27 de marzo de 2012

Crónicas turcas: Comienzos en la ciudad bicontinental

Estambul tenía que aparecer lenta y claramente… pero se hizo un bollo. Lo primero fue que el avión se aproximó a la ciudad “por el lado incorrecto”, entonces Ale no sabía bien qué era lo que estábamos viendo. Yo, ni lo intentaba. Solo atiné a preguntar “qué agua es esa?” y se me contestó una de las dos opciones que ya sabía: el Mar Mediterráneo o el Mar Negro. Igualmente, tampoco era el Mar Mediterráneo estrictamente hablando. Los turcos lo llaman Mar de Mármara. Pero es como hacer la distinción entre el Mar Argentino y el Océano Atlántico, solo nos importa a los argentinos.

Con todo lo que me suele gustar la comida de avión (creo que tiene algo que ver con que todo está en su envoltorio y cada cosa en su lugar, es una comida ordenada en la que ves desde la entrada hasta el postre… el aleph de las comidas) la del vuelo Madrid-Estambul estuvo incomible. Hasta para Ale. Así que comimos pan con manteca y un quesito de estos de sabor internacional.

Llegamos al aeropuerto y nos estaba esperando un señor bigotudo con un cartel con nuestros nombres. Mi nombre había llegado a Estambul antes que yo. Eso es nuevo. El señor nos dijo “Hola” entonces le preguntamos si hablaba español. “No”, contestó, y pasamos abruptamente al inglés. Viajamos en un auto-combi por la ciudad mientras se ponía el sol. No reconocí nada de mi luna de miel. Tal vez la torre de Gálata, pero aún así no me impactó ningún recuerdo especial.

Estambul es la ciudad en la que se encuentra la división entre Europa y Asia. Esa división es el Estrecho del Bósforo, una lengua de agua que conecta el Mar de Mármara, con el Mar Negro. Así que la ciudad queda dividida en dos, la parte europea, que tiene todo el centro histórico y que, a la vez, está surcada por un río llamado Cuerno de Oro; y luego está la parte asiática, más residencial. Cruzamos toda la parte europea y el puente hacia el lado asiático, para llegar al barrio de Üsküdar, donde están las oficinas de Ale y, temporalmente, nuestro hogar en forma de hotel. El Volley Hotel. Ya se van a enterar por qué.

Un botones parecido a un pequeño boxeador nos ayudó con las valijas. Las arrastró vigorosamente por el hotel, sin hacer caso a las insistencias de Ale. Primero, el horror: la llave no andaba. Como si no lo supiera. Siete meses de vivir en el Holiday Inn de Puebla, México, me enseñó la facilidad con la que se desmagnetizan esas llaves-tarjeta. Las coleccionábamos. Al principio los de la recepción nos preguntaban “¿la acercó al teléfono celular?” pero, a medida que fueron pasando los meses, nuestras facciones se convertían en puro odio al llegar a la habitación y comprobar que, una vez más, la llave no andaba. Ninguna de ellas. Entonces las arrojábamos sobre el mostrador de la recepción ante la mirada atónita del mexicano de turno y ya no se animaban a preguntarnos nada.

Así que tuve un poco de pena por el pequeño boxeador que corría por los pasillos rumbo a la recepción para reconfigurar nuestra llave-tarjeta. Mientras lo esperábamos apareció otro que, con una llave que sí abría, se acercó a la puerta. El mini boxeador volvía corriendo con una tarjeta en la mano y se encontró, casi con decepción, que ya otro había abierto la puerta y ahora encendía las luces.

Al principio pensé que la heladera (esas heladeritas de habitación de hotel) estaba en un lugar un poco inconveniente, el medio del pasillo. Pero no puedo decir que me haya llamado demasiado la atención. Sí me di cuenta que había algún problema cuando el señor con la llave correcta y el mini boxeador se pusieron a dar alaridos de sorpresa mientras zarandeaban las manos en torno a la heladera.

Seguía yo en otro mundo, mientras a ellos le daba un ataque. Me senté en la cama, cansada como estaba y le pregunté a Ale qué pasaba. “La heladera como que… se salió”, contestó sorprendido de que yo no hubiera notado todas las bebidas y demás productos que  estaban alineados en una mesita.

Largué la carcajada. No pude evitarlo, me tenté de risa mientras miraba la heladerita  que parecía haber intentado huir del hueco en el que le correspondía quedarse. Me imaginé por un momento a la heladera en plena fuga y, a la vez, acomodando los productos encima de la mesa.

El pequeño boxeador y el de la llave correcta me miraron y me dio cosa que pensaran que me reía de ellos. Intenté concentrarme en otra cosa que no fuera la heladera prófuga, pero era muy gracioso.  Decidieron cambiarnos de habitación. Cuando ya se iban, habiendo comprobado que todos los electrodomésticos estaban en su correcto sitio, el mini boxeador le dijo a Ale que lo invitaba a un partido de vóley que había en una hora. No entendimos demasiado. No sabíamos si quería que Ale jugara con ellos al vóley o había un partido importante que ver en la tele.

Cuando bajamos al bar del hotel, con la vaga esperanza de comer algo más que las papas fritas que Ale había abierto en la habitación, vimos que el ambiente estaba un tanto agitado. Todos parecían… apurados. Los seguimos. Subimos una escalerita y nos encontramos con una impresionante cancha de vóley techada. ¿O se dice estadio?

Se disputaban alguna clase de titulación los equipos de vóley femenino: Galatasaray vs. Tomiz (de Rumania). Como diría mi primo “Partidazo!” jajaja. Las jugadoras medían 6x3 metros. Rápidamente nos decidimos a apoyar al equipo local. Sobre todo cuando vimos la hinchada, una horda descontrolada hombres que cantaban y sacudían banderas. No sabía que el vóley despertara tanta pasión.

No consideraba necesario poner quién ganó pero, de repente, me acordé de mis lectores masculinos. El Galatasaray, por muy poco, estuvo peleado.

Por un momento creí que tenía una visión porque vi un cartonero pasando a toda velocidad por la calle frente al hotel. Un cartonero, con un carro lleno de botellas de plástico y cartones. Verán, la calle tiene una pendiente bastante pronunciada, así que se paran con un pie en una botella de plástico que ponen en el suelo y se deslizan cuesta abajo, usando ese pie como timón, protegiéndose la zapatilla con la botella, y haciendo un ruido terrible. Cartoneros fórmula uno.

De cena, comimos unos sándwiches muy raros y yo me tomé mi primer çay (té). La televisión turca fue una completa pérdida de tiempo porque, los programas que no estaban en turco, estaban en alemán. Grandioso. Terminamos viendo por un rato la propaganda del Easy Off Bang, que acá también existe, por lo visto.


Cuando corrí las cortinas por la mañana, dándome cuenta que no había oído el primer llamado a la oración (es como a las 5 y media), contemplé azorada la vista desde mi habitación: un gran terreno con algunos camiones y, más atrás, un bosque. ¿Un bosque? ¿Pensé que estábamos en plena ciudad? Después miré mejor el bosque y resultó que era un cementerio. Tanto mejor.

No pudo haber sido semana más ideal para que, en el taller de escritura, la tarea fuera escribir un “cuento raro”. Con esas vistas, imposible no encontrar la inspiración (el cuento “Invitados”).

Desayuné en el último piso del hotel, con el equipo del Tomiz, mientras veía la ciudad y, lejos, el agua. Vaya a saber uno qué agua. Hasta que mire bien en un mapa, no lo sabré. Tampoco colaboran acá en el hotel con mi cultura porque me contestaron, con descaro, que no tenían un mapa. Un mísero mapa. Debería darles vergüenza. Seguro que si le decía al pequeño boxeador, habría ido trotando por la ciudad hasta dar con uno.

Lo que desayuné no supe si era té o café. Una rareza de las infusiones. Después determiné que sería te, porque había un gran cartel en el termo que era de café. Acompañé mi té con un plato de papitas al horno, aceitunas, un rollito de jamón y queso y un pan. Un desayuno de lo más absurdo, lo sé, pero debo probar especialidades locales. 

Por la tarde caminé hasta la oficina de Ale, a escasas cinco cuadras y, aún así, logré perderme. Después me hallé, por suerte, y fuimos a ver el primer departamento de lo que será la búsqueda del nuevo hogar.

Poniendo riesgo mi escaso conocimiento de turco, me atreví a sentarme en un bar con mesitas en la vereda para almorzar. El menú tenía fotos. Comí un dürüm de pollo, que es como una gran tortilla rellena de pollo y verduras… no muy lejos de los tacos. También pedí un agua y contesté que “sí, quiero un té”. Un logro para mi primer choque cultural con la vida salvaje turca.


El mapa lo tomé prestado de http://bigapple.forogratis.es/estambul-capitulo-1-llegada-t2292.html

22 de marzo de 2012

Invitados


No sé. Es lo que veo por la ventana. Al principio pensaba que iba a haber casas, puertas, autos. Pero solo hay un espacio vacío y luego los árboles esos que forman un bosque. ¡Un bosque! Es que es insólito. No lo puedo creer.

Ahí miré bien el bosque. No es un bosque, es un cementerio. Y, entremedio de las tumbas y los sarcófagos, hay árboles. Me pregunto si las raíces le hacen algo a los muertos ahí enterrados. Se deben estar metiendo en los cajones, abriendo las tapas.

El espacio vacío sigue vacío. Pero ahora hay unos camiones y ayer, cuando se ponía el sol,  distinguí una casita de chapas. Hasta me parece ver gente. ¿Serán los dueños de los camiones o los cuidadores del cementerio?

El hombre que está en la puerta de la casucha me está mirando. No sé como puede verme si estoy detrás de estos vidrios oscuros. Se quedó ahí parado mirándome y después se metió dentro de la casa. Bueno, casa, lo que se dice casa, no es… Es un cuadrado de chapas, no puede tener más de dos metros de alto.

Los camiones no se mueven. Llevo días mirándolos pero no se han movido ni un ápice. Están cubiertos de tierra como si no se hubieran movido en mucho tiempo. Sin embargo, estoy segura que el primer día no los vi. Estaba el espacio vacío sin los camiones ni la casucha.

Estaré loca, porque me parece que cada vez hay menos árboles. Al principio era un bosque. Ahora casi los puedo contar. Son ciento diecinueve, más o menos. Las tumbas no las puedo contar, deben ser miles. Y hay gatos entre las tumbas que, de noche, duermen en los camiones. No los veo, porque cuando oscurece, no se ve nada por la ventana. Pero sé que duermen en los camiones. Hay marcas en la capa de tierra que los cubre.

Hoy no vi ni gatos ni al señor de la casucha. Solo había un hombre que caminaba por el espacio vacío con bolsas. Una blanca y una negra. Y arrastraba los pies, así que se le formaban nubes de tierra alrededor mientras caminaba. Iba caminando lentamente hasta el final del espacio. Cuando llegó al marco de mi ventana, desapareció.

Mientras dormía, me tocaron la puerta. Escuché el ruido entre sueños y, cuando me desperté, ya no escuchaba nada. Se habían ido. Pero yo sé quienes son. Son los que viven en la casucha, vienen a verme de cerca porque saben que los miro y que escribo sobre ellos. Menos mal que dormía porque no se me ocurre qué decirles.

Creo que los gatos vienen del cementerio. Cruzan el espacio vacío para dormir en los camiones, pero vienen del cementerio y de los árboles. Salen de adentro de las tumbas. Trepan por las raíces de los árboles y llegan a la superficie. Me parece que la gente de la casucha les tiene miedo. Cuando hay gatos no hay gente.

Ahora sé lo que llevaba el hombre en las bolsas. Eran gatos. Uno blanco y uno negro. A veces los gatos se mueren durante la noche y las personas los encuentran, como dormidos arriba de los camiones.

El señor de la casucha me estaba mirando de nuevo. Lo saludé con la mano, sabiendo que era imposible que me viera a través de los vidrios oscuros. Pero levantó la mano. Me asusté y cerré la cortina. Porque de noche, ellos me ven a mí.

Cuando abrí las cortinas esta mañana no estaban los camiones. Alguien me tocó la puerta y me di vuelta sin pensar en la gente de la casucha. Puse la oreja en la puerta y escuché una respiración. No abrí.

Pasaron una cuantas horas y no pude con la curiosidad. Detrás de la puerta había una bolsa. No me hizo falta mirar para saber lo que había adentro. Malditas personas de la casucha. Maldito el hombre que levantaba tierra con los pies. Él llevaba dos bolsas, ¿dónde está la otra?

Hoy salí de la habitación. Agarré la bolsa y caminé por los pasillos, bajé las escaleras, llegué a la puerta principal. El espacio vacío era más grande desde abajo, y no se veía el cementerio. Caminé por la tierra, entre los camiones, y vi las marcas que dejan los gatos. Llegué a la casucha y golpeé la puerta de chapa. El señor me abrió. “Al fin”, dijo y me estiró la mano.

Le di la bolsa y me hizo señas de que entrara. Nos paramos junto a una ventana que tenía la casucha, era mucho más chica que la mía, la de la habitación. Miramos juntos hacia el cementerio. “Son ciento diecinueve árboles”, me comentó. Y vimos como los gatos empezaban a salir de las tumbas.


20 de marzo de 2012

Crónicas españolas: La ciudad que nos malcrió

Las ciudades tienen sus rutinas, sus tiempos; y Madrid no es una excepción. Pero el paso de los tiempos latinoamericanos al tiempo europeo se nota. Todo baja un cambio. Tal vez la razón sea que las cosas funcionan mejor, la gente tiene menos de qué preocuparse… aunque siempre encuentren motivos para ello.

Y es verdad. Que ciertas cosas funcionen bien hace que uno descanse. Descanse de la inseguridad, de la inestabilidad, de la injusticia y de la apatía de la que venimos, al menos yo. Las mentes quedan un poco más despejadas para pensar en otras cosas. Las mentes y los noticieros, que pueden pasarse media hora entre reportajes por el clima (con entrevistas a los peatones para saber su opinión), las alergias de la primavera (con más entrevistas y quizás algún estornudo en vivo) y la ofensa de la princesa porque cierto presidente no la saludó (y una encuesta on-line sobre la opinión de los televidentes).

Madrid todavía no es primer mundo pero, los que venimos de tan lejos, tenemos que quedarnos un buen rato para encontrar cosas que criticar. Y quien busca, encuentra, desde luego. Podría hablarles de la crisis, de ETA, de la discriminación, de las drogas, de los que asocian la bandera española con el franquismo, de los cómodos indignados, etcétera; porque problemas hay en todos lados. Pero, en cambio, prefiero destacar aquellas cosas que hacen que valga la pena venir y quedarse.

De los bares ya hablé y, aunque desapareció el humo, siguen quedando los papelitos en el suelo, las cañas (cervezas) de parados y los gritos de los camareros (alguien me dijo que “mozo” se lo toman a mal). Pero los madrileños son así, ruidosos y cariñosos, con una copa en la mano y un poco bestias en sus modales. También los hay elegantes, pero no se imaginen a María Eugenia de Chikoff. Hasta el rey a veces me parece un poco bruto (con respeto, Don Juan Carlos, no se me vaya a ofender). Y, por supuesto, las azafatas de Iberia, que se encargan de trasladar algunos de sus bellos modales al mundo internacional. No se ofendan si me ofendo cuando me tratan mal, es que los latinoamericanos somos así, un poco sensibles.

¡Y el inglés! Como han renovado la lengua inglesa por estos lados. Viene en dos cómodas versiones: el inglés con pronunciación nativa y las palabras inglesas españolizadas. Ni hace falta buscar ejemplos, los encuentra uno por todos lados. Cómo me he divertido leyendo y escuchando palabras como “güifi” (wifi), “udos” (U2), “deuvedé” (DVD), “gofre” (waffle) y “espíderman” (Spiderman). Aún así, uno las termina diciendo porque, reconozcámoslo, es muy gracioso. Ni hablar cuando me tocaba deletrear mi apellido… que termina en “uvedoble”, la de “güifi”, ¡jajaja!

Destacando otro aspecto cultural, me sorprendió gratamente la cantidad de gente que lee en el metro (subte). Son muchos los que van con su libro o su libro electrónico, de parada en parada, leyendo sin levantar la vista. Eso me encanta, ¡yo misma lo hago! Y el metro… tan limpio, funciona tan bien, llega tan lejos. Una locura de transporte. Diría que le perdí el miedo a quedarme sola en las estaciones y todo. Eso si, hay que tener en cuenta que cierra como a las dos de la mañana, que una vez nos quedamos encerrados en Plaza Castilla.

También me gusta que haya tanta gente “grande” por Madrid. Eso habla bien de la ciudad. Yo no me había dado cuenta hasta que me lo dijo una amiga a las primeras semanas de llegar. Tenía razón, hay mucha gente mayor por todos lados. Paseando por los parques, sentados en las fuentes de La Vaguada, tomando café en los bares. Y como tengo una abuela que en unos meses cumplirá 90 años (una lectora fiel), sé que para que la gente mayor ande por la calle, tome el transporte público, vaya a comer afuera, todo tiene que funcionar bien y tener precios adecuados.

De eso me hizo dar cuenta Maru y también de la falta de “Guía T”, ese librito tan preciado en Buenos Aires, con las rutas de los colectivos, las paradas, las direcciones. Parecía imposible pensar una vida sin Guía T (o sin kiosquero, para el caso, que se supiera de memoria las rutas de los colectivos), ¡pero existe! No tengo idea a quién preguntarle por un autobús en Madrid, nunca me tomé otro que no fuera el que iba a la casa de mis suegros, al pie de la sierra, en un pueblito llamado Soto del Real. Pero algo me dice que todo el mundo lo busca simplemente en internet.

“Las zonas de marcha”, como llaman acá a los barrios para salir, siempre están repletas de gente. Sea invierno o verano. Dentro de los bares, de las cafeterías, de los restaurantes, en las terrazas, en las veredas. Los madrileños aman sus salidas, podrían vivir en la calle las 24 horas del día. Tanto las aman que los viernes se deja de trabajar a las tres de la tarde. Puf, ¡desaparecen!

Se van a comer, siempre están comiendo. Como para no, con la cantidad de cosas ricas que hay por todos lados. Y esa costumbre de las tapas… le pasan el plumero a los amarettis que te dan con el café o a los maníes con la cerveza en Buenos Aires. ¡Acá se come! Las tapas más frecuentes son las aceitunas, la tortilla de papas y la chistorra (un chorizo finito frito). La comida light no va con la tradición española y está bien, porque los inviernos son crudos y la gente tiene hambre. Sin ir más lejos, los menús del día, (que come todo el mundo a mediodía) consisten en entrada, plato y postre. Y cosas tan consistentes como guiso de lentejas, spaguetti boloñesa, huevos revueltos con jamón; eso de entrada nomás.

Se me prohibió decirle fiambre al jamón serrano, ¿estará bien decirle chacinado? Como el jamón serrano, el lomo, la morcilla de burgos, el chorizo colorado y tantos más que es imposible nombrarlos. Y luego las habas, las lentejas, los garbanzos, los porotos… todas esas cosas que creíamos olvidadas, las encuentro en los platos de Madrid. ¿Mariscos? Sí, todos. ¿Pescados? Miles, mi favorito sin lugar a dudas, el bacalao. Y carne también hay, los cortes son raros y la cocinan poco, pero la cuota carnívora se puede cumplir perfectamente. Además, teniendo bacalao en la carta, no se me ocurriría pedir carne. ¿Para que me la traigan “poco hecha” y tener que pelearme? ¿Para que luego salga de la cocina arrebatada y me quieran hacer creer que eso está cocido? No, como buena carne y mucha cuando voy a la Argentina.

Y casi me olvido de los pasos de cebra. ¡Los pasos de cebra! Significan algo, los autos paran, esperan. No estoy diciendo que los españoles hayan descubierto la pólvora, ni mucho menos. Pero descubrieron algo parecido: las multas. Y con eso, santo remedio, la gente empieza a cumplir las normas de tránsito sin problemas. Es que le gente es muy dura, tienden a la viveza criolla hasta que les cae una multa. ¡Otra cosa! La expresión “es que”, que se me pegó indefectiblemente, parece que es muy madrileña. Así que no sabré dónde queda el barrio de Vallecas (en algún lugar del sur, al que le temo), pero me voy mimetizando con la cultura local.

También tomo “claras con limón” (cerveza con gaseosa de limón), digo “mercadillo” (feria de vendedores ambulantes), uso el pasado perfecto en las oraciones, sé quiénes son los políticos de turno y uso “zapatillas de andar por casa” que, en criollo, son pantuflas. Si es que me he vuelto muy madrileña. También porque, como ven, es muy fácil dejarse malcriar por Madrid y su gente.

Es una ciudad en la que todos se sienten a gusto, turistas o locales. Es una buena ciudad. De la que nos despedimos por un tiempo... ¡en busca de nuevas aventuras! ¡Gracias, Madrizzz y gracias a todos aquellos que hicieron de éste, un año y medio lleno de felicidad (ustedes saben quiénes son)!


17 de marzo de 2012

Crónicas españolas: Mi recorrido por Madrid

Hay dos lugares sobre los que no escribí nunca (al menos desde que empecé lo de las crónicas formalmente): San Francisco y Madrid.

Con San Francisco, no sé qué pasó. Volvimos y simplemente nunca me senté a escribir nada. Tengo en mi mente oraciones que creí que había escrito, descripciones de las celdas de Alcatraz y de la sopa de almejas, debe ser que no, puesto que no hay ninguna crónica de San Francisco. Si ustedes tienen una de la que yo no recuerde nada, hagan el favor de enviármela.

Con Madrid fue diferente. La primera vez que vine, en febrero de 2004, no tenía la costumbre de escribir. Hacía listas de los lugares que quería visitar y luego los iba tachando, pero eso era todo. Así que mis primeros paseos por la capital pasaron sin pena ni gloria, al menos en el ámbito literario. Después vine muchas veces, pero ya sin la novedad de encontrarme con una ciudad desconocida. Y pasó el tiempo y nunca conté lo que me pareció Madrid.

Madriz (como dicen por acá) tiene muchas caras, muchos colores, muchos barrios. Como Buenos Aires. Cada uno está orgulloso de su pedacito de ciudad. Todos piensan que su barrio es el mejor. Yo, que durante mucho tiempo no tuve barrio, pero tampoco era turista, armé mi propia versión de Madrid. Tracé mi recorrido con lo que más me gusta.

Para empezar, el Paseo de la Castellana. Iba a decirles que se parece un poco a Avenida de Mayo pero la verdad es que es más similar al Paseo de la Reforma, en México DF.

El recorrido por el Paseo de la Castellana (o, simplemente “la Castellana”) y su continuación por el Paseo de Recoletos y Paseo del Prado es el más lindo de Madrid. Estas avenidas cruzan la ciudad desde el norte, viniendo del aeropuerto; hasta la estación de Atocha, al sur. Es muy verde, está llena de árboles y canteros de flores, también hay veredas a cada lado para caminar o sentarse a leer en un banco. Hace algunos años, estaban desmantelando los canteros y poniendo cosas nuevas y yo pregunté por qué, si estaba tan lindo; me contestaron que para reactivar la economía. Que cosas.


Lo primero que se ve en la Castellana son las cuatro nuevas torres de Madrid. Unos modernos edificios que se terminaron en los últimos años y ahora se están convirtiendo en el skyline (silueta) de la ciudad. El primero parece un cohete (donde trabaja Alejo), luego está la torre de Cristal, la baguette (en cuyo hotel se hospeda el FC Barcelona cuando viene a jugar) y el maletín.

La primera rotonda está en Plaza de Castilla, la adorna una columna dorada que a mucha gente no le gustó. Aunque la vi durante mucho tiempo, una vez descubrí que se movía. Impresionante, como que se infla, parece una ilusión óptica. Le sigue la rotonda de Cusco, donde está el estadio Santiago Bernabeu, sede del Real Madrid.

Al llegar a la rotonda de Colón, que es reconocible porque la estatua del mismo en la punta de una columna (estatua que anduvo paseando mucho, pasaba de la plaza a la rotonda, sin ton ni son. Ahora está quieta, por suerte) la avenida cambia de nombre y pasa a llamarse Paseo de los Recoletos. La Plaza de Colón es muy bonita y linda con la calle Serrano, una de las más elegantes de Madrid, donde se encuentran las marcas exclusivas y menos baratas; y la embajada de la Argentina, porque también es caro ser argentino.
Caminando otro poco por Recoletos, dejando atrás la plaza, está la Biblioteca Nacional, un edificio increíble al que no se puede entrar a menos que seas socio, con lo cual, me hice socia y entré a ver las magníficas estanterías, las arañas, las largas mesas de madera… Y me encontré, tanto estudiosos como gente leyendo Harry Potter. Luego verán aparecer a la derecha los coquetos cafés El Espejo y Gijón, con sus terrazas (mesas en la vereda) que parecen invernaderos con los vidrios de colores.

Al final del paseo está la fuente de Cibeles, la más famosa, una señora en una carroza. Frente a ésta, el edificio del Ayuntamiento, antes llamado “de Correos” que es, probablemente, el más fotografiado, con sus torres como de copitos derretidos.  A un lado de la Cibeles se puede ver la Puerta de Alcalá, una construcción arcos decorados, parecida al Arco del Triunfo, pero más chica, menos triunfal. Siempre que paso por ahí canto la famosa “miralá, miralá, miralá, miralá… ¡la Puerta de Alcalá!”. Ya sé, no es muy original, pero es la única canción que se aplica. Junto a ésta, se accede por una de sus muchas entradas al Parque del Buen Retiro, el parque más grande y más bonito de la ciudad. Tiene museos, jardines, un lago, fuentes, el rosedal… tiene todo. Es una belleza y siempre está lleno de gente, entre ellas, mi madre que es una fanática.


De la Cibeles hacia delante, siguiendo por la avenida, comienza el Paseo del Prado, donde se encuentra el famoso Museo del Prado. Vale la pena visitarlo porque es muy lindo, y hay obras para todos los gustos. Además, después de las seis de la tarde, la entrada es gratuita! En uno de los costados, está el edificio de la Real Academia Española (que todavía no sé si preserva la lengua o la destruye), menos célebre pero, igualmente conocida.


A esa altura se encuentra otra rotonda: la Fuente de Neptuno. La más hermosa para mí. Además, es precisamente en esa conjunción de calles y esquinas, donde se hallan los edificios más maravillosos de Madrid, se llama La Plaza de las Cortes. Es especial para pasear al atardecer, cuando se prenden las luces de la ciudad.

Si siguiera por el Paseo del Prado, iría a parar a la Estación de Atocha, con su jardín de invierno y sus piletas con tortugas verdes.

Pero, volviendo a la Fuente de Cibeles, hacia el lado contrario a la Puerta de Alcalá (miralá, miralá, miralá, miralá…) da comienzo la calle Gran Vía. Sería asimilable a la calle Corrientes de Buenos Aires, por su cantidad de teatros, cines y restaurantes. Pero los edificios son  señoriales construcciones con balcones de hierro, con cúpulas y dinteles, ángeles, columnas. Toda una muestra arquitectónica de la mejor época de la ciudad. Es una belleza, hay que ir mirando hacia arriba durante todo el trazo de la calle Gran Vía.


Es la zona más viva de Madrid, rodeada de los barrios de La Latina, Chueca, Sol, etc. La Gran Vía termina en la Plaza de España, donde se convierte en la calle Princesa. Pero es muy recomendable detenerse en la plaza y cruzarla, porque es encantadora, y siempre hay ferias para visitar.

A otro lado de la plaza, cruzando la calle y subiendo unos cuantos escalones en medio de un parque, se llega al Tempo de Debod, una de las estructuras que más me fascinaron de la ciudad (tal vez porque desencaja totalmente). Es un antiguo templo egipcio, que regalaron a España por su cooperación internacional para recuperar tesoros.  Es una hermosura y está totalmente armado sobre una piscina de agua que hace las veces de espejo. Detrás del templo hay un mirador, desde allí se ven los bosques del Pardo, donde está la residencia de los reyes: el Palacio de La Zarzuela.

Bajando de nuevo los escalones se llega a una especie de cruce de caminos, donde está el Congreso de los Diputados y otros edificios más. Pronto se empiezan a ver a la derecha los Jardines de Sabatini (de una geometría asombrosa) y detrás, el Campo de Marte; las zonas verdes que rodean el Palacio de Oriente, antigua residencia real y actual sede para cenas y agasajos del estado español.

El Palacio de Oriente, o Palacio Real, es fabuloso. Tal vez no tenga comparación con lugares como Versalles, pero vale la pena visitarlo. El Patio de Armas es imponente, y las habitaciones reales son preciosas y llenas de ese encanto de monarquías de otras épocas, con nombres como “la real botica”, “el salón del trono” o “la habitación oriental”.

Frente al palacio está la Plaza de Oriente, rodeada de estatuas de pensadores, próceres y héroes diversos. Al otro lado, La Ópera. El conjunto de esta plaza es estupendo. No por nada, allí se celebran los Premios Goya.

Siguiendo por una de las calles que rodean La Ópera es fácil perderse. Es pleno barrio antiguo, de callecitas intrincadas que se cruzan y se pierden por ahí. En beneficio del turista (y mío, que nunca logro ubicarme) hay carteles en las esquinas para guiarse. El objetivo allí es llegar a la Plaza Mayor, el mero centro neurálgico de la ciudad. Donde todo ocurrió y todavía ocurre.

Como decía alguna vez, la Plaza Mayor no es una plaza como las argentinas. Es el interior de una manzana, en forma de rectángulo muy amplio, rodeado de edificios representativos del llamado “Madrid de los Austrias”, que fue la dinastía real anterior a la que está ahora en el poder. La plaza es la gran explanada que queda en el centro, a la que se accede por diversos arcos que dan a las calles adyacentes.

A uno de los lados de la plaza está el Mercado de San Miguel, donde se pueden comprar todo tipo de productos al uso antiguo (es decir, en cada puesto una cosa diferente: las carnes, los pescados, los panes) pero también tomarse unas cañas y comer tapas variadas y muy modernas.

Siguiendo por la Calle Mayor, se llega a la Plaza de Sol, el punto 0 de las carreteras españolas y sede de la famosa escultura (y símbolo de Madrid) “El Oso y el Madroño” (no es más que un oso, que parece que había muchos en otra época, y un árbol copetudo). Esta plaza no es de mis preferidas, no sé si son los vendedores ambulantes (llamados manteros, porque tiran sus productos sobre unas mantas, atadas con cuerdas, con las que huyen a toda velocidad cuando aparece la Guardia Civil) la muchedumbre, los jóvenes haciendo botellón (tomando bebidas en la calle) o qué… Pero es muy famosa, así que hay que verla.

Para terminar un paseo perfecto, caminaría hasta la cercana Plaza de Santa Ana, donde tantas veces fuimos con nuestros amigos, para sentarme en una de las muchas terrazas que funcionan durante las cuatro estaciones, a tomar un café, o a comer unas raciones (platitos) y ver pasar el mundo.


Eso es, para mí, Madrid. Dentro de la inmensidad de todo lo que quedará por ver, ese es el pedacito de ciudad que más me gusta recorrer. Eso y mi barrio, el de “La Paz”. Con el Parque Norte (mi calendario de estaciones) donde charla la tercera edad, los chicos de colegio hacen encuestas y los oficinistas van a tomar sol a la hora de comer. El centro comercial (o shopping, como quieran) de La Vaguada, el supermercadito chino y el español, la panadería donde saludan a mi hermano y el parking del polideportivo, donde una vez violentaron y muchas, usaron para copular, a nuestro viejo autito. De fondo, las cuatro torres, un recordatorio de que Madrid continúa creciendo. Un barrio magnífico, en una ciudad estupenda.