Río de Janeiro y yo teníamos una historia en común aún antes
de conocernos: mis papás estuvieron allí de Luna de Miel, afianzando las bases
de lo que sería mi existencia aunque en ese momento solo fuera una idea lejana.
Volver a Río, no ya como una idea, sino como la persona de carne y hueso que
soy ahora (a veces más carne, a veces más hueso) fue una agradable sorpresa…en
parte por la belleza de sus paisajes y en aún mayor medida, por la alegría de
su gente.
Los pongo rápidamente en situación: agotado mi marido de
tenerme dando vueltas por la casa de mis suegros con cara de “¿cuándo vamos a
tener una casa propia?”, recurrió al as bajo la manga que siempre funciona y me
mandó para la Argentina. Agradecidos mis padres, mis amigas y mi salud mental
(sin ofender a mis anfitriones, todos sabemos que estamos viviendo momentos muy
tensos, por suerte la casa es grande y el pueblo es precioso).
Da la casualidad…(admito que estuvo premeditado, no era una
casualidad, pero Alejo fue el principal impulsor, así que no me juzguen) que
mis amigas habían organizado el viaje de despedida de nuestra última soltera a
Río de Janeiro. Y allá fui, sin más preludios. Y sin demasiadas cosas tampoco,
puesto que todas mis pertenencias siguen en el container en un almacén frente al tambo de un pueblo campestre de
Madrid.
A decir verdad, fuimos hasta el contenedor con toda la
intención de sacar mis cosas de verano, pero cuando lo abrimos y vimos todo
ahí, tan ordenado y tan empaquetado...nos asaltó una duda “¿Qué hay adentro de
esas cajas?” Nos encogimos de hombros al unísono y atinamos a abrir dos o tres
cajas pequeñas que, afortunadamente, contenían mis biquinis, algunas sandalias
y vestidos veraniegos. “Con eso suficiente”, le dije a mi marido y dimos por
finalizada la investigación. Ya volveremos con un estado de ánimo más
explorador.
Tan solo tres días antes (y lo que podría explicar nuestra
aparente falta de interés), estábamos en Hong Kong, viviendo casi como
expatriados locales y felices como perro con dos colas, durante el mes y medio
que Ale tuvo que trabajar allá. Con los antecedentes explicados y el contenido
de la valija solucionado, podemos volver a la historia principal: volé a Brasil
en Emirates, mientras mis amigas volaban por Aerolíneas Argentinas (no por
snobismo aeronáutico, sino porque no encontré pasaje con ellas) y nos
encontramos las cinco, afortunadamente, en el aeropuerto de Río de Janeiro.
Eran como las dos de la mañana y en el aeropuerto solo
quedaba el personal de limpieza que inundaba de a secciones el suelo de las
terminales. Conseguimos llegar hasta los taxis (entre charcos jabonosos que
hacían olas) y ahí tomamos uno para cinco personas (algo inexistente, ahora lo
sé, es un taxi común para cuatro donde caben cinco de manera asardinada).
Angie, la última soltera y a la vez guía oficial de Río (era
la que ya conocía y hablaba escuetamente el idioma local), nos iba señalando
atractivos turísticos como la laguna Rodrigo de Freitas, el Cristo Redentor y el
cerro Pan de Azúcar. El taxista se desplazó a toda velocidad hasta llegar al
barrio de Ipanema, donde nos esperaba un departamento alquilado y, con suerte,
su dueño.
El dueño tardó unos minutos en llegar (durante los cuales
nos dedicamos a entrar en pánico y a asustar al taxista) y muchos minutos más
en irse, porque nos brindó una extensa explicación sobre todos los lugares turísticos
de la ciudad, incluido el ascensor para subir a la favela y un mercado que comparó con el de Matadero (provincia de
Buenos Aires), sitios a los que instantáneamente decidimos no ir. Visitar cosas
lindas nos pareció más acorde a unas vacaciones de tres días.
Caminamos unas cuadras, luego de ponernos un atuendo más
apropiado para la costa brasileña, hasta llegar a la playa. Nos recibió una combinación
muy curiosa: una espesa bruma de mar, la playa llena de sombrillas de colores y
al fondo, flotando entre las nubes, el morro
verde llamado Pan de Azúcar. Recién en ese instante llegué a Río de Janeiro, o
mejor dicho, mi mente me alcanzó.
Ya había estado en Brasil una vez anterior: tenía 8 años y
la documentación en estado complicado (los lectores más fieles podrán
recordarlo de crónicas anteriores). Me acuerdo de nuestras vacaciones
brasileñas por los días de playa interminables, las lluvias pasajeras que
mirábamos desde abajo de las sombrillas, los choclos que se nos caían en la
arena y una lagartija que caminaba por la pared de mi cuarto, a la que el dueño
del departamento (un personaje con olor a axila que respondía al nombre de
Edemir) llamó “bichiño bueno”. De portugués solo se decir o brigado (gracias), camarao
a palito (camarón en palito) y ovos
com presunto (huevos con jamón)… suficiente vocabulario como para
sobrevivir. Sobre todo porque los brasileños nos entienden, siempre. Es algo
mágico. Lastimosamente, no funciona a la inversa.

Así que nos dedicamos a las actividades de playa: caminamos
por la orilla del mar, nos tiramos en las reposeras a tomar sol y tomamos
cervezas mirando a la gente pasar (y, debo admitirlo, maravillándonos de los
minúsculos atuendos de las locales). La bruma marina se fue por donde había
venido y disfrutamos de un excelente atardecer playero en toda regla,
especialmente relajado, ya que al día siguiente nos esperaba una jornada
completa de paseo turístico.
Empezamos (no demasiado temprano, piensen en lo que pueden
llegar a tardar cinco mujeres con un baño y medio en estar listas) por ir hasta
el lugar en el que se asciende al Corcovado. Se supone que, al final de la
interminable cola, estaba la boletería para comprar el pasaje de tren que nos
hubiera subido al cerro. Nunca llegamos, eran las 10 de la mañana y el próximo
tren con lugar salía 17:30. Pero no hubo tiempo para el pánico, enseguida se
nos ofrecieron unas fabulosas combis que subían igualmente y por un módico
precio. Con el coraje que dan las vacaciones en grupo, dijimos “Si, por supuesto!”
y allá fuimos, arrastrando con nosotros una multitud de turistas que, cuando
vieron que nosotras nos animábamos, también se sumaron.
Cola para la combi. Ascenso tambaleante y a toda velocidad,
al mejor estilo brasileño. Llegamos hasta un punto intermedio en el recorrido,
donde nos dejaron para comprar las entradas al predio del Parque Nacional de la
Tijuca, a partir de ahí ya nos llevarían las combis oficiales y gratuitas del
parque. La cola era tan larga que no veíamos el final, se perdía en la espesura
de la selva. Fue ahí cuando la integrante del grupo que venía con regalito
(todavía de sexo desconocido, al que llamábamos Porotito), trazó la línea entre
los simples mortales y las simples mortales embarazadas. “¿Hay preferencia pra grávidas?”, preguntó como si hablara
portugués fluido (desde ya les aclaro que no, solo inventaba caraduramente) e
hicimos una cola reducida de ahí en más. Y fue una suerte enorme, porque sino
les estaría escribiendo esta crónica desde el Pan de Azúcar.

¿Lo mejor del Corcovado? El restaurante. No por las delicias
gastronómicas (comimos hamburguesas), ni por su atención cinco estrellas (se
olvidaron de un plato), pero quise destacarlo porque está en una terraza
magnífica con la mejor vista de la ciudad y, a contrario de lo que uno pensaría
cuando llega a esos lugares, los precios son…normales. No te estafan, las cosas
salen lo mismo que en la playa. Así que es un placer sentarse ahí a contemplar
(como diría mi marido), ¿y qué mejor contemplación que la que viene acompañada
de comida?
De por sí es difícil sacarte una foto con el Cristo, puesto
que está demasiado cerca y es demasiado alto, así que hay que adoptar la poco
glamorosa posición de arrodillarse en el piso para sacar, indefectiblemente, la
foto de una cabeza flotante visitando el Corcovado. Agréguenle a esto que
estaba lleno de gente, lo cual significa muchos potenciales fotógrafos y
también muchos brazos y codos en las fotos. Sin embargo, la vista desde allá
arriba es increíble. Las nubes quedan ligeramente por debajo, así que a veces
tapan la ciudad y la playa, y dejan entrever las puntas de los morros.
El más llamativo de los morros es el llamado Pan de Azúcar.
Tomamos una combinación de colectivos hasta llegar al teleférico. Cola. “Ponele
unas tres horas y media”, nos dijo el policía (imagínenselo en español
aportuguesado y con la jerga local). Allá fuimos con la embarazada presidiendo
el grupo a la cola prioritaria para grávidas
(y sus amigas). Los vagones del teleférico iban llenos de gente, como el subte,
y se balanceaban peligrosamente sobre la ciudad. Paran en dos tramos pero
nuestra idea inicial, que era subir hasta lo más alto, se vio fatalmente
truncada cuando vimos la longitud de la cola (si, lo sé, estaba denso el tema).
Así que nos quedamos en la altura intermedia (que ya era suficientemente alta)
y nos dedicamos a admirar el paisaje de la bahía iluminada y los barquitos
brillando sobre el la ensenada de Botafogo. Precioso, una ciudad increíble.
A la noche, el barrio de Lapa, una zona de edificios
coloniales a unos veinte minutos de la costa, famosa por su movida nocturna,
sus bares y sus lugares de zamba. El viaje en taxi de ida lo hicimos dos veces
porque a mitad de camino nos entró la duda de si habíamos dejado la planchita
enchufada y, por miedo a quemar el departamento y de paso medio barrio de
Ipanema (el miedo era que nos cobraran el depósito de 300 dólares,
entiéndannos), fuimos y volvimos dos veces.


Nos despedimos de Río con un poco de melancolía, nos
hubiéramos quedado las cinco a vivir en ese departamentito caluroso, decorado
con todo tipo de objetos obscenos, donde la que suscribe dormía en un colchón
en el piso y la humedad era tal que nunca se terminaban de secar las biquinis.
Imagínense la cantidad de pelos que había que barrer por día. Aún así, fuimos
inmensamente felices festejando nuestros 12 años de amistad que empezaron en un
aula de la UCA (cuando ni Alejo existía) y la despedida de soltera de nuestra
última amiga libre (otra más que cambia libertad por amor, sabia decisión)… Pero
todas teníamos vidas a las que volver, maridos a los que abrazar, casamientos
que planear y hasta bebés que gestar. Así que, vuelta al aeropuerto y vuelta a
Buenos Aires, que es más linda que Río porque es donde empezó todo.