28 de diciembre 2013
18:50 horas
Hotel Doubletree, Shanghái.
Shanghái nos recibió recubierta de smog, con una niebla
densa que flotaba por encima de la ciudad y que no nos dejaba ver el final de los
edificios. Contrastando con el ambiente gris helado de afuera, en el hotel nos
esperaba un enorme árbol de Navidad y varias casitas alpinas hechas de galletas.
Desde el aeropuerto, tomamos el Maglev, un tren de altísima
velocidad que nos llevó hasta el centro de la ciudad. La velocidad se notaba
poco (aunque llega a los 300 km/h), lo que nos impresionó mucho más fue la
inclinación de la vía, a veces tan pronunciada que el tren parecía ir
deslizándose de costado por los suburbios industriales de Shanghái.
Aunque solo quedaban unas poquitas horas de luz, nos subimos
a dos taxis y encaramos hacia el centro. La ciudad es tan grande que habríamos
de tomar taxis a todos lados. La relación con los taxistas fue terriblemente
complicada. Para empezar, nadie habla inglés. Bueno, decir “nadie” sería
generalizar mucho pero, para que se den una idea, aún en el lujoso hotel en el
que estábamos, la gente de la recepción tenía serias dificultades para
entendernos. Mis cuñados llamaron para comprar 24 horas de internet y a los pocos
minutos les enviaron a su habitación una aspiradora. El segundo intento no fue
mucho mejor: los comunicaron con el restaurante.
Para moverse por la ciudad, había que pedirles a los locales
que nos escribieran en un papel el nombre del lugar en chino y luego salíamos
en busca de un taxi. Por alguna razón que no terminamos de entender nunca, nos
tomaba un promedio de tres taxis conseguir uno. Me explico: muchos taxis no
paraban para subirnos y, de los que lo hacían, solo algunos se decidían a
llevarnos. Aunque estuviéramos todos sentados en el taxi, cuando le mostrábamos
el papelito con el lugar al que queríamos ir, no les gustaba y nos hacían
bajar. Y no intentábamos ir al Himalaya o algo así, íbamos a lugares comunes,
turísticos, normales. Un verdadero misterio los taxistas chinos, vuelven
bastante tedioso el simple proceso de desplazarse por las ciudades.
El centro histórico de Shanghái se llama comúnmente “The
Bund” y queda justo en la orilla este del río Huangpu. Sobre la avenida que
bordea el río se alzan sobrios edificios de piedra gris que me hicieron acordar
mucho a Rusia. Los rasgos soviéticos de su arquitectura sería una de las pocas
cosas que nos recordarían que estábamos en un país comunista. Para desentonar
con este aspecto de la ciudad, al otro lado del agua, se dibujaba la futurista
silueta de la parte financiera de Shanghái, que ya empezaba a brillar con sus
luces de colores entre la niebla.
Hacía mucho frío al día siguiente, razón por la que
decidimos tomarnos un autobús turístico en el que nos refugiamos del aire
gélido y recorrimos la gran ciudad desde las alturas.
La Plaza del Pueblo es uno de los atractivos más famosos y
es el sitio desde el que se miden las carreteras de Shanghái. Sin embargo, no
hace demasiado honor a su nombre, porque en las calles alrededor de este
hermoso parque se encuentran algunos de los concesionarios más caros del mercado:
Porche, Mercedes, Jaguar; y muchas otras marcas internacionales de prestigio
como Hershey’s y Imax. Todo muy comunista, al mejor estilo de distribución de
las riquezas uno-para-ustedes-diez-para-mí en el que suelen caer estos
desafortunados líderes, vaya uno a saber por qué.
Quizás el barrio más hermoso de Shanghái sea la llamada
Concesión Francesa, una zona que, como su nombre indica, fue otorgada al cónsul
francés en 1849 y perteneció a Francia por casi cien años. Se convirtió
rápidamente en el barrio residencial preferido de los habitantes extranjeros
(británicos, americanos y rusos) que se instalaron en preciosas residencias a
lo largo de la Avenue Joffre. El
barrio dejó de ser francés en 1943 y luego sufrió algunos cambios con el advenimiento
del comunismo en China. La avenida Joffre pasó a llamarse Huaihai, aunque sigue
siendo una belleza y ahora aloja a las casas de ropa y joyas más exclusivas de
la ciudad; y, aunque en principio se quitaron los plátanos de sombra que adornaban
la calle, símbolo inequívoco de la presencia occidental, hoy están de nuevo
porque, afortunadamente, los volvieron a plantar.
La siguiente parada fue el Templo del Buda de Jade, un bonito
conjunto de edificios rojos y amarillos, con techos de madera puntiagudos y
decenas de lámparas de papel. Entramos al patio del templo y nos envolvió una
nube de incienso. Parece ser que la tradición indica que uno debe quemar cierta
cantidad de palitos de incienso para purificarse, así que los asistentes (al
menos los locales o foráneos pero también budistas), estaban parados en medio
del patio, con palitos de incienso encendidos y haciendo reverencias a un par
de Budas de jade dentro de uno de los edificios. No sabría decirles si la
cantidad de palitos de incienso guardaba relación con el volumen de pecados a
purificar o, más bien, con la economía doméstica del pecador, pero había alguna
gente con miles de palitos, formando algo así como una antorcha gigante; y
otros con unos pocos. No juzguemos.
Nosotros, por las dudas, quemamos algunos inciensos también.
Mi suegro nos repartió una porción de palitos a cada uno (diría que bastante
equitativa, sin distinguir santos de pecadores), los encendimos en una fogata que
había en el medio del patio (aunque solo fuera por acercarnos al fuego un
ratito, con el frío que hacía) y nos paramos con cara de circunstancia
religiosa frente a los Budas gemelos.
Para desentumecernos luego de la visita al glacial templo
lleno de patios, nos metimos en un restaurant con fotos en el menú
(imprescindible en China) y comimos algunas especialidades locales: pollo, arroz
y distintas versiones de sopa de noodles. Ya para esta altura estábamos
empezando a manejar los palitos con aceptable destreza. Aunque tengo que
admitir que, afortunadamente, suelen estar acompañados de una cuchara de esas
cortitas. De cualquier modo, éramos capaces de manejarlos lo suficiente como
para realmente comer y no hacer un desastre en el intento. Tiene su truco: hay
que prestar atención y copiar la técnica de los locales en la medida de lo
posible, que se acercan los platos a la cara (o, en nuestro caso, la cara al
plato). De no ser así, cada vez que algún ingrediente se te cae desde lo alto,
produce una ola en la sopa y terminás salpicando a todos los integrantes de la
mesa.
Nuestra entrada del bus turístico incluía un paseo en barco
por el río y allá fuimos, congelados de nuevo, una vez que se pasó el efecto
agradable de la sopa. No sé por qué, habíamos estimado que el lugar donde nos
íbamos a morir de frío iba a ser Beijing. Con lo cual, estábamos guardando
nuestros ropajes más invernales para esos días. Les adelanto que en Beijing
hizo calor, así que en Shanghái nos congelamos espontánea y gratuitamente.
Al atardecer, el barco nos llevó por el río Huangpu, una
cinta de agua oscura por la que navegaban curiosos barcos chatos que
transportaban carbón y arena, y enormes transoceánicos. Navegamos un rato,
refugiados del viento, mientras el sol se ponía entre los edificios.
La curiosidad del día fue cuando cruzamos al otro lado del
río, para visitar la zona financiera, en un minúsculo huevito sobre rieles, que
va por un túnel debajo del agua. Estaba promocionado como si fuera el prodigio
del transporte shanghainés, pero en realidad era más parecido a uno de esos
juegos extraños de los parques de diversiones, donde los carritos se meten por
un túnel oscuro y lo mismo te aparecen peces de neón que luces estroboscópicas.
Algo muy raro. Todo parece indicar que los chinos están un poco locos.
La que di en llamar “zona financiera” de Shanghai (que no sé
si es verdaderamente la zona financiera o no) en realidad es el distrito de
Pudong y es de otro mundo. O de éste, pero más adelante en el tiempo. Es como
yo me imaginaba el futuro: lleno de rascacielos interminables, jardines de
ensueño y luces por todos lados. En la plaza principal, tiene una pasarela elevada
en forma circular que recorre todo el contorno de la plaza, algo que podría
haber pensado Disney. La vista nocturna fue tan maravillosa que ni siquiera
saqué muchas fotos (mentira, no saqué porque mi cámara no puede con la
nocturnidad y mis manos temblorosas por el frío). Todo parecía tan nuevo, todo
brillaba y se encendía de colores gracias a miles de luces navideñas. Algo
espectacular.
El edificio más llamativo de todo este conjunto es The
Pearl, un gigantesco pincho con aspecto de molécula que se ve desde casi toda
la ciudad. Es algo tan futurista que parece de fantasía. No lo es. Como en
muchos de estos altísimos edificios, se puede subir hasta lo más alto para ver
la increíble vista panorámica. Más increíble de noche, ya que los chinos no
parecen haber sido afectados por la crisis energética, ni la ecología (al menos
en este aspecto) …así que todo brilla y en muchos colores, como para quitarle
un poco de elegancia al espectáculo. Tomamos algo en piso 86 del bar de una de
estas torres monumentales, la Jin Mao (el quinto rascacielos más alto del
mundo), mientras mirábamos la ciudad a nuestros pies.
Además de la increíble vista nocturna que ofrece Shanghai, y
su silueta del futuro, existe otro atractivo local que vale mucho la pena
visitar: los Jardines Yuyuan. Son un maravilloso conjunto de edificios
tradicionales chinos, de madera oscura y con esos techos puntiagudos tan
característicos de esta zona. Tiene varios estanques y fuentes con coloridos peces,
los atraviesan pasarelas techadas sobre el agua, templos budistas y muchos
patios con decoraciones asombrosas. Todo está lleno de detalles, desde las
ventanas cubiertas de entramados de madera hasta los dinteles decorados con
dragones. Lo destacado de este palacio, supuestamente, es la exquisita piedra
de jade (Currow Stone), pero no se imaginen algo fabuloso, ni siquiera algo
verde. La gran piedra de jade es una enorme estructura agujereada y gris,
similares a las que veríamos por todos lados y que parecen encantarles a los
locales. Foto y a otra cosa.
Nos animamos a parar en uno de los cientos de puestitos de
comida para probar lo más aceptable que encontramos: pichones de algún ave en
una brochette. No me reten, podría haber sido peor porque también había arañas,
gusanos, escorpiones y estrellas de mar. Algo había que probar. Ricos los
pichones, aunque difíciles de comer. También paseamos por la deslumbrante
peatonal Nanjing repleta increíbles carteles de neón sobre nuestras cabezas.
Al día siguiente, y con la inquietud característica de mi
familia política, nos tomamos un tren y nos fuimos a la ciudad vecina de Hangzhou,
considerada una de las ciudades más bellas de China. Es un lugar de fin de
semana y de descanso para los que viven en Shanghái. Nosotros, lejos de
relajarnos, anduvimos otra vez a las corridas pasando por el barrio antiguo con
sus tradicionales casas de madera oscura, para llegar al Lago del Oeste, declarado
Patrimonio de la Humanidad en 2011 y el punto más concurrido de la ciudad.
Paseamos por el lago en un barquito, el agua tan quieta que
parecía un espejo en el que se reflejaban las colinas de alrededor. En una de
ellas fuimos a visitar los jardines del monasterio budista de Lingyin un lugar absolutamente increíble,
construido en lo alto de la colina, con vista al lago y rodeado de plantaciones
de té. En medio de la espesa vegetación van apareciendo uno tras otro los
edificios que conforman el monasterio: templos, pagodas, patios y residencias
de los monjes. Inclusive hay budas de todos los tamaños tallados en la roca de
la montaña. Algo muy hermoso y muy tradicional, uno se siente verdaderamente en
la China de las películas. Especialmente cuando, en medio de los turistas que
caminábamos por las calles del monasterio, pasaron los monjes a toda velocidad
en un autito, con las túnicas naranjas flameando en el aire.
Shanghái sería, al final del viaje, la ciudad china que más
me gustó. Presenta una extraña combinación entre la ciudad vieja con sus
edificios soviéticos en el Bund, los jardines Yun con las casas tradicionales
de techos puntiagudos y la magnífica silueta de rascacielos de Pudong. Quizás
una mezcla acertada de lo que son y lo que quieren ser China y su habitantes,
que a veces parecen tener rumbos casi irreconciliables y aún así, ahí están.
Llenos de todo: lo moderno y lo ancestral, lo comunista y lo consumista… Todo
junto en ese país de multitudes, de dinastías y de contrastes increíbles.