15 de diciembre de 2016

Cassis sin complicaciones

Con miedo a que el tiempo nos traicione, empezamos nuestra estadía en Francia intentando aprovechar cada fin de semana (ya se nos pasará el ansia turística). Así que, cuando a Alejo le surgió un viaje de trabajo al sur del país, allá fuimos todos.

Claro que cuando digo “fuimos todos”, no se imaginen a la familia feliz viajando por la campiña francesa… Fue un padre por un lado, cómodamente instalado en un asiento del TGV (tren de alta velocidad) mirando series en Netflix y, por otro lado, una madre. Con eso debería decirles todo, pero no confío en sus imaginaciones así que voy a tener que relatarlo. Después de todo, para eso estoy acá sentada frente a la computadora, un día de lluvia en París, mientras Matías y mis invitados duermen la siesta.

Alejo salía unos días antes hacia su retiro corporativo amistoso y nosotros nos uníamos después. Puesto que todos íbamos en tren (y yo nunca me había tomado el tren acá), le pregunté a Ale si era fácil ir desde casa. “Re fácil” me respondió.

Tres días después, mientras corría por la Gare de Lyon empujando el cochecito con un Matías que se había quedado mudo por la velocidad, y arrastraba una valijita, deseando que los franceses no tuvieran la puntualidad inglesa y que el maquinista se apiadara de mí si me veía correr desquiciada por el andén; me acordaría de las palabras de mi marido y guardaría un reproche para cuando nos viéramos. “Re fácil” no es nunca para nadie que no pueda subir escaleras acá en París. Accesible o imposible, pero nunca “re fácil”.

Por suerte, o los parisinos gozan de una saludable impuntualidad o corro mucho más rápido de lo que pensaba, porque lo logré; aún cuando al llegar al andén correcto me dijeron que mi vagón era el último y tuve que correr otros 600 metros más, pensando que de última me arrojaba hacia adentro del tren en movimiento, como en las películas (eso siempre suele salir tan bien, sobre todo con un cochecito).

Grande fue mi sorpresa cuando entré al vagón correcto, en el tren correcto, en el andén correcto, y mi asiento quedaba en el segundo piso. Plegué el cochecito, subí a Matías, lo dejé llorando en la cima de la escalera mientras le decía “Esperame acá” y bajé por todos los bártulos que ubiqué en una pila tambaleante de valijas y busqué mi asiento. Elevé una plegaria silenciosa cuando el señor que estaba en el asiento de al lado, se retiró amablemente y nos dejó los dos lugares (¿habrá sido amabilidad o pánico?). El tren se puso en movimiento y Mati, al ver que el frenesí psicótico de su madre había terminado, comenzó a jugar tranquilamente. Al rato de mirar por la ventana los paisajes, se quedó dormido y a mi se me alinearon los enanitos de la cabeza y todo estuvo bien. Una pequeña gran victoria para una mamá.

Íbamos al sur, a la ciudad de Tolón, en la costa mediterránea de Francia. Tres horas y media después, llegamos… y luego de merodear entre las extrañas gentes de la estación durante un rato, nos encontramos con Alejo. Pero todavía no terminábamos de llegar, porque alquilamos un auto y viajamos otra media hora hasta la pequeña población de Cassis, nuestro destino desde el comienzo. Todo el viaje valió la pena cuando llegamos al hotel y nos encontramos parados frente a una de las bahías más lindas que vi en mucho tiempo (suspiro virtual).


Cassis es un pequeño pueblito en la costa del Mediterráneo que se hizo famoso en la antigüedad por su piedra, con la que se construyeron muchos puertos (por ejemplo, el de Alejandría). Hoy en día es más conocido por sus calanques (estuarios) y su vino, que fue uno de los primeros tres de Francia en recibir la Denominación de Origen en 1936.

El pintoresco pueblito está construido alrededor de la bahía, que tiene a un lado el puerto deportivo y al otro, una bonita playa de arena. Los edificios son bajos y coloridos, y parecen apoyarse unos sobre otros. Los restaurantes en planta baja se vuelcan sobre el paseo marítimo con sus mesitas y sus menús iluminados, y decenas de barquitos y yates se balancean suavemente con las minúsculas olas de agua medio dulce y medio salada. Un poco más arriba del pueblo, en una colina, está el Castillo. Y aún más arriba, el Cabo Canaille que, con sus 394 metros de altura, es un impresionante macizo que se alza encima de la población. Es el acantilado más alto de Francia y fue durante muchísimos años un punto de referencia para los marineros.

Nuestro hotel Le Golfe estaba en un extremo de la bahía, así que caminamos entre el puerto y los restaurantes eligiendo donde cenar y viendo como el sol se ponía detrás del cabo. Un atardecer de película francesa.

En busca de las calanques mágicas

El paseo tradicional de esta zona es en barco, recorriendo los estuarios más conocidos y los más vistosos. Un poco por hacernos los exóticos y otro poco temiendo la reacción de nuestro hijo al tener que pasar 3 horas en un barco, nos fuimos en busca de las calanques, pero en auto.

Primera: no me voy ni a gastar en averiguar cómo se llamaba porque fue una auténtica porquería. La hilera de casitas de colores que flanqueaban el camino de entrada ya nos prepararon para algo rústico. La playa era minúscula y de piedras en vez de arena, pero realmente perdió todos los puntos por estar sucia. Muy sucia. Lo mismo encontrábamos trozos de red de pescador (que, si bien es mugre igual, al menos se corresponde con el ambiente marítimo), como restos de una Cajita Feliz. Dos mochileros jugaban a la paleta y unos señores sospechosos se metían al agua con ropa. Horrenda. Además, el parking nos costó unos irrecuperables 4 euros por el día completo aunque llegamos a las 5 de la tarde.

¿El punto a favor? Matías la pasó genial porque, cuando logramos que dejara de intentar jugar con los preservativos usados y las tablas con clavos a las que el mar tampoco había encontrado uso y había devuelto a la orilla, descubrió una rampa que bajaba al agua y padre e hijo jugaron a escaparse de las olas hasta que el padre se agotó (el hijo todavía estaría allí). Final feliz.

El segundo intento fue a la mañana siguiente: otra calanque. Esta vez más famosa, con un parking más poblado y considerablemente más caro (lo cual podría haber sido señal de mejor playa). Había un restaurante bastante lindo con terraza al mar pero desde ahí no se veía ninguna bajada amistosa hasta el agua, solo una abrupta caída de piedra. Buscábamos la playa, tanto es así que esta vez hasta acarreábamos con nosotros el baldecito y la palita para Matías. Nada por aquí, nada por allá. Vimos que la gente se internaba en un bosquecito de pinos que subía una colina. “Estará del otro lado” pensamos llenos de esperanza y allá fuimos, colina arriba, balde, palita, niño y enseres varios.

Tras atravesar el bosquecillo y ver unas vistas impresionantes de los acantilados y el mar azul, descubrimos una bajada que apuntaba hacia el agua. Cuando llegamos al final del escarpado caminito, nos encontramos con una explanada de piedra como excavada en el acantilado, que terminaba en piedras menos grandes y luego caía vertiginosamente al mar. A un costado se asoleaban dos señores mayores, uno de ellos desnudo y elegantemente cruzado de piernas como para que el sol le bronceara el interior de la nalga. Guau. Solo puedo decir eso.

Como ahí tampoco podíamos quedarnos (Matías poco podría haber hecho con el baldecito y la palita, hubiera necesitado una retro-excavadora), nos volvimos por el bosquecillo y hasta paramos a descansar bajo un árbol mientras Mati jugaba a llenar su balde de tierra y piedritas. Tristísimo. Muy poco propio de lo que imaginaba en la Costa Azul.

El nombre está bien puesto, de cualquier modo, porque azul es. No malinterpreten mis crónicas, el lugar es verdaderamente hermoso, el mar es azul brillante y los acantilados son increíbles. ¿Pero quién nos mandaba a explorar las calanques por el lado del continente? Al final iba a ser que el mejor lugar para disfrutar de una tarde de sol junto al mar, era la playa de Cassis. A 300 metros de nuestra habitación de hotel. La moraleja es evidente y procuraré aprender para la próxima: si es lindo, es lindo. A disfrutarlo y a no buscarle la quinta pata al gato.

Un rato en Marsella

 “¿Vos agarraste el cochecito?” Le pregunté a Alejo mientras estacionábamos. Nos miramos con esa cara con la que solo dos padres de un niño de 1 año pueden mirarse y nos permitimos entrar en pánico por un minuto. Bueno, yo por 2 o 3, pero estoy autorizada. En el hotel de Cassis nos hacían guardar el cochecito en el cuarto de las escobas así que, cuando salimos hacia el auto tan campantes, cada uno asumió que el otro lo había puesto en el baúl. Suele suceder. Podría haber sido peor, como aquella vez que nos quedamos sin pañales a una hora de tomar un vuelo Colonia-Madrid y tuvimos que ponerle pañales de agua (que duran un pis corto). En Marsella sin cochecito, encaramos el paseo con un poco de cautela. Además, aunque hay muchas cosas para visitar, sólo íbamos a pasear un rato.


Marsella es la segunda ciudad más poblada de Francia y su puerto comercial es el más importante del país y de todo el Mediterráneo. La ciudad fue incorporada a la corona francesa en 1489 y, después de la Revolución Francesa, aprovechó la alianza que tenían con el Imperio Otomano para crecer económicamente. Quedó parcialmente destruida luego de la Segunda Guerra Mundial. Una de las pérdidas más grandes que tuvo fue la del Transbordeur o transbordador, que era una construcción metálica gigantesca que trasladaba cosas de un lado de la bahía al otro, encima del Puerto Viejo. Los Nazis bombardearon y demolieron el transbordador que, en su corta vida (1905-1944), se había convertido en un ícono de Marsella, como la Torre Eiffel para París.

visite.marseille.fr
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Caminamos primero hacia el precioso Parque del Faro, en lo alto de una colina. Ante nosotros se desplegaba la enorme bahía llena de barquitos del Vieux Port (Puerto Viejo), que daba una vuelta gigantesca sobre si misma y acababa en la antigua edificación del Fuerte de San Juan. Hacia allá fuimos. Todo esto interrumpido unas mil ochocientas veces por Matías que intentaba, alternativamente, arrojarse al agua o cruzar la avenida. En el medio del paseo hay una vuelta al mundo y una gran construcción abierta de techo espejado, así que todo el mundo levantaba la vista al llegar ahí para ver aparecer su reflejo distorsionado. Comimos en un restaurante marroquí uno de los mejores cour-cous que probé en la vida y seguimos camino hasta llegar al Fuerte, construido para proteger a Marsella en la antigüedad.

De ahí subimos por unas escaleras y cruzamos un simpático puente con agujeros que da a la entrada del MuCEM (Museo de las Civilizaciones de Europa y Mediterráneo). El edifico del MuCEM vale mucho la pena porque tiene una arquitectura alucinante, es como estar adentro de un arbusto espinoso. Se ve y se escucha el mar por todos los rincones y la terraza tiene un espacio abierto sin techo, desde donde se tiene una vista hermosa del agua.

Luego visitamos brevemente la Basílica Santa María la Mayor, una iglesia gigante, hecha de piedras y mármol italiano, que es la única de estilo bizantino en Francia; y de la cual tengo breves recuerdos porque 100 metros antes se durmió Matías y mi cerebro se apagó para usar la energía que me quedaba en llevar los 12 kilos de bebé de vuelta hasta el auto (turnándonos con Alejo, lo aclaro antes de que las feminazis me ataquen).Volvimos lentamente por la recova que rodea el puerto, felizmente sorprendidos con lo lindo de la ciudad y disfrutando del aroma a jabón de Marsella que salía de las tiendas.

Vuelta a Cassis, regreso a Toulon a tomar el tren. Para variar, no íbamos con tiempo de sobra, así que cuando llegó el tren, nos apuramos por buscar nuestro vagón… Alejo y yo teníamos dos asientos diferentes, en dos vagones diferentes, que además no se comunicaban entre sí porque pertenecían a dos compañías diferentes. ¿Dónde se ha visto una cosa así? En el momento de tensión, el apuro del tren parado solo por unos minutos y la gente subiendo a los vagones, Alejo discutiendo en francés con los guardas y yo calculando la distancia para correr de nuevo, nos tuvimos que separar. Ale exclamó un tímido “Yo agarro las valijas…” y yo, viviendo mi propia versión de la Decisión de Sofía me agarré al cochecito de Mati y corrí hacia el vagón. Las 4 horas de hiperactividad de mi hijo (en este país de gente silenciosa) me hicieron repensar mi decisión. La próxima vez estaré mejor preparada para agarrar las valijas. Los quiero muchísmo.