Cualquiera que se haya ido a vivir a otro lugar del mundo ha
tenido la increíble oportunidad de ver como su cerebro luchaba por adaptarse (o
no) a un entorno diferente. A veces el desafío es bastante duro, sobre todo
cuando incluye nuevos idiomas (o aunque el idioma sea el mismo, tiene tantas
variaciones que resulta difícil comunicarse) y otras nos parece que llegamos a
un lugar conocido y enseguida nos sentimos cómodos. Pero eso es solo un lado de
la moneda… al otro lado está la nicotina de la expatriación. Llamémoslo
inquietud o insatisfacción, llamémoslo como quieran. La verdad es que “estamos
jodidos”, como dijo Jorro aquella vez en México, cuando esto recién empezaba y todavía
ni siquiera podíamos imaginarnos hasta qué punto tenía razón.
No crean que es algo que uno sabe desde el principio.
Funciona al margen del cerebro consciente, mientras uno está tratando de
adaptarse al entorno. Un día se puede decir que lo lograste: ahí estás
cómodamente sentado en el sillón de tu casa, viendo un canal de la tele cuya programación
ya te sabés y tomando una bebida local por la que desarrollaste gusto y que
ahora compras voluntariamente, cuando de pronto una bacteria cerebral se agita
y te susurra al oído “Qué hacés acá tirado en tu sillón tan cómodamente cuando
podrías estar mucho más jodido en otro lado del mundo?” Y aunque todo tu
cerebro consciente ya está preparando batallones de leucocitos para reventar a
esa malvada bacteria, la nicotina de la expatriación que todavía tenés alojada
en algún lugar del organismo, con su masoquismo geográfico, te hace decir “Siii…por
favor, quiero estar jodido en otro lugar del mundo”.
A partir de ahí, tenés solo dos opciones: resistirte y dejar
que los leucocitos de la estabilidad (también la emocional) hagan su trabajo,
en cuyo caso, después de un tiempo tendrás una lejana sensación de inquietud
que se activará solo cuando alguien te diga que se va a vivir a otro país; o
rendirte a tus instintos más nómades como buen adicto a las mudanzas que sos y
embarcarte otra vez más (“¿otra vez más?” dirán todos) en una nueva aventura.
Así que no me pregunten demasiado… Estábamos cómodamente
sentados en nuestro sillón en Madrid y de pronto nos vamos a mudar a París.
Alejo fue de avanzada (como corresponde ahora a un padre de familia) y Matías y
yo vamos y venimos por ahora.
Aterrizamos de noche en el Charles De Gaulle. Mati dormía
profundamente cuando el avión tocó suelo parisino y la señora que estaba
sentada al lado mío lo miró como quien contempla una torta que llegó a salvo,
pero sin apreciar realmente el hecho de que mi hijo durmiera durante todo el
vuelo. Yo me debatía entre creer que fue un milagro de la naturaleza y estar
orgullosa de mi bebé volador, que evidentemente está tan acostumbrado a los
despegues y los aterrizajes que se duerme, como lo haría su mamá si no fuera
mamá. Mientras rodábamos por la pista vi la ciudad iluminada y descubrí una
figura conocida. La Torre Eiffel me miró desde lo lejos (“Voy a vivir en esta
ciudad!” pensé) y justo cuando estaba a punto de dejar de mirarla, me guiñó su
ojo de reflector enorme y un haz de luz pasó por encima nuestro. ¿Sería una
señal de buenos augurios? Yo lo interpreté como un Bienvenue à Paris.
Bebé, bolso, valija de manos, mochila de bebé, cochecito. Un
malabarista estaría orgulloso de estas mamás modernas que viajamos en avión y
además solas. Por suerte, mi estado de tensión (había sido un largo día de
trámites y valijas) estaba a punto de terminar: Alejo nos esperaba del otro
lado del vidrio para conducirnos a través de la bellísima campiña francesa (que
vimos recién al día siguiente, porque era de noche) hasta nuestro nuevo hogar.
Así que ahora les escribo desde una casita francesa temporal
llamada Adagio Val D’Europe, donde estaremos viviendo al menos hasta la semana
que viene. El apart hotel debe su nombre a un inmenso centro comercial (que
recibe la ridícula cifra de 16 millones de visitas al año) y queda ubicado en
una simpática población cerca de París, cuya razón de existir es que está al
lado de Disneyland (también conocido como Eurodisney). Pero por mucho que me
tienten esas orejas negras que vemos a lo lejos, ya habrá tiempo de ir… acabamos
de empezar nuestra propia fantasía parisina.