Con miedo a que el tiempo nos traicione, empezamos nuestra
estadía en Francia intentando aprovechar cada fin de semana (ya se nos pasará
el ansia turística). Así que, cuando a Alejo le surgió un viaje de trabajo al
sur del país, allá fuimos todos.
Claro que cuando digo “fuimos todos”, no se imaginen a la
familia feliz viajando por la campiña francesa… Fue un padre por un lado,
cómodamente instalado en un asiento del TGV (tren de alta velocidad) mirando
series en Netflix y, por otro lado, una madre. Con eso debería decirles todo,
pero no confío en sus imaginaciones así que voy a tener que relatarlo. Después
de todo, para eso estoy acá sentada frente a la computadora, un día de lluvia
en París, mientras Matías y mis invitados duermen la siesta.
Alejo salía unos días antes hacia su retiro corporativo
amistoso y nosotros nos uníamos después. Puesto que todos íbamos en tren (y yo
nunca me había tomado el tren acá), le pregunté a Ale si era fácil ir desde
casa. “Re fácil” me respondió.
Tres días después, mientras corría por la Gare de Lyon
empujando el cochecito con un Matías que se había quedado mudo por la
velocidad, y arrastraba una valijita, deseando que los franceses no tuvieran la
puntualidad inglesa y que el maquinista se apiadara de mí si me veía correr
desquiciada por el andén; me acordaría de las palabras de mi marido y guardaría
un reproche para cuando nos viéramos. “Re fácil” no es nunca para nadie que no
pueda subir escaleras acá en París. Accesible o imposible, pero nunca “re
fácil”.
Por suerte, o los parisinos gozan de una saludable
impuntualidad o corro mucho más rápido de lo que pensaba, porque lo logré; aún
cuando al llegar al andén correcto me dijeron que mi vagón era el último y tuve
que correr otros 600 metros más, pensando que de última me arrojaba hacia adentro
del tren en movimiento, como en las películas (eso siempre suele salir tan
bien, sobre todo con un cochecito).
Grande fue mi sorpresa cuando entré al vagón correcto, en el
tren correcto, en el andén correcto, y mi asiento quedaba en el segundo piso. Plegué
el cochecito, subí a Matías, lo dejé llorando en la cima de la escalera
mientras le decía “Esperame acá” y bajé por todos los bártulos que ubiqué en
una pila tambaleante de valijas y busqué mi asiento. Elevé una plegaria
silenciosa cuando el señor que estaba en el asiento de al lado, se retiró
amablemente y nos dejó los dos lugares (¿habrá sido amabilidad o pánico?). El
tren se puso en movimiento y Mati, al ver que el frenesí psicótico de su madre
había terminado, comenzó a jugar tranquilamente. Al rato de mirar por la
ventana los paisajes, se quedó dormido y a mi se me alinearon los enanitos de
la cabeza y todo estuvo bien. Una pequeña gran victoria para una mamá.
Íbamos al sur, a la ciudad de Tolón, en la costa
mediterránea de Francia. Tres horas y media después, llegamos… y luego de
merodear entre las extrañas gentes de la estación durante un rato, nos
encontramos con Alejo. Pero todavía no terminábamos de llegar, porque
alquilamos un auto y viajamos otra media hora hasta la pequeña población de
Cassis, nuestro destino desde el comienzo. Todo el viaje valió la pena cuando
llegamos al hotel y nos encontramos parados frente a una de las bahías más
lindas que vi en mucho tiempo (suspiro virtual).
Cassis es un pequeño pueblito en la costa del Mediterráneo
que se hizo famoso en la antigüedad por su piedra, con la que se construyeron
muchos puertos (por ejemplo, el de Alejandría). Hoy en día es más conocido por
sus calanques (estuarios) y su vino,
que fue uno de los primeros tres de Francia en recibir la Denominación de
Origen en 1936.


En busca de las calanques mágicas
El paseo tradicional de esta zona es en barco, recorriendo
los estuarios más conocidos y los más vistosos. Un poco por hacernos los
exóticos y otro poco temiendo la reacción de nuestro hijo al tener que pasar 3
horas en un barco, nos fuimos en busca de las calanques, pero en auto.
Primera: no me voy ni a gastar en averiguar cómo se llamaba
porque fue una auténtica porquería. La hilera de casitas de colores que
flanqueaban el camino de entrada ya nos prepararon para algo rústico. La playa
era minúscula y de piedras en vez de arena, pero realmente perdió todos los
puntos por estar sucia. Muy sucia. Lo mismo encontrábamos trozos de red de
pescador (que, si bien es mugre igual, al menos se corresponde con el ambiente
marítimo), como restos de una Cajita Feliz. Dos mochileros jugaban a la paleta
y unos señores sospechosos se metían al agua con ropa. Horrenda. Además, el
parking nos costó unos irrecuperables 4 euros por el día completo aunque
llegamos a las 5 de la tarde.

El segundo intento fue a la mañana siguiente: otra calanque. Esta vez más famosa, con un
parking más poblado y considerablemente más caro (lo cual podría haber sido
señal de mejor playa). Había un restaurante bastante lindo con terraza al mar
pero desde ahí no se veía ninguna bajada amistosa hasta el agua, solo una
abrupta caída de piedra. Buscábamos la playa, tanto es así que esta vez hasta
acarreábamos con nosotros el baldecito y la palita para Matías. Nada por aquí,
nada por allá. Vimos que la gente se internaba en un bosquecito de pinos que
subía una colina. “Estará del otro lado” pensamos llenos de esperanza y allá
fuimos, colina arriba, balde, palita, niño y enseres varios.
Tras atravesar el bosquecillo y ver unas vistas
impresionantes de los acantilados y el mar azul, descubrimos una bajada que
apuntaba hacia el agua. Cuando llegamos al final del escarpado caminito, nos
encontramos con una explanada de piedra como excavada en el acantilado, que
terminaba en piedras menos grandes y luego caía vertiginosamente al mar. A un
costado se asoleaban dos señores mayores, uno de ellos desnudo y elegantemente
cruzado de piernas como para que el sol le bronceara el interior de la nalga.
Guau. Solo puedo decir eso.
Como ahí tampoco podíamos quedarnos (Matías poco podría
haber hecho con el baldecito y la palita, hubiera necesitado una retro-excavadora),
nos volvimos por el bosquecillo y hasta paramos a descansar bajo un árbol
mientras Mati jugaba a llenar su balde de tierra y piedritas. Tristísimo. Muy
poco propio de lo que imaginaba en la Costa Azul.
El nombre está bien puesto, de cualquier modo, porque azul
es. No malinterpreten mis crónicas, el lugar es verdaderamente hermoso, el mar
es azul brillante y los acantilados son increíbles. ¿Pero quién nos mandaba a
explorar las calanques por el lado
del continente? Al final iba a ser que el mejor lugar para disfrutar de una
tarde de sol junto al mar, era la playa de Cassis. A 300 metros de nuestra
habitación de hotel. La moraleja es evidente y procuraré aprender para la
próxima: si es lindo, es lindo. A disfrutarlo y a no buscarle la quinta pata al
gato.
Un rato en Marsella
“¿Vos agarraste el
cochecito?” Le pregunté a Alejo mientras estacionábamos. Nos miramos con esa
cara con la que solo dos padres de un niño de 1 año pueden mirarse y nos
permitimos entrar en pánico por un minuto. Bueno, yo por 2 o 3, pero estoy autorizada.
En el hotel de Cassis nos hacían guardar el cochecito en el cuarto de las
escobas así que, cuando salimos hacia el auto tan campantes, cada uno asumió
que el otro lo había puesto en el baúl. Suele suceder. Podría haber sido peor,
como aquella vez que nos quedamos sin pañales a una hora de tomar un vuelo
Colonia-Madrid y tuvimos que ponerle pañales de agua (que duran un pis corto).
En Marsella sin cochecito, encaramos el paseo con un poco de cautela. Además,
aunque hay muchas cosas para visitar, sólo íbamos a pasear un rato.
Marsella es la segunda ciudad más poblada de Francia y su
puerto comercial es el más importante del país y de todo el Mediterráneo. La
ciudad fue incorporada a la corona francesa en 1489 y, después de la Revolución
Francesa, aprovechó la alianza que tenían con el Imperio Otomano para crecer
económicamente. Quedó parcialmente destruida luego de la Segunda Guerra
Mundial. Una de las pérdidas más grandes que tuvo fue la del Transbordeur o transbordador, que era una
construcción metálica gigantesca que trasladaba cosas de un lado de la bahía al
otro, encima del Puerto Viejo. Los Nazis bombardearon y demolieron el
transbordador que, en su corta vida (1905-1944), se había convertido en un
ícono de Marsella, como la Torre Eiffel para París.
visite.marseille.fr |
Caminamos primero hacia el precioso Parque del Faro, en lo
alto de una colina. Ante nosotros se desplegaba la enorme bahía llena de
barquitos del Vieux Port (Puerto
Viejo), que daba una vuelta gigantesca sobre si misma y acababa en la antigua
edificación del Fuerte de San Juan. Hacia allá fuimos. Todo esto interrumpido
unas mil ochocientas veces por Matías que intentaba, alternativamente,
arrojarse al agua o cruzar la avenida. En el medio del paseo hay una vuelta al
mundo y una gran construcción abierta de techo espejado, así que todo el mundo levantaba
la vista al llegar ahí para ver aparecer su reflejo distorsionado. Comimos en
un restaurante marroquí uno de los mejores cour-cous que probé en la vida y
seguimos camino hasta llegar al Fuerte, construido para proteger a Marsella en
la antigüedad.

Luego visitamos brevemente la Basílica Santa María la Mayor,
una iglesia gigante, hecha de piedras y mármol italiano, que es la única de
estilo bizantino en Francia; y de la cual tengo breves recuerdos porque 100
metros antes se durmió Matías y mi cerebro se apagó para usar la energía que me
quedaba en llevar los 12 kilos de bebé de vuelta hasta el auto (turnándonos con
Alejo, lo aclaro antes de que las feminazis
me ataquen).Volvimos lentamente por la recova que rodea el puerto, felizmente
sorprendidos con lo lindo de la ciudad y disfrutando del aroma a jabón de
Marsella que salía de las tiendas.
Vuelta a Cassis, regreso a Toulon a tomar el tren. Para
variar, no íbamos con tiempo de sobra, así que cuando llegó el tren, nos
apuramos por buscar nuestro vagón… Alejo y yo teníamos dos asientos diferentes,
en dos vagones diferentes, que además no se comunicaban entre sí porque
pertenecían a dos compañías diferentes. ¿Dónde se ha visto una cosa así? En el
momento de tensión, el apuro del tren parado solo por unos minutos y la gente
subiendo a los vagones, Alejo discutiendo en francés con los guardas y yo
calculando la distancia para correr de nuevo, nos tuvimos que separar. Ale
exclamó un tímido “Yo agarro las valijas…” y yo, viviendo mi propia versión de
la Decisión de Sofía me agarré al cochecito de Mati y corrí hacia el vagón. Las
4 horas de hiperactividad de mi hijo (en este país de gente silenciosa) me
hicieron repensar mi decisión. La próxima vez estaré mejor preparada para
agarrar las valijas. Los quiero muchísmo.