Beijing me causó una
impresión muy profunda y un recuerdo que tal vez no olvide nunca. Fue la
primera vez, en un viaje de 12 días por China, en que sentí las restricciones
con las que se vive en aquel país. Hasta ese momento estaba viajando por una
tierra desconocida, de curiosas tradiciones, con dificultades para comunicarnos
y gastronomía insólita. En Beijing viví la otra China, la que mezquina derechos
humanos.
Primero lo primero. Debo admitir que a esta altura del viaje
estaba un tanto cansada. Hacía muchos días que tenía frío (los recortes
energéticos en China se sienten en la falta de calefacción en casi todos
lados), los chinos me tenían podrida con sus escupitajos permanentes, la comida
no estaba cubriendo mis necesidades alimenticias (fluctuaba entre los estados
de “me quedé con hambre” y “no sé si me gustó eso”) y la convivencia con mi
familia política empezaba a cruzar esa línea en la que todos nos molestamos
simultáneamente. Así que Beijing, con todas las maravillas que tenía para
ofrecernos, tuvo que lidiar con una Cinti fastidiada.
Para volver al hotel (a las 11 de la noche, puesto que el
restaurant cerraba), esperamos que algún taxi nos recogiera pero parecía una
tarea imposible, hasta que una combi pintada como transporte escolar se detuvo,
Ale y uno de mis cuñados negociaron el precio y la conductora (part-time
profesora de historia de un colegio) nos llevó a todos al hotel. Esas cosas
pasan en China. Las doce de la noche llegaron sin más pompa que nuestros
humildes festejos en el bar del hotel. Al lado teníamos una mesa de españoles
que también habían decidido ir a pasar el Año Nuevo a, probablemente, el único
país del mundo que no sigue el calendario gregoriano. A veces las cosas son así
de raras, hasta me siento rara contándolo.
La excursión más importante para hacer desde Beijing es,
definitivamente, a la Gran Muralla China. Nos tocó un día radiante de sol (para
el que me abrigué demasiado). Luego de viajar como dos horas en combi, subimos
en teleférico hasta una plataforma por la que se accede a la muralla, a uno de
los muchos puntos de entrada que hay.
La Gran Muralla, sin embargo, es impresionante
independientemente de la estación. De lejos se ve como una línea gris que
serpentea por valles y montañas y que no se acaba nunca. De cerca es un muro de
piedra, tan ancho como una vereda, que tiene sectores planos y otros llenos de
escalones. Piensen en la Edad Media, en caballeros con armaduras y en Juego de
Tronos para imaginársela, porque esta obra de la antigüedad parece tener un
tiempo en si misma, y definitivamente no pertenece a nuestra época. Aunque no
lo crean, hay gente que va a correr a la Muralla China. Y es algo curioso de
ver porque, además de que es un tremendo esfuerzo físico por la cantidad de
escalones que hay, es como una incongruencia histórico-temporal. Como un
astronauta en las Pirámides de Egipto.
Recorrimos caminado desde una entrada hasta la siguiente,
desde donde bajamos en el medio de transporte más divertido del mundo: el
tobogán o slider. Sin desmerecer el
patrimonio histórico y una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno, bajar a
toda velocidad en los deslizadores metálicos, que se subían a los lados del
tobogán en las curvas, fue lo más emocionante de la Muralla.
De vuelta en Beijing, visitamos el Palacio de Verano, un
parque gigante con residencias imperiales, teatros, pagodas y jardines situados
a orillas del Lago Kunming, que fue construido artificialmente en forma de
durazno, la fruta que simboliza la longevidad. Es un lugar magnífico, lleno de
colores y de árboles, y con una vista preciosa del atardecer sobre el lago
congelado. Destaca especialmente el Gran Corredor, una pasarela techada que
recorre la orilla del lago, mandada a edificar por la emperatriz en 1700 porque
quería pasear por sus jardines sin tener que preocuparse por las inclemencias
del tiempo.
Al día siguiente nos esperaba la famosa plaza de Tiananmen y
la Ciudad Prohibida, en el corazón de Beijing. La amplia avenida principal que
divide una de otra está rodeada de enormes edificios de arquitectura comunista
que alojan al Partido y a diferentes organismos estatales. Todos
indistinguibles uno de otro, con la bandera china o la foto de Mao Zedong como
únicos elementos decorativos.
Nunca había vivido algo así. Nací y crecí en libertad y en
democracia, una de las más corruptas del mundo, probablemente, pero democracia
al fin y al cabo. No se lo que es no tener libertad de expresión, no poder
decir y opinar lo que uno quiera, por más descabellado que sea. Aunque tenga
que aguantar a mi presidenta en Cadena Nacional diciendo barbaridades, puedo,
aún mientras ella está hablando, publicar en las redes sociales que es una
corrupta o incluso que es fea y vieja (y agradezco todos los días por eso). Con
todo, Turquía fue realmente el primer país donde sentí que uno no podía decir
lo que quisiera de los gobernantes. Así que imagínense cómo me impresionó el
episodio en Tiananmen. Me sentí ofendida y rabiosa, pero por sobre todo, me
sentí ignorante. Porque, aunque había escuchado sobre estas cosas, nunca las
había incorporado como una realidad. ¡Que increíble que exista esto en el mundo
de hoy en día! Y que tristeza es saber que cambiar la mente de personas criadas
así puede tardar tanto tiempo.
La Ciudad Prohibida es una edificación que sirvió de palacio
imperial desde la dinastía Ming, construido entre 1406 y 1420. Como muchos de
los edificios antiguos de China, está hecho casi en su totalidad de madera y es
considerado el complejo de estructuras antiguas de madera más grande del mundo.
Cada uno de los carteles que indican el nombre y la historia de los edificios
tiene una leyenda al pie que está pintada por encima como para evitar su
lectura. Aún así se lee: “Made possible by the American Express Company” (Hecho
posible por la Compañía American Express), probablemente quien financió la
recuperación. Una de tantas licencias que se toma el comunismo para no perecer.
Luego visitamos el Templo del Cielo, el mayor templo taoísta
en toda China (aunque el culto al cielo está considerado pre-taoísta). Está
construido en lo alto de la ciudad y funcionó durante la dinastía Ming y Qing
como lugar para orar y agradecer a los Cielos por las cosechas. Lo más bonito
es el ornamentado altar circular y el camino que separa los templos de la
entrada.
Alrededor del predio que ocupa Tiananmen, hay unos
callejones de la ciudad antigua que conservan la arquitectura y la forma de
vida china tradicional, se llaman hutongs
. Algunos son muy famosos y en sus calles principales se pueden encontrar desde
negocios locales de frutas y verduras, hasta marcas internacionales, todos
respetando las fachadas originales. Allá fuimos a pasear por las calles del
antiquísimo hutong, y pronto dejamos la arteria principal para ver las callejuelas
secundarias, que son mucho más pobres. Se trata de una especie de casas de un
solo piso interconectadas a través de patios, como si fuera un conventillo
horizontal. Lo que se ve a través de las humildes puertas o de los patios
cuenta la historia de una China que no parece haber llegado hasta el siglo XXI:
una donde el transporte más común son las bicicletas (y no por espíritu
ecológico) y no existen las cloacas, así que hay un baño común por cada
manzana. Aún así forman una imagen muy tradicional y atemporal de Pekín y, por
supuesto, son muy seguros.
China fue definitivamente una experiencia agotadora… Me dejó
con hambre, con frío, frustrada con el inglés y extrañando los modales en
general. Aún así, es un país de contrastes maravillosos, de paisajes
extraordinarios y que tiene mucho para ofrecer. Cuesta conseguirlo, eso sí.
Viajar por China no es fácil, la mayor parte del tiempo uno no tiene idea de lo
que está sucediendo y solo sigue al resto; además, como la gran mayoría de
turistas son chinos, el resto sí sabe.
Analizando con tiempo y con mucha más información de la que
quise incorporar cuando estaba allá (no soy una gran lectora de guías de
turismo in situ), no dejo de asombrarme de la asombrosa cultura de este país,
tan diferente a nuestro lado del mundo (probablemente el más distinto que
visité). Y es justamente en Beijing, o Pekín, donde viví esa extraña
combinación entre el espíritu chino tradicional y lo moderno: los hutongs y la
Ciudad Prohibida; el mercado de insectos y los restaurantes de vanguardia
internacional; la Muralla China y su divertido tobogán. China es un destino lleno
de colores (aunque predomine rojo, con todo lo que ello significa) que vale la
pena descubrir. Apto para aquellos valientes que decidan embarcarse en esta
aventura que pone a prueba la curiosidad del más curioso de los turistas.
* referencia a las crónicas chinas “Feliz Navidad, Hong
Kong”