25 de agosto de 2016

Órdenes e indicaciones

Apart hotel en Val D’Europe, 9 pm aproximadamente, 3 días antes de irnos.

Nos tocan violentamente la puerta de la habitación. Ale y yo nos miramos por encima de la mesa que todavía tiene los platos de la cena. “¿Quién será?” dice Ale con cara de desconcierto y, como no hay mirilla en la puerta, corre a ponerse una remera y un short. Antes de atender (porque todavía no se había decidido) escucha como un hombre dice que hay que desalojar el edificio. Abre la puerta y un policía está golpeando en todas las habitaciones. Hay que salir. Nos lo dice con firmeza y sin pánico. Agarramos nuestros celulares y salimos como estamos. En el pasillo nos encontramos con otra gente que también está saliendo. En mi cerebro se repite en loop la noticia que acabamos de ver en TVE: estado de emergencia en Francia por los recientes atentados. Camino por el pasillo con Mati a upa y voy contando mentalmente. 1, 2, 3, 4… si es un atentado no tenemos chances. Ale atina a preguntarle al policía qué pasa. “Hay fuego en el edificio” y, aunque parezca mentira, me tranquilizo un poco porque eso ya es otra cosa. Al fuego le tengo menos miedo que a los terroristas.

Salimos junto con otros huéspedes. Una nena llora desconsoladamente mientras todos le decimos que no pasa nada. Cruzamos el parking, donde hay un leve olor a humo, y vemos los bomberos de acá para allá. Cuando salimos a la calle y nos unimos a las decenas de personas desalojadas que esperan en el parque frente al apart, todo nos parece parte de una película.

Recién ahí nos ponemos a observar que la gente tiene cosas. Cosas… Bolsos, cochecitos de bebé, mochilas. Una chica pasa con una computadora abierta hablando por Skype.¿Qué le pasa a estas personas? Un policía golpea tu puerta a las 9 de la noche para que desalojes el edificio porque hay una emergencia y vos te vestís? Te ponés las zapatillas? (Revisándolo mentalmente está muy bien, Brad Pitt en World War Z definitivamente se hubiera puesto las zapatillas) Agarrás una mochila con tus cosas más valiosas? O ya la tenías preparada?

No hay nadie en patas, excepto mi marido y mi hijo. Y solo cuento 3 personas en pijamas: una soy yo y las otras dos superan con amplitud los 70 años. Para colmo de males, Alejo me anuncia con total tranquilidad que dejó la puerta de la habitación abierta. ¿Por qué? Porque salió tan rápido que se dejó la puerta abierta. Sí, existe algo así porque me casé con él. Así que nosotros éramos la familia en pijama y en patas, sin más cosas que los teléfonos, y a la que potencialmente le estaban robando todas sus pertenencias en ese mismo momento. Matías corría feliz por la vereda y juntaba piedras del suelo. Ya fue. Si hubiera sido un atentado, capaz que nos salvábamos antes que la tarada que salió charlando por Skype.

Me consolé cuando un señor español que teníamos a unos metros le propuso a la familia ir a tomar un trago al bar de la esquina mientras esperábamos. Le contestaron duramente “¡Tu suegra está en pijamas!”. Una hora y media después, los bomberos recogieron sus cosas lentamente y nos dejaron entrar de nuevo en el hotel. La puerta de nuestra habitación estaba cerrada y Ale dijo “Estas puertas tienen mecanismos para cerrarse solas…” y yo miré la puerta con positiva sorpresa y al día siguiente la miré otro rato a ver si se cerraba sola, pero no. Por supuesto que no nos falta nada. Al otro día, tan solo la negra habitación quemada que vemos a través de su ventana sin hojas, nos recuerda la noche anterior. Eso y nuestras dignidades un poquito heridas. Para Mati fue la mejor noche de aventuras de su breve estadía en el Val D’Europe.

Casita parisina en Vincennes, 7:46 am del sábado 20 de Agosto.

En nuestra nueva habitación entra luz por la puerta de la habitación a esta hora. Viene del living y de la cocina, viene de todos los lugares donde no cerramos las persianas…porque todavía no estamos acostumbrados a dormir acá. Lo malo es que no sé a qué hora abren los cafés de París a la mañana así que me estoy tomando un té en casa, en 3 vasitos de plástico (porque son tan truchos que con uno solo es como sostener una gelatina) con agua caliente de la canilla (no tenemos gas todavía, ni microondas).

Puede sonar depresivo para un sábado a la mañana pero es todo lo contrario. Marido e hijo duermen y desde el balcón de mi nueva casita parisina se ve el último piso de la Torre Eiffel (a escala son como 8 centímetros). Dos asuntos no necesariamente relacionados entre sí pero que me alegran el sábado a la mañana. Por eso estoy acá escribiendo, con mi té de la canilla en vasitos de plástico. No me importa nada. Estamos en París. Vivimos en París. Me siento Ratatouille (cuando hace el picnic de vino y quesitos mirando por la ventana).

No me despedí de Madrid. Primero, porque me parece que no termino de irme nunca. Segundo, porque uno ya no se despide de una ciudad donde tiene una casa (y sobre todo si esa casa tiene prácticamente todas mis cosas adentro todavía). Pero aún sin despedida, empaqué cosas para un tiempo indefinido y un clima más indefinido aún, y nos vinimos acá.

Hace dos días que dejamos el apart hotel que, aunque solo nos alojó por un mes (a Ale por un poco más), ya se había convertido en un mini hogar.

Cuando llevaba viviendo en Estambul unos pocos meses y mi turco aún no era gran cosa, una señora me paró en el parque de Göztepe para preguntarme dónde quedaba el banco. Le respondí con mi rudimentario vocabulario probablemente mal pronunciado y, viendo que ella seguía mis indicaciones, me sentí completamente integrada a la población local. Dar indicaciones es una de las cosas más satisfactorias que pueden pasarle a uno en una ciudad ajena. Y eso, precisamente, fue lo que me pasó hace dos días cuando dejábamos el apart hotel para venir a instalarnos en nuestra nueva casita parisina.

Crucé el centro comercial Val D’Europe con Matías en el cochecito y todo el contenido de nuestra habitación (después de que Alejo se hubiera llevado las valijas con lo que en ese momento parecía “todo”), incluido lo que estaba en la heladera y valía la pena conservar. Ya me sabía el camino de memoria, los locales, las vidrieras. Hasta tenía mi rutina y mis lugares preferidos, como el lago por el que íbamos a pasear con Mati todas las mañanas y algunas tardes yo volvía a correr. Cuando salimos del centro comercial y cruzamos la calle rumbo a la estación del RER (el tren) me paran unas chicas con velo para preguntarme por La Vallée Village (una simpática callecita peatonal donde están las tiendas más exclusivas, a un costado del shopping). Les indico cómo llegar y en ese momento me doy cuenta que ya estaba en casa. Y abandonándola otra vez.