viento. La fotografía con sus bordes gastados de tanto tocarla, lo tiene abstraído. En ella, de pie, el señor y un jíbaro. De fondo, la espesura de la selva.

  El señor ya no está ahí. Se encuentra en otro tiempo y a miles de kilómetros. Una aventura, una excursión planeada con tanto cuidado y que, sin embargo, salió mal. En una noche de tormenta el grupo se perdió. Se desesperaron, enfermaron, se fueron muriendo. Él se alejó de todo eso porque quería sobrevivir. Y vagó por la selva. Nunca supo si pasaron días, semanas o meses. Una tarde, aparecieron, justo al lado suyo, unos pies. Pies que se convirtieron en toda una persona. Un jíbaro. Los había visto en algunas revistas.

  La lanza que sostenía apuntaba directamente a su pecho y, con una mirada desafiante (aunque ¿cómo podía él interpretar las miradas de los jíbaros?), le indicó algo. La selva, que siempre parecía tan llena de sonidos, se quedó esperando. "Sígame" fue la muda indicación, y así lo hizo el señor. Tenía miedo pero también estaba maravillado. Ahí, en medio de la selva, siguiendo a un jíbaro que probablemente iba a matarlo. Era una historia que superaría cualquiera de las que solían contar sus amigos las tardes de cartas.

  No lo mató, lo llevó a una pequeña población en un claro de la selva. Lo mostró como quien muestra una presa de caza. Lo contemplaron, lo alimentaron, le hicieron dormir en una choza de caña. Y así pasaron los días. Cuando aprendió las actividades de los habitantes, los copió y los ayudó. Y ellos le dejaron. Les fue regalando todo, solo guardó su libreta, en la que escribía lo que iba sucediendo.

  El último día, aunque él no sabía que era el último, sacó la cámara de fotos. Fotografió la aldea y a los jíbaros en su vida cotidiana. A la mañana siguiente, pusieron en su mochila agua, alimentos y una bolsa de semillas. Uno de ellos le hizo otra vez la seña. Se despidió de la población en silencio como cuando había llegado. El jíbaro lo guió por la selva durante mucho tiempo.

  Volvió a la civilización. A su casa, a su patio. Escribió un libro contando la historia. 

  Ahora levanta la mirada de la fotografía para ver hacia el fondo del patio. Húmedo, bajo la lluvia, yace el tiesto en el que sembró las semillas.

26 de enero de 2012

Crónicas españolas: Granada, la que no es fruta


Hay cosas que son difíciles de imaginar. Sobre todo cuando no tenemos demasiada información sobre ello. En mi caso, la palabra misteriosa era Alhambra. Sabía que era un edificio, sí, y también uno de los atractivos turísticos más importantes de España. Pero no tenía idea de qué era. No sabía si imaginarme una mezquita, un gran jardín o un quincho (me refiero a una construcción que no tiene paredes).

Esa duda que no llegaba a convertirse en curiosidad, me mantuvo alejada de la ciudad de Granada por muchos años. Contestaba a los reclamos sobre por qué no había ido nunca al sur de España, diciendo que había conocido Asturias y tantos otros lugares menos visitados. Pero en el fondo de mi mente sabía que iba a llegar el día de visitar la vasta Andalucía.

La venida de mi madre impulsó (con lo que cuesta) una nueva escapada turística. Solo puso una condición: viajar en tren (difícil desprenderse de ese transporte tan querido por los que viajamos a Buenos Aires en el “rápido”, y que además, en Europa se disfruta).

¿En tren a dónde? Era el momento de ir al sur de España. Un Sur que no se corresponde a lo que uno entendería, es un sur con temperaturas cálidas, playas, ambientes muy relajados y alegres, y lugareños más volcados a las actividades de esparcimiento que al trabajo. Digamos que acá, el sur (que es la amplia comunidad de Andalucía) vendría a ser el equivalente a nuestra zona de Tucumán y Santiago del Estero. Sin ofender a nadie, que cada uno se haga cargo de las caracterizaciones geográficas que le toquen.

Allá fuimos a la estación de Atocha y en tren hasta la famosa ciudad de Granada. No habíamos averiguado mucho sobre las cosas turísticas, debido a nuestra actividad frenética de los días anteriores, pero sí teníamos hotel y las entradas a la Alhambra, que deben comprarse con antelación.

De la estación de Granada y siguiendo los consejos de mi hermano, caminamos unas cuantas cuadras hasta llegar a nuestro hotel “Don Juan”, un reducto de la tercera edad pero muy cómodo y convenientemente ubicado. Después de instalarnos, actividad que para mí constó en tirarme en la cama y para mi madre en ordenar pulcramente el contenido de su valija en el placard, salimos a pasear. Caminamos unas cuadras hasta llegar al centro, mapa en mano, porque siempre es difícil orientarse en las ciudades viejas de España. Con esas callecitas flacas que tienen y que siguen cualquier cosa menos una línea recta.

Llegamos a una plaza muy linda rodeada de “terrazas” (acá llaman así a las mesitas que los restaurantes y bares ponen en las veredas) y con un muy oportuno hambre. ¡A elegir menú del día! Dos vueltas y media después, nos sentamos a almorzar: gazpacho, tortilla de patatas, paella y de postre, natillas. Pero grande fue nuestro asombro cuando vimos, sentada a unos pocos metros, otra mercedina como nosotras. Intercambiamos besos, abrazos y charlatanerías varias, tan sorprendidas.

Vagamos por las calles de Granada mirando los hermosos edificios antiguos, restaurados, pintados de colores, y los puestitos de artesanías y recuerdos. Se respiraba el aire árabe de la ciudad.

Granada, como la extensa mayoría de los territorios españoles, fue ocupada por los árabes por casi 800 años. Durante la creación del Reino de Granada, en la época de los reyes nazaríes, se impulsó el crecimiento y la riqueza de la ciudad, se amuralló el barrio del Albayzín y se construyó la ciudad palaciega de la Alhambra. Y así se mantuvo, entre riquezas y arquitecturas árabes, hasta el año 1492 en que los reyes católicos reconquistaron las tierras. Gran año para los españoles, ahora que lo pienso, entre descubrimiento de América y la reconquista a los árabes. Fue el año más productivo de su historia.

Durante la reconquista española fue cuando el rey Boabdil (último rey árabe de Granada) tuvo que escuchar de su madre la famosa frase “llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. Jodida la vieja. Aun así, pasarían muchos años hasta que se lograra la expulsión de los musulmanes o su conversión al cristianismo. En medio de tanto merengue racial y religioso, la ciudad de Granada nunca se desprendió del todo de sus costumbres árabes y musulmanas.

Nuestro primer destino turístico fue la Catedral, una obra del renacimiento español, con altísimas cúpulas, enormes columnas y dos órganos dorados que sobrepasan la imaginación.

Desde ahí, caminando por la hermosa Avenida Colón, llegamos al Patio del Carbón, un lugar antiquísimo que conserva la estructura de madera utilizada en la época musulmana. Paramos a comer unas deliciosas castañas impelables (como todas las castañas) y luego a tomar dos litros de agua, porque estaban muy saladas. Pronto seguimos viaje hasta la Plaza Nueva, donde se encuentran algunos de los edificios administrativos de la ciudad. Nos metimos por unas callecitas que subían y bajaban hasta la calle de las “teterías”, donde las tiendas de artículos del mundo árabe y las casas de té inundan la inexistente vereda. Era como estar caminando por otro país, con carteles promocionando baclavas y humus, pequeños locales llenos de lámparas de colores y vistosas telas bordadas.

Esa noche contratamos la entrada a un “tablao” flamenco, para ver el show de baile y música local. Primero visitamos en tour el barrio más antiguo de la ciudad, el Albayzín, que conserva el trazado de la época musulmana. Recorrimos sus calles escalonadas y de adoquines hasta llegar al mirador desde donde se ve iluminada la Alhambra. Nos divertimos escuchando a la guía turística y tratando de adivinar qué decía en inglés. Las oraciones más insólitas salían de su boca, y tenían tan poco sentido como las caras de los pobres no hispano-parlantes que la seguían. Como dirían en acá en España “se enteraron, de la misa, la mitad”.

El tablao flamenco, resultó ser lo más parecido a una cueva. Sí, se entraba por un local, como si fuera una taberna y, pasando la barra y media familia gitana (con sus respectivos dientes dorados), nos encontramos con el “escenario”. Una cueva, como les digo, con el techo abovedado y múltiples fotografías enmarcadas y demás abalorios en las paredes. Las sillas (de paja y pintadas de colores) me hicieron acordar a los actos del colegio.

Subió un grupo de personas al escenario. Un señor con una guitarra y varias “bailaoras” vestidas con el atuendo típico: esas polleras con bolados y lunares de colores. Al son de la guitarra y las palmas, aderezados con algún que otro “olé”, empezaron a bailar, de a una, las mujeres flamencas. Un espectáculo increíble. La música se te mete en las venas y te dan ganas de bailar, ahí sentado en la silla de paja. Luego vinieron las castañuelas y los zapateos, tan rápidos que parecían de esas fotos que dejan estela. En definitiva, un show que, aunque me pareció un poco precario (y luego me vine a enterar que son todos así, es parte de su encanto) vale la pena ir a ver. Es fascinante. Aun cuando el lugar, el olor a axila y las bebidas de dudosa procedencia, me dieron un no sé qué.

Al día siguiente, desayunamos el famoso pan tumaca (que es una tostada con aceite de oliva y pulpa de tomate encima) y nos fuimos a recorrer más Granada. Caminamos por hermosas avenidas arboladas, donde los señores se sentaban a leer el diario y a charlar. Pasamos por plazas, por un mercado de artesanías y por el “barranco del abogado” que, quiero pensar, no será un lugar de donde arrojar a tan ilustres letrados. Y llegamos al puente árabe sobre el río Genil. El puente es de origen romano, construido en el siglo XII y cruza un río verde, ancho y casi sin corriente, donde se reflejan las construcciones de la orilla.

A la tarde nos esperaba la Alhambra. Tomamos un colectivo pequeño que nos subió hasta lo alto de la ciudad. Mientras hacíamos tiempo (porque la entrada a la Alhambra tiene turnos, uno de mañana y otro de tarde, y abren las puertas a las 14 horas) nos sentamos en un banco a comernos unos sándwiches y a ver cómo la gente hacía cola… porque a las personas les encanta hacer colas. Les da una sensación de seguridad con respecto al mundo que las rodea, como diciendo “para lo que sea que estemos esperando, yo soy el séptimo”. Ah… el universo está en paz.

14:05, cuando la cola se había desintegrado, entramos a la Alhambra. ¿Qué es? Bueno, resulta que es un complejo palaciego y fortaleza que alojaba a los monarcas del reino nazarí, durante la ocupación árabe en España. Es tan famosa y visitada porque constituye el más bonito ejemplar de la arquitectura andalucí, tanto en sus edificios como en sus jardines.

Y empezamos recorriendo el Generalife, una villa con jardines ornamentales, totalmente integrada con la naturaleza que la rodea, que utilizaban los monarcas como zona de retiro y descanso. Claro que eso resulta absurdo hoy en día, ya que queda a unos escasos 100 metros de los palacios principales. Mucho retiro no habría si te podían ver desde el dormitorio.

-¿Dónde está Yusuf?
-Se retiró por un tiempo, a meditar sobre los pantalones babucha.
-¡Yusuuuuuuuuuuuf!- gritaba la esposa por la ventana- ¿Vas a venir a cenar?

Los jardines del Generalife son espléndidos. Hay galerías llenas de flores de todos los colores, que impregnan el aire de fragancias. Y también son inmensos, así que hay que armarse de paciencia (y de un mapa) para recorrerlos enteros.

Luego están los palacios nazaríes, que son magníficos y todos parecidos. Tienen ese encanto de Las Mil y Una Noches, con piletas de agua que parecen espejos, donde se reflejan los arcos mudéjares (esos que tienen piquitos). Todo es de color arena, como el desierto, pero decorado con flores, palmeras y fuentes de todo tipo. Los palacios tienen muchos cuartos, largos pasillos y siempre un patio interno con este tipo de adornos.

El primero que vimos fue el llamado Mexuar, que se usó como audiencia o sala de justicia y que, con todas estas características tan típicas del estilo árabe, es un pobre anticipo de lo que veríamos después. La Torre de Comares y la Sala de los Abencerrajes son las dos cosas más impresionantes de la visita. En la primera, que se usaba para las audiencias privadas del sultán, las paredes se encuentran recubiertas de grabados y decoraciones. No hay un solo espacio que  no esté tallado con versículos del Corán, poemas y frases de alabanza a Alá. Es de una belleza deslumbrante y no alcanzan los ojos para ver tantos detalles. Otra de las cosas alucinantes es el techo, a 18 metros de altura, que es una representación del universo, hecho de madera  y formando estrellas superpuestas para simbolizar los siete cielos de la cultura musulmana.


Es muy famoso el Patio de los Leones pero no pudimos verlo más que en fotos, ya que estaba en restauración. Tiene una fuente central, sostenida por 12 leones que representan las 12 tribus de Israel. La Sala de los Abencerrajes, totalmente ornamentada en oro y cerámicas de colores (y originales) era la estancia privada del sultán y no tiene ventanas, así que la luz entraba por la parte superior, iluminando toda la habitación y cambiando de tonalidad durante el día. Desde el llamado Partal se tiene una vista estupenda de la ciudad de Granada, junto con la belleza misma del lugar, una pileta de agua que refleja el cielo y las palmeras que la rodean. También se pueden visitar los baños (para los musulmanes son muy importantes) que son copias de los baños romanos. Y el Palacio de Carlos V, una construcción definitivamente distinta al resto y que funciona como museo y sala de exposiciones.




Hay además múltiples torres, patios, paseos y miradores. Es un lugar para pasar el día y además, caminando. Todo el conjunto es increíble y está situado en lo alto de una colina, con lo cual, la vista de la ciudad por debajo es preciosa. Sí, al final de la visita estábamos fastidiadas y nos dolían las patitas. Nos comimos un helado, una actividad sumamente feliz.

La Alhambra es, sin duda, el monumento más visitado de Granada. De gran importancia histórica, creo que es la belleza de su estilo arquitectónico y de sus jardines lo que más atrapa. Dentro del estilo mudéjar, éste es su mayor exponente en el mundo occidental.

Pero también, la ciudad de Granada es muy linda y tiene mucho de lo que maravillarse. Las calles y las plazas de la ciudad son espléndidas, limpias y decoradas con flores; el barrio de teterías árabes, iluminado por esas lamparitas con vidrios de colores, adornados con las alfombras, los almohadones, todo bordado con destellos dorados; y el flamenco, tan lleno de entusiasmo y de pasión, que le hacen creer a uno que puede dar palmas coordinadamente. Granada ha sabido aprovechar lo mejor de su historia y de su cultura, es una maravilla.

El último día desayunamos mientras todavía era de noche (se nota que se venía el otoño), en un bar que estaba terminado de armar las mesas. Pan tumaca y una buena taza de té con leche (había que ponerle el acento británico al desayuno, sino se nos espesa la sangre en las venas). De vuelta hasta la estación de tren caminando, cuatro horas de viaje y llegamos a Atocha y a los atascos de viernes por la tarde en Madrid. No es “home sweet home” pero se parece bastante.