
(Aquí les voy a pedir un gran paréntesis imaginario para que
se olviden de los actos de terrorismo que, evidentemente, no se corresponden
con lo seguro que sea un lugar. Fin del paréntesis imaginario y del otro.)
Así fue que cuando a mi querido esposo (en ese entonces mi
querido novio, pero no por ello menos culpable de todo lo que acontecía en mi
vida) se le ocurrió ir a Lisboa de camping, no me pareció una mala idea. Y en
todo caso le tenía más miedo al camping que a Lisboa. Los días me darían la
razón con lo del camping y me confundirían profundamente con respecto a Lisboa,
una ciudad que no cuadraba en mis estándares imaginarios europeos.
No me esperaba sus edificios medio destartalados y sus rincones
que harían retroceder al más valiente del Gran Buenos Aires (que no soy yo, por
si se preguntaban, es mi prima Inés). Quizás fueron esos rincones, tal vez
fueron los hombres que me ofrecían drogas en el Barrio Alto y puede ser que el
camping no ayudara a sacar mi mejor versión turística. Pero lo cierto es que
Lisboa me dio miedo. Bastante. Tanto que tardé 9 años en volver (es chiste,
tenía otras cosas que conocer, pero sí que me dio miedo).
Curiosamente, muchos años después (ahora me siento en la
obligación de ser precisa), 7 años después, me encontraría con el mismo
ambiente de edificios coloniales destartalados y rincones corroídos en Macao
(China)… Que cosas tiene este mundo de ex Colonias y ex Madres Patrias.
***
Como las primeras impresiones son solo las primeras, volvimos
a Lisboa años después, un día de invierno a las 11 de la noche. ¿Por qué volví?
Porque mi hermanito estaba de visita, no sé qué fascinación tenía con la capital
portuguesa y quería ir. Mucho me temo que quedó aún más fascinado después de
conocerla (quizás hasta sea uno de sus lugares en el mundo). ¿Por qué a las 11
de la noche? Porque viajar con un bebé tiene esas cosas, uno ya no controla más
los horarios (ni los horarios, ni las comidas, ni la vida en general).
Mientras dábamos vueltas por el barrio de Alfama en busca de
nuestra casita portuguesa por unos días, me volvieron los escasos recuerdos que
tenía de Lisboa: las callecitas sinuosas con edificios desvencijados, los balcones
llenos de ropa tendida y los cables del tranvía colgando por encima de nuestras
cabezas. El conjunto me gritaba ¡inseguridad! (tenía menos miedo esta vez
porque llevaba dos hombres y medio en el auto conmigo). Pero, a decir verdad,
nunca nos pasó nada, ni a nosotros, ni a nuestro autito que durmió en la calle
3 noches. Aunque si alguna vez van a Lisboa, créanme, se van a acordar de mis
palabras. Luchen contra el miedo inicial, que debajo de esa capa desconchada,
hay una hermosa ciudad.
Empecemos por el principio: Lisboa es una ciudad construida
sobre colinas, en una de ellas está el barrio de Alfama (cuyo nombre proviene
de la palabra árabe al-hamma o baño) que
es el más antiguo y el único que conserva el trazado original de las calles. Durante
el reinado musulmán, este barrio constituía toda la ciudad y, aunque fue muy
dañado por el terremoto de 1755, al reconstruirlo se respetó ese aire entre
medieval y árabe que tenía hasta entonces.
Abandonamos el auto a la mañana siguiente y nos adentramos
en el barrio con la idea de encontrar un lugar para desayunar. Los portugueses,
famosos por su deliciosa pastelería, desayunan al mejor estilo italiano: rápido
y ruidoso. Así que nos encontramos en una cafetería que no aceptaba tarjetas
(obviamente), repleta de gente que se apoyaba con su cafecito en cualquier lado
y pedía a los gritos facturas impronunciables. Nos medio-acomodamos en una
mesita mientras Alejo y Tommy iban a sumarse a la maraña de clientes y yo le sonreía
a una señora que me hablaba a toda velocidad diciéndome cosas sobre Matías.
Atención acá: el portugués parece que se entiende pero no se entiende; así que
evité hacer el ridículo y solo me limité a decir “O brigado” y a asentir con la cabeza amablemente.
El resultado final fue un café con leche y una deliciosa
factura (es bastante difícil errarle porque todo es tan rico, pero con los días
me decantaría por el Pau de Deus, una
especie de torta negra pero blanca y muy esponjosa).
La gran atracción turística del barrio de Alfama (y además
es evidente porque se ve desde todos lados) es el Castillo de San Jorge,
ubicado en la colina del mismo nombre. Y la otra es la Catedral de Lisboa
(llamada Sé), cuya construcción se
comenzó en el 1147 sobre un templo romano al dios Sol o sobre los restos de una
antigua mezquita, según las diferentes teorías.
Por estar en lo alto de la colina, el Castillo de San Jorge tiene
unas vistas privilegiadas de la ciudad y ya por eso vale la pena la subida. Aunque
debo advertir que el castillo no es muy apto para cochecitos de bebés. No sé
dónde llevaban a los bebés los musulmanes de la época, quizás simplemente los
dejaban en Planta Baja y no los subían a las torres (por suerte nosotros éramos
3 para acarrear las cosas y los seres vivos).
Se cree que los primeros pobladores de la ciudad (fenicios,
griegos y cartagineses) se instalaron en esta zona en el siglo VI a. C., lo
cual convierte a Lisboa en una ciudad aún más antigua que Roma. Luego vinieron
los romanos, los visigodos, los musulmanes y finalmente la reconquista de mano
de los españoles en el 796 d.C. El Castillo de San Jorge, construido y habitado
por los musulmanes durante siglos, se convirtió en Palacio Real en 1255 y
recibió al explorador Vasco Da Gama tras descubrir el camino marítimo a la
India (entre otras cosas importantes que habrán sucedido ahí también).
Desde allí arriba se puede ver el Barrio Alto, la llamada
Baixa Pombalina y el río Tajo atravesado por un gigantesco puente colgante.
Para seguir hablando de Lisboa y sus barrios, primero tengo
que detenerme en un pedacito de su historia que cambió a la ciudad (y a sus
habitantes) para siempre: el terremoto de 1755. Sucedió la mañana del Día
de Todos los Santos, mientras casi toda la población de Lisboa estaba en las
Iglesias prendiendo velas para sus difuntos, comenzó el peor terremoto de la
historia europea. Grietas de hasta 5 metros se abrían en las calles y la gente que
estaba fuera corrió a refugiarse en los muelles, solo para ser impactados por el
maremoto que vino después. Y como si esto fuera poco, debido a la cantidad de
velas que había prendidas, se produjo un incendio que terminó de acabar con
casi todo (ya sé, parece un macabro chiste cósmico). Un 80% de los edificios de
Lisboa quedaron devastados, se destruyeron archivos reales con cosas tan
interesantes como las exploraciones de Vasco Da Gama y nada menos que un tercio
de la población murió ese día.
Se cree que tuvo la potencia de un 9 en la escala de
Richter, pero dicha escala no existía todavía. Para que se den una
idea, este terremoto fue tan brutal que marcó el comienzo de la sismología
moderna. Y tuvo un impacto transformador en la cultura y filosofía europeas, principalmente
debido a que Lisboa era muy católica y la mayor parte de la gente que murió
estaba en las Iglesias (la cólera de Dios). En cambio, en barrios de mala
reputación como Alfama, habitado por delincuentes y prostitutas, se salvó mucha
más gente. Imagínense lo que hace un evento de esta magnitud en una ciudad y en
un pueblo… de cada 3 palabras que pronuncie un guía turístico en Lisboa para
hablar de casi cualquier cosa, una siempre va a ser “terremoto”.
Les dejo un segundo para recuperar el aliento y volvemos a
la Lisboa de hoy, más precisamente al barrio que queda pegado al río Tajo, que
se llama comúnmente la Baixa Pombalina. “Baixa” por ser el barrio más bajo
junto a la costanera y para diferenciarlo del Barrio Alto, su vecino fiestero
que queda subiendo hacia la colina de San Jorge (y el lugar donde me ofrecieron
droga hace 9 años y ahora también, y eso que iba con un bebé, al menos son
consistentes y de amplio espectro). Y “pombalina” haciendo referencia al
Marqués de Pombal, quien fue el encargado de reconstruir este barrio luego del
terremoto de 1755. Este señor dejó de lado el trazado antiguo de Lisboa (con
sus callecitas sinuosas y estrechas) y se inspiró en las más modernas capitales
europeas para diseñar este nuevo barrio de cuadrícula perfecta, amplias
avenidas y enormes plazas. Lo que es yo, se lo agradezco enormemente, porque le
quedó precioso (y debe ser uno de los barrios que más turismo atrae).
Pero no solo se construyó para mejorar el aspecto estético
de Lisboa, también se incluyeron cambios estructurales: se inventó la gaiola pombalina, una especie de jaula
que reforzaba los edificios. Es uno de los primeros ejemplos de arquitectura
resistente a los terremotos (las estructuras inclusive se probaban haciendo
desfilar a soldados por los techos de los edificios). El diseño de la Baixa
Pombalina y su fantástica simetría permiten un paseo casi en línea recta desde
el estuario del río Tajo hasta la Plaza do Marques de Pombal (el punto más alto
desde donde se puede ver todo el barrio).

Debajo de un magnífico arco sobre el lado opuesto al río
comienza la Rúa Augusta, una calle peatonal comercial rodeada de bonitos
edificios que son todos iguales. En una de las calles transversales se
encuentra una estructura de hierro más que curiosa: el Elevador de Santa Justa,
que es un ascensor de 45 metros que sube hasta el Convento do Carmo y tiene unas hermosas vistas de la ciudad.
Atentos al tip turístico: no hagan las interminables colas y sobre todo, no
paguen para subir al elevador; se puede ir caminando hasta el convento y pasar
muy tranquilamente al Largo do Carmo que es el puente que conecta con el
ascensor (y es gratis) para ver las vistas.
La Rúa Augusta termina en la Plaza Pedro IV o Rossio (aunque le cambiaron el nombre, la gente nunca acusó recibo y sigue llamándola
Rossio), con sus fuentes de bronce traídas de Francia y completamente cubierta
por mosaicos blancos y negros formando olas (que han sido la inspiración para
aquella famosa vereda de Copacabana). La plaza del Rossio es tristemente famosa
por el palacio sede de la Inquisición en 1450, que quedó destruido tras el
terremoto y, luego de su reconstrucción, se destruyó de nuevo en el incendio de
1886 (por insistir). Felizmente, hoy en su lugar está el Teatro Nacional, que
comparte la plaza con una Estación de Tren de estilo neo-manuelino que parece
una fantasía, y con la Iglesia de Santo Domingo (con su impresionante interior
semi derruido desde el terremoto).
Pasando el Rossio, comienza la elegante Avenida Da
Liberdade, donde están los hoteles y las tiendas de lujo. Pero sinceramente lo
más lindo de la avenida (además de su arboleda) son los maravillosos dibujos en
mosaicos blancos y negros que hay en las veredas. Al final queda la Plaza
Marqués de Pombal con una columna que lo recuerda y un largo jardín verde en
subida, cuyos setos tienen curiosos diseños geométricos. Desde la parte
superior de este jardín se tiene una vista espectacular de la ciudad bajando
hacia el río Tajo. Por supuesto que ahí fue donde mi hermano quiso sentarse a
tomar mates (después de todo estábamos ahí gracias a él) y, como además
veníamos acarreando a Matías desde la Plaza de Comercio, nos vino bien el
descanso.
El domingo por la mañana, mientras esperábamos que los
hombres se alistaran, Mati y yo nos
sentamos al sol en la puerta de nuestra casita portuguesa, a ver pasar el
mundo. Al cabo de unos pocos minutos, los vecinos ya nos saludaban con
cariñosos Bom días como dándonos por
incorporados al barrio. Y debo admitir que, muy a mi pesar, me sentía bastante
cómoda ahí… entre portugueses ruidosos y edificios desconchados en el otrora
espeluznante barrio de Alfama (aclaro que el barrio dejó de ser un lugar
peligroso habitado por delincuentes y prostitutas, al menos hasta donde yo sé).
El día de sol nos acompañó en nuestra excursión a Cascais,
una población de playa a 30 kilómetros de Lisboa. Con un inconfundible aire
veraniego (aún cuando todavía hacía frío), la combinación de playa y palmeras,
el embarcadero lleno de barquitos despreocupados, y un pequeño centro turístico, es
un lugar encantador que bien vale una pequeña visita. Y sobre todo cuando el
más pequeñito de la familia tenía que conocer la arena. Allí se sentó Matías,
mostrando muy poco interés por el mar o por las olas, se sacó las medias y se
dedicó a manosear la arena un rato… y después intentó comerse un poco (porque
todas sus exploraciones científicas incluyen chupar el elemento a descubrir en
algún punto). Quedó encantado con su nuevo descubrimiento y yo también porque
si va a chupar por primera vez la arena de algún lado, mejor que sea la de
Portugal y no la del arenero de la esquina (que es en igual proporción arena,
piedras y cacas de gato).
Solo nos quedaba por visitar el barrio de Belem, uno de los lugares
más bonitos de Lisboa, a solo unos kilómetros del centro. Llegamos con hambre
así que nos aprovisionamos y armamos un pic-nic improvisado en el parque de la
costanera, con vistas a la sorprendente Torre de Belén que se alza a unos
metros de la costa, sobre el Tajo.
La torre es un ejemplo de la arquitectura manuelina (de
Manuel I de Portugal) que se desarrolló a finales del 1400 y está caracterizada
por su mezcla de estilos islámicos y orientales. Otro gran ejemplo es el vecino
Monasterio de los Jerónimos, que queda al otro lado del parque. Fue construido
para celebrar el feliz regreso del explorador Vasco da Gama de la India y
estuvo financiado por los impuestos obtenidos de las especias orientales. Se
eligió este lugar (antiguamente la Ermita de Restelo) porque allí fue donde
pasó una noche de oración con sus marineros antes de partir. Y ahí descansa el
célebre explorador ahora también, puesto que su tumba (y la de otros personajes
famosos de Portugal) se encuentra en el Monasterio.
Vasco da Gama fue el protagonista, en 1497, del viaje
oceánico más largo hasta el momento, que iba desde Europa directamente hasta la
India. Tan bien le fue y tan prósperas eran sus relaciones con el país de las
especias, que volvió 3 veces más y finalmente murió allí de malaria. Cuenta una
leyenda que en realidad sus restos siguen en India y nunca llegaron al
Monasterio de los Jerónimos.

Por muchas comodidades que tuviera nuestra casita portuguesa
por unos días, a nadie se le ocurría cocinar, así que anduvimos probando
restaurantes locales. Los caros, los baratos, los niños-friendly y los que la
sola presencia de un bebé a la hora de cenar les producía más asombro que si
hubiéramos entrado por la puerta con un oso pardo tamaño mediano. Pero más allá
de los lugares, hay una sola cosa que uno no puede dejar de comer si está en
Portugal: el bacalao; y más específicamente, el bacalhau à brás, el plato tradicional de la comida portuguesa y que
no es más que un revuelto de huevo, bacalao y papas pay. Riquísimo.
Lo malo de cenar por ahí era volver a casita. Con lo lindo
que es caminar por las ciudades de noche, los 3 accedíamos rápidamente a ir
caminando y nos arrepentíamos a los pocos minutos cuando nos encontrábamos con
alguna de las interminables subidas que tiene Lisboa (algunas en forma de escaleras interminables) y otra vez con las calles
destartaladas del barrio de Alfama. Allá íbamos los tres y medio (Mati en
general iba cómodamente instalado en su cochecito o en la mochila), escalera
arriba, cuesta abajo, nos perdíamos y nos volvíamos a encontrar. Aunque todo mi
organismo estaba al borde del ataque de nervios, no podía sucumbir al pánico
porque todo el mundo sabe que es un camino de ida... y además, ahora soy Mamá.
Mientras nosotros íbamos y veníamos en diferentes etapas de
nuestras vidas (como ya volverá Tommy también, probablemente acarreando a algún
otro ser vivo) Lisboa parece estar detenida en el tiempo, con sus calles
coloniales, los pisos de adoquines y los incansables tranvías que doblan las
esquinas en una maniobra imposible. Me alegro de haber vuelto. Por un lado,
porque me gustó mucho más de lo que recordaba, a mi hermano le encantó (como
había profetizado) y al fin entendí por qué me llevó Alejo hace tantos años:
porque Lisboa es diferente. Desde la simpatía del idioma y sus dulces
expresiones (aunque no tenga ni idea de lo que dicen), hasta su paisaje de
colinas… los bamboleantes tranvías y sus millones de cables que te rayan la
vista del cielo en cualquier lado de la ciudad, toda la pastelería portuguesa
por descubrir (a nosotros no nos alcanzaron los desayunos), los ruidosos pero
simpáticos cafés locales, la enorme Plaza de Comercio a orillas del Tajo y sus increíbles historias de supervivencia y reconstrucción. Lisboa es bonita, amable y colorida…
aunque de noche me siga dando miedo.