17 de enero de 2014

Expatriación fácil para la mujer moderna

La expatriación no es fácil (a riesgo de contradecir mi propio título), no es una película de Hollywood donde la protagonista llena valijas Luis Vuitton y toma un avión privado hasta un destino exótico, donde la espera su marido con una cena romántica. De hecho eso está bastante alejado de la realidad, que suele estar más poblada de despedidas llorosas en los aeropuertos, mudanzas que no llegan cuando tienen que llegar y del aturdimiento de llegar a un lugar desconocido. La expatriación es básicamente tres grandes asuntos: supervivencia, adaptación e incertidumbre. Y en ese orden también.

La Torre de Leandro
Primero empieza la etapa de supervivencia. Esta es la etapa donde hacemos un verdadero esfuerzo mental y sensorial por orientarnos en una ciudad desconocida, quizás también por aprender un idioma. Sin importar qué circunstancias te hayan llevado hasta ese lugar, hay dos formas de tomarse esta etapa: con buena onda, intentando buscar cosas positivas en el nuevo destino o bien, con nostalgia por lo que dejamos atrás y creyendo que nuestro país es mejor.

Por suerte, en el caso de los argentinos, nosotros casi nunca consideramos que nuestro país sea mejor a ninguno. Lo tendemos a ubicar en un confortable punto medio, junto a lugares donde hay cosas buenas y también malas. Eso ya nos da una gran ventaja. En parte por eso será que hay tantos argentinos viviendo en el extranjero.

Pero luego, extrañar no responde a la razón, está íntimamente ligado a los asuntos del corazón y el corazón hace lo que quiere y extraña lo que quiere. Por más que vengas del peor país del mundo.

Otras nacionalidades lo tienen más difícil. Algunas tienen puntos más válidos para extrañar su país de origen...yo también me pregunto qué hacen algunas personas del primer mundo en ciertos lugares, cuando me las encuentro por ahí. Mis años de expatriación (que ya no son pocos) me enseñaron que la gente lo hace por la curiosidad o por el dinero, a veces por ambas.

La costanera de Caddebostan
La etapa de supervivencia es dura y divertida. Es cuando nos embarcamos en la aventura, nos perdemos, nos suceden cosas insólitas y malentendidos culturales. Tiene de malo que es un período bastante solitario porque generalmente uno no logró hacerse amigos todavía.

En la etapa que sigue, la adaptación, se empieza a disfrutar la ciudad nueva de verdad. Uno comieza a hacerse un lugarcito en destino (siempre como extranjero, a no confundirse, eso no se quita nunca). Es cuando caminás por la calle y te sentís parte de la ciudad, conocés los códigos, sabés los precios, te orientás, podés pasar por local si no hablás mucho... Es la época en la que vos te metés en el entramado de una ciudad y la ciudad te acepta como propio.

Ahora sí llegan los amigos, los lugares favoritos, hacer de guía para las visitas, ir de vacaciones a donde van los locales y, en mi caso, dejar de escribir crónicas porque la vida se volvió casi normal.

Estambul desde los techos del Gran Bazar
Cuando la ciudad ya se vuelve terreno conocido y la vida se desarrolla con la pasividad de las vidas normales en país extranjero, llega la última etapa: la incertidumbre.

Empieza como empiezan todas las cosas: con una idea. En este caso es el sutil presentimiento (o quizás la brutal decisión ajena) de que nos va quedando poco tiempo en esta ciudad, que pronto vendrá un nuevo destino.
...

El noviembre pasado, a Estambul se le empezaron a desdibujar los bordes como a aquella foto de Volver al Futuro… Teníamos que abandonar la ciudad bicontinental y partir para otra (mucho más continental, de hecho en pleno continente europeo), donde a mi marido lo requerían, lo necesitaban o lo podían ubicar. Vaya a saber uno cuál de las opciones sería. La cuestión es que Ale partió y yo me quedé en Estambul, a disfrutarla un ratito más y a dejarme mimar por mis amigas en múltiples despedidas con sabor navideño.

El día que fui vice-presidenta
Se sucedieron las últimas salidas de mi querido grupo Miércoles en Estambul (del que fui vicepresidenta durante una inolvidable salida), con las expatriadas más lindas que he conocido hasta ahora, las últimas cenas con mis amigas argentinas, los últimos ferries para cruzar al lado europeo, las últimas compras en la calle Bagdat… Todo me pareció poco porque esta vez, quizás la primera en mucho tiempo, no me quería ir.

Pero poco puede hacer una cuando ya es tiempo de cambiar y sobre todo, cuando un marido feliz llama por Skype para contar lo lindo que está Madrid y lo bien que se vive allá. Así que, aunque después lloráramos en el aeropuerto, seguí el lema de una de mis mejores amigas “¡Callate y seguí empacando!”. Es una fórmula que funciona siempre.

Por más que para Estambul yo haya sido una expatriada más, que anduvo de paso por sus calles y comió sus comidas, para mí la experiencia turca no se borra nunca más. Ahora Turquía significa mucho más que un país en el mapa (uno que tal vez intimide desde lejos), ahora entiendo, sé como es la vida allá. Y, aún con las dificultades del idioma, creo que nunca me sentí tan en casa como en Estambul. ¿Fui yo o fue la ciudad? No lo sé. Quizás un poco de las dos.

La ciudad ayudó mucho. No me voy a cansar de elogiar al Bósforo, esa cinta azul llena de vida que diseña los rincones más maravillosos a su paso, y que me hacía soñar despierta mientras cruzaba de Europa a Asia y de Asia a Europa. Como si uno, además de viajar entre continentes, lo hiciera entre mundos distintos.

El ferry de Eminönü a Kadiköy
Los puentes sobre el Bósforo: increíbles creaciones humanas que lograron embellecer aún más la ciudad. La mejor vista de Estambul está cuando uno cruza el primer puente (paradójicamente es el único lugar desde donde es imposible hacer una foto). La colina de Sultanahmet queda a un lado, con sus monumentos iluminados, la Torre de Leandro solitaria en medio del agua, el bosque de pinos en el que flamea la bandera turca y la salida al Mar de Mármara, donde esperan cientos de barcos cargueros. Del otro lado, se ve la curva que hace el Bósforo, el segundo puente iluminado de colores, más bosque de pinos y la escuela del ejército siempre brillando en la oscuridad.

El llamado a la oración (no forzaré la anécdota diciendo que voy a extrañarlo), los minaretes de las mezquitas iluminados de noche, las banderas turcas por todos lados en días festivos, la enorme cabeza de Kemal Atatürk en murales y afiches… no son detalles, forman parte de la identidad de la ciudad. Estambul parece gritar “¡Soy ésta, soy así!”, también desde la plaza de Sultanahmet en verano, repleta de turistas, desde los parques llenos de tulipanes en abril, desde los modernísimos centros comerciales que se inauguran de a montones, y desde los bordes del Bósforo con sus eternos pescadores.

Al çay (chai) sí que lo voy a extrañar. Ya tengo síndrome de abstinencia y despotrico contra cada té aguado y tibio que me sirven, espero que el saquito de Twinings produzca ese color oscuro que tanto aprendí a querer pero no pasa nada. Atrás quedaron los renegridos çays hirviendo, que me secaban la lengua por dentro.

Me va a costar superar también los traumas de vivir en Turquía: eso de pensar las oraciones en mi rudimentario turco antes de ir a cada lugar o contestar a las preguntas con “evet” (si) o “tamam” (de acuerdo) de manera automática.

El lema nacional "Que felicidad decir que uno es turco"
La gente turca, me gustó porque me sacó más sonrisas que enojos. Y eso ya es una buena estadística. Llevan a cuesta la contradicción eterna entre el Islam y el mundo occidental, se vuelcan para un lado o para el otro, pero nunca abandonan completamente sus raíces. Y eso es algo bueno, ellos son como son también porque son musulmanes y la religión, desde luego, no asegura buenas personas ni malas, pero sí que forja al carácter y la identidad… Estos son más buena gente que muchos, me trataron bien, me recibieron más como una rareza que como una molestia.

Turcos, musulmanes, tradicionales, Kemalistas, tapadas (como llamábamos a las mujeres con velo o abaia completa), modernos y occidentales, fumadores de nargile, olorosos a axila, valientes como para enfrentarse a su gobierno, brutos que te empujan en el ferry, pacientes para entender mi turco cavernícola y eternos callejeros çay-en-mano… Los turcos de hoy son todo eso y mucho más.


Atrás quedó Estambul y nuestra casa por casi dos años. Nos despedimos de la ciudad con más pena que en ninguna otra, creo que todavía no se nos pasa el enamoramiento. Cuando cruzamos el puente sobre el Bósforo, a la suave colina de Sultanahmet la cubría una capa de niebla. Estambul no nos quiso mostrar su cara más bonita esta vez, quizás también se enojó con nosotros por irnos. Pero ya volveremos.

Volviendo a casa 
Al portero amable de nuestro edificio le di todo cuanto quedaba en la casa… ropa, comida, elementos de baño. Hasta le abrí la heladera para que se llevara lo que quisiera y, aunque empezó por las cervezas (dando por tierra una vez más la leyenda de que los musulmanes no toman alcohol), luego se llevó hasta el hielo. Aceptó todo con una sonrisa. Mis plantas, en cambio, fueron reubicadas en lo de mi amiga y sobrevivieron a los 12 días de vacaciones navideñas.



Habré dejado un poco de mí en Estambul y en cada lugar, al menos eso espero, pero todos los países en los que estuve (México, Perú, España y Turquía) se me grabaron a fuego. Y me ayudan todos los días a entender a las personas y a sus tradiciones, a disfrutar lo que tengo a mi alrededor y a ver el mundo como un lugar lleno de ciudades parecidas a aquellas en las que tuve la suerte de vivir. Somos distintos, pero entendernos nos hace parecidos.