26 de septiembre de 2011

Crónicas caribeñas: De vuelta al paraíso

Ni haber vivido en Mercedes ni llevar prácticamente un año en las resequedades ibéricas podían haberme preparado para la ola de humedad que nos azotó cuando llegamos a la puerta del avión.

Afuera, la República Dominicana. Más específicamente, Punta Cana. Colón no lo sabía pero había descubierto la tierra de los resorts paradisíacos.


Bajamos del avión apantallándonos con cualquier cosa que tuviéramos a mano. En el aeropuerto, lo más parecido a un quincho de palmeras, una larga cola de turistas playeros desembocaba en el puesto para pagar las tasas. 10 dólares o 10 euros (de vacaciones el cambio justo no existe). De ahí a recoger las valijas, los que las tenían… nosotros, que viajamos a Rusia en invierno con solo una valija de manos, con un dedo acarreábamos la misma por el aeropuerto. Es más, llevaba cosas que no iba a usar.

En el colectivo que nos llevaba al hotel, nos dieron la bienvenida un dominicano al que no le entendimos mucho y un sinfín de bachatas caribeñas. Sufren por amor también en el Caribe, desde ya les aviso.

No puedo decir que haya visto por la ventana más que algunas casitas blancas y millones de palmeras formando bosques, también llamados palmares (como el de Colón, cuando no se incendia).

El autobús se detuvo. El Natura Eco Park Resort, nuestro hotel (al que, debo decir, no le teníamos demasiada fe porque todo nuestro paquete vacacional era sospechosamente barato) nos sorprendió muy felizmente. En la gran recepción, una construcción de madera con techos altísimos pero sin paredes, nos recibió otra cola: el check in.

Por defecto los empleados del hotel, nos hablaban en francés. Esas ocasiones fueron las únicas en que usé la mente, en una semana de vacaciones.


El clima cerca del mar es el peor para conservar las cosas. Parecería ser que la naturaleza recordara su facilidad para destruir lo que el hombre construyó. Lo sé porque tuve la suerte de vivir a escasos metros del mar. Prueba de ello son mis múltiples portarretratos corroídos por el salobre y mi calentador de agua de acero (que no resultó ser tan inoxidable como decía la caja).


Este hotel estaba construido, principalmente, en madera, aquello que soporta mejor las condiciones meteorológicas del lugar. Especialmente la humedad, que se adueña absolutamente de todo lo que llega hasta estas latitudes. Se agradece el aire acondicionado en la habitación para, al menos, hacer el intento de secar las cosas. Ale se mojó las zapatillas el día que llegamos y estaban todavía húmedas cuando dejamos la República Dominicana.

Como la mayoría de los resorts en Punta Cana, el hotel estaba formado por una especie de pequeños edificios de 2 o 3 pisos, que concentraban unas 30 habitaciones cada uno. Las habitaciones, inmensas, muy cómodas. Con un balcón desde donde mirar las palmeras. Y el detalle: las señoras de la limpieza decoraban con flores naturales, los pliegues de las sábanas, las toallas, hasta el rollo de papel higiénico. Un pequeño lujo.


Esta porción del mundo parece ser perfecta por su clima, cálido y húmedo todo el año. El hotel era pura naturaleza. Por los jardines, caminando hasta la playa, había todo tipo de vegetación tropical (unas palmeras en forma de abanico que no había visto nunca), además de lagos, patos, flamencos, tortugas, flores y más palmeras. Un mini ecosistema privado maravilloso.


Todo esto en medio de una geografía paradisíaca: interminables playas de arena blanca y fina como la harina, bordeadas de palmeras (no puede haber mejor combinación para el relax). Destacando especialmente el mar Caribe: cálido pero refrescante, transparente, celeste, con ondulantes bancos de algas que cambiaban el color del agua.

Así que ya teníamos el clima correcto, ideal para estar flotando en el mar; la flora y fauna caribeña; y la habitación con aire acondicionado y vistas. Que faltaba para hacerlo perfecto? El sistema all-inclusive (todo incluido). Y cuando digo todo, me refiero a todo… nada de eso de “bebidas aparte”, ni de propinas, ni ocho cuartos. Todo incluido, un festín para la imaginación.

Un buffet principal, con comida internacional y todas las noches un tema diferente; tres restaurantes de comida a la carta, cinco bares, de los cuales uno estaba en la playa y otro adentro de la pileta; un buffet de mediodía y un puesto de hamburguesas y panchos en la playa… es fácil entender nuestra preocupación: qué comer. Todo incluido.

Los primeros días fueron decadentes. Eso es, una vez vencido el miedo (a que tal vez no esté todo incluido), la barrera del decoro (que nos frenaba de los abusos), y el íntimo convencimiento de no colaborar con nuestra correcta alimentación… Era dejarse llevar por los instintos nutricionales más básicos: pancho a las 3 am, por qué no? Mojito a las 9 de la mañana? Claro!

Cuando no comíamos, estábamos tirados en una reposera mirando el horizonte, o flotando en el mar mientras los peces nos nadaban entre los pies, o tomando un trago en la pileta, contemplando la hermosa fauna turística que nos rodeaba.


Naturalmente, el hotel estaba habitado por una gran mayoría española (con sus dosis de topless reglamentario), que había trasladado su actividad habitual veraniega (caña y tapita en el bar de la esquina) a las aguas caribeñas. Las minorías que seguían eran, sorprendentemente, rusos; luego franceses, portugueses y algunos americanos.

Al segundo o tercer día, empezamos a descubrir que sucedían otras cosas en el hotel además de comer y retozar como lagartos. Un extenso horario de actividades de todo tipo (juegos, deportes, bailes, concursos) que abarcaba el día entero; tanto para el que quería participar, como para el que solo quería mirar. Entretenimiento 24 horas a cargo de unos dominicanos de lo más simpáticos y, sobre todo, muy cancheros para tratar a la gente.

Alejo, obviamente, se quitó del reposo absoluto y se dejó absorber por la multiplicidad de actividades… tentado especialmente por aquellas que involucraban una pelota. Voley, waterpolo, merengue, aerobics en la playa, concursos varios, aquagym, fútbol. Los juegos empezaron a superponérsele y se quedó sin hacer arco y flecha. La próxima, mi cielo.

Yo, animadora de corazón, de a ratos levanté mi vista de la lectura para observar a mi marido corretear por ahí. Lo que hace una por amor.

En el pico de la actividad frenética, un día fuimos a hacer snorquel. Divino, vimos cientos de peces de colores que se acercaban a comer de nuestras manos y nadamos por el arrecife de coral maravillados por las profundidades. Mi esposo podría contarles que yo flotaba por ahí saludando a los peces. Nada más alejado de la realidad, estaba intentando tocarlos y esa es mi versión oficial.

Cuando llegaba la noche, todos aparecíamos lindos y bañaditos para cenar. Temprano, porque después venía el espectáculo (todas las noches había uno diferente) que nos hacía llorar de risa y pasar un rato genial. Más tarde, música y baile. Eran días agotadores… nos arrastrábamos hasta la habitación a altas horas de la madrugada.


Pero, por qué vamos a Punta Cana? Por qué contingentes enteros de gente de todos lados del mundo nos subimos a un avión, de dudosa seguridad, y hacemos muchas horas para llegar a tal destino? La respuesta es una palabra: vacaciones.

Es verdad que uno viajando siempre la pasa bien, se divierte y conoce cosas interesantes. Pero todo eso no es descansar. Punta Cana para nosotros, fue sinónimo de vacaciones de verdad. Descanso y recreación en cuerpo y alma. Sin preocupaciones. Sin billeteras. Vacaciones para la mente. Vacaciones totales.

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