(Bangkok, Ramada Hotel, 6 pm.)
El taxi nos llevó por una
moderna autopista de muchos carriles hasta llegar a Bangkok. Bueno, realmente
todavía no sabíamos bien dónde estábamos. Ni el punto que éramos en el GPS de
Ale se ponía de acuerdo respecto a nuestra ubicación. Cuando el taxi tomó la
famosa Avenida Sukhumvit, hogar de los hoteles más lujosos de la ciudad y el
barrio más recomendado para alojarse, me dio la leve sensación de que mi
criterio de “belleza” tradicional, no iba a aplicarse por estos lados. Con la
propaganda que me había hecho Alejo (y las decenas de blogs que leyó al
respecto), yo me había imaginado otro tipo de barrio o, mejor dicho, un barrio
de otro color. El rasgo sobresaliente de la calle era sin duda, el gigantesco
viaducto de hormigón que la cubría como un techo, por allí corría el BTS, una
especie de tranvía muy moderno y cómodo, pero no del todo útil ya que no va al
centro histórico.
La calle en sí, aunque
grisácea, parecía sociable y vivaracha. Me intimidaban un poco los puestitos de
comida en la calle, de brochetas de hígado de pollo o albóndigas de cerdo. La
humareda que llenaba el ambiente y ese olor tan distinto a todo lo que había
olido antes, no combinaban con la refinada entrada al hotel Sheraton, a escasos
2 metros. Un barrio de contrastes: con montones de restaurantes con mesitas en
la calle, enormes centros comerciales (Bangkok es famosa por sus shoppings) y muchas
casas de masajes, cuyas fotos eróticas de las masajistas como publicidad, me
hicieron pensar que tal vez sean algo más. Seguramente volveré sobre el tema.
Ale me llevó a caminar por la
Avenida Sukhumvit en busca de la plaza Siam, pero resultó que ni quedaba cerca,
ni el camino era demasiado atractivo. Cuando íbamos por la séptima u octava
calle oscura, de dudosa seguridad y despoblada (excepto por hombres solos en
busca de vaya uno a saber y por alguna que otra parrillita con hígados de
pollo), tuve suficiente y me negué a seguir caminando, por más vibrante que le
parecieran a mi marido las calles que habíamos dejado atrás (con puestitos de
porquerías que se cerraban tanto que formaban un túnel, por donde caminábamos
de a uno). Si había un Bangkok lindo, habría que descubrirlo. Ese, desde luego,
no lo parecía.
Esa noche, cenamos en un
restaurante aceptable nuestra primera comida tailandesa, y caminamos las dos cuadras
aterradoras que separaban a nuestro hotel de la calle Sukhumvit. Mientras
miraba por la ventana de nuestra habitación la elegante vista de los
rascacielos de noche (que poco tenía que ver con la ciudad al ras del suelo),
traté de ponerle un adjetivo a Bangkok, “caótica” le iba bien y por más vueltas
que le doy sigo pensando que es la palabra más adecuada para describirla. Por
el lado positivo, como mi primera impresión de Bangkok fue tan descorazonadora,
todo lo lindo que surgió después fue una agradable sorpresa. La ciudad fue
sumando puntos a lo largo de mi estadía.
(Inciso aparte)
Yo creía que Myanmar no existía. Eso es lo que
pasa cuando le andan cambiando los nombres a los países, que se me mezclan con
los vecinos. Pensé “¿Birmania? Ya no es más. ¿Myanmar? No suena a nombre de
país de la actualidad.” Así que asumí que ese territorio era hoy Laos o Camboya
(dos intercambiables, por cierto).
Así que imaginen mi sorpresa cuando, al llegar a
Bangkok, me encontré con cientos de propagandas de Myanmar. ¡Hasta había
vuelos! Y ya me pareció demasiado que lo llevaran a uno en avión hasta un país
inventado. Le dirían "Bienvenido a Myanmar" cuando en realidad
aterrizó en la zona desconocida de Laos. Porque en realidad uno nunca sabe
verdaderamente a dónde llega por primera vez. Solo confía en los mapas por
donde vuela el dibujito de un avión y luego en el cartel de bienvenida del
aeropuerto.
Pero esta vez me tuve que rendir ante la
evidencia. No creo que se pueda inventar un país así nomás, con vuelos y todo.
Parece (no lo confirmo 100%) que existe Myanmar y es un país que linda con
Tailandia, Laos, China y alguna parte de la India. Su atractivo turístico, por
lo poco que pude apreciar en las propagandas, es una campana dorada gigante.
Suena a estafa, así que si alguien va a Myanmar, por favor, me confirma su
veracidad. Como diría una amiga “les dejo la inquietud”.
…
El nuevo día en Bangkok me
llenó de esperanzas y de desayuno continental (lo cual siempre predispone bien
los ánimos) y partimos, una vez más, a la aventura. Caminando por las calles de
esta ciudad a uno le parece que no va a ninguna parte, el problema es que la
gente no camina mucho, va de un lado al otro en transportes. Y hay muchos: a
parte del BTS están los coloridos taxis, las motos y los tuk-tuk (parecidos a
los moto-taxis peruanos, son triciclos motorizados con un carro donde se
sientan los pasajeros). El tránsito es, como se imaginarán, complicado y los
tailandeses no suelen limitarse por las normas de tránsito. Pero los atractivos
turísticos en Bangkok están esparcidos por todos lados, así que no se puede ir
caminando a ninguna parte. Además, los transportes son muy baratos (el taxi
desde el aeropuerto, a media hora de nuestro barrio, nos costó solo dos euros).
Era nuestra primera vez en un
templo budista, así que no sabíamos ni por dónde se entraba, ni qué se podía
pisar, ni cuál era la parte “importante” de estas iglesias. Cuando llegamos al
Buda Afortunado, nuestra primera parada, pisoteamos todo el templo antes de que
otro amable extraño se pusiera a hablarnos de nuevo. Es muy incómoda (sobre
todo para nuestras mentes desconfiadas) la manera en la que se te acercan los
tailandeses para ayudarte. Nos preguntaban cosas como en qué trabajábamos o en
qué hotel nos quedábamos, algo que resulta muy chocante. Pero luego nos
contaban cosas sobre ellos, su familia, su sueldo, tantas “intimidades” que
parecía casi de mala educación no contestarles sobre las nuestras. Terminábamos
recibiendo tanto recomendaciones turísticas como personales, nos decían que
tengamos hijos o que invirtamos en zafiros tailandeses.
Si algo tengo que destacar de
Tailandia es que los tailandeses resultaron ser gente tremendamente amable. Los
de la calle, es decir, aquellos no relacionados al turismo, especialmente. Las
sonrisas y esa forma suya de dar las gracias juntando las manos frente a la
cara y bajando la cabeza (un poco parecida a nuestra forma de rezar o de pedir
“por favor”) son gestos que están por todos lados. Tanto que uno también
termina sonriendo para todo. Hasta cuando alguno te intenta poner encima un
lagarto gigante para la foto. “Gracias, gracias” y muchas sonrisas. Pocos “no”
y muy pocas caras de enojo. La gente dedicada al turismo sí que tiene una
tendencia a aprovecharse de uno. Ya sea por los precios o por el hecho de que nadie
entiende mucho de lo que sucede alrededor. Las cosas, de cualquier modo, suelen
ser baratísimas, razón por la cual no siempre se junta la voluntad de pelear los
precios, pero es la actitud engañosa lo que a veces molesta un poco. Y, sobre
todo, el hecho de que uno carece absolutamente de criterio con el que comparar
los precios de las cosas, con lo cual, es imposible saber cuál sería el precio
“correcto” (por decirlo de algún modo). Prueba de ello fue cuando en el mercado
flotante, Ale vio un pequeño Buda verde que pasó de costar 2.500 bahts (75
euros) a 200 bahts (5 euros) en el extremadamente corto tiempo en que mi marido
dio tres pasos.
Después de ver el Buda
Afortunado, que era negro y es al que hay que visitar cuando se emprenden
nuevos negocios; fuimos al Buda Sentado, de un dorado furioso y cuyo templo
está decorado tanto con cosas valiosas como con baratijas. Los templos budistas
en cierto sentido, se parecen a las mezquitas, tienen todo el piso alfombrado y
casi no hay muebles. La parte “importante” del templo es el altar con el buda,
que puede ser de diferentes colores (hay budas negros, dorados y hasta uno
verde en el Gran Palacio) y suele estar en tantas posiciones como se imaginen
(el buda sentado, el buda parado, el recostado, etc.). El altar está
generalmente decorado en exceso, con tantas cosas que no se terminan de
distinguir, una combinación psicótica de cofres de oro, flores de plástico,
urnas con dinero, adornos de colores… un caos visual.
El budismo es una religión no
teísta, es decir, que no tienen un dios como las otras. Se creo a partir de las
enseñanzas inspiradas en la vida de Buda Gautama, durante el siglo V a.C. en la
India y luego se esparció por el mundo. Las sociedades predominantemente
budistas, como la tailandesa, se diferencian de las demás… Tienen una mezcla
entre calma, bondad e inocencia que es bastante difícil encontrar en el mundo
occidental de hoy. Quizás sea por las llamadas “nobles verdades” en las que
creen los budistas: la vida incluye sufrimiento, el origen del sufrimiento es
el anhelo, el sufrimiento puede extinguirse si se extingue su causa y el “noble
camino” para extinguir el sufrimiento es evitar los extremos, ni la
satisfacción desmedida, ni la mortificación innecesaria. Suena lógico, al
menos.
La joya turística de Bangkok
(para quien no va de compras o detrás de la prostitución) es el Gran Palacio,
en pleno centro histórico. Y allí nos dejó a continuación nuestro tuk-tuk, e
hizo un ademán con el brazo como para señalarnos el palacio, que tampoco era
tan difícil de distinguir. Fue la primera vez que nos encontramos con verdadero
turismo, marañas de turistas con sus cámaras listas y las mismas caras de
desorientación que nosotros. Tras pasar las enormes murallas rodean el recinto
del palacio, nos indicaron (muy amablemente, como siempre) que teníamos que
recubrir nuestro impúdico vestuario con ropajes provistos por ellos. A mí me tocó una
pollera larga hasta los pies y una camisa unisex (después me di cuenta que,
aunque había muchos talles, yo la había elegido especialmente gigante); y las
bermudas sensuales de mi marido fueron cubiertas por un pantalón. Más allá de
lo que pueda afectarme la norma de cubrirme con ropas anti eróticas para
visitar a esta deidad o a la que sea, hacía 40 grados y los ropajes bien
podrían haber sido de plástico, de hecho ya estaban sudados por otra gente
cuando nos los dieron. El calor era insoportable, creo que nunca tuve tanto
calor en mi vida (y eso que estábamos en la temporada fresca).
El Gran Palacio Real es un
recinto formado por muchos edificios junto al río Chao Phraya, tiene más de
200.000 metros cuadrados protegidos por una enorme muralla. Fue la residencia
del rey de Tailandia desde el siglo XVIII al XX, y se construyó cuando Rama I
decidió trasladar la capital del reino desde la antigua ciudad de Thonburi (al
otro lado del río) a la actual Bangkok.
La arquitectura de todos
estos edificios es increíble y llena de colores, con miles de pinchos, picos y
otros ornamentos puntiagudos que salen de los techos de los templos. El color
predominante es el dorado (tan brillante al sol del mediodía que nos cegaba),
todo es dorado o tiene detalles de ese color. Y el nivel de detalles en la
decoración es impresionante, a medida que uno se va acercando a los edificios
descubre flores, dibujos tallados y arabescos en cada una de las superficies.
La vegetación también juega un papel muy importante, hay árboles y pequeños jardines
por todos lados, muy cuidados pero sin una disposición en especial (eso es lo
que lo diferencia de los europeos, en este palacio no predomina la simetría).
Aún así, la armonía de todo el conjunto, el atractivo de los colores y las
grandes estructuras doradas, los detalles esperándolo a uno en cada rincón, es
lo que hacen de este palacio un lugar inolvidable y que vale la pena visitar,
aunque nos estuviéramos asando.
Comimos en el caótico
embarcadero junto al río Chao Phraya, luego de recorrer un mercadito, donde las
mujeres tailandesas preparaban bolitas de masa y hacían tiras de una carne
desconocida (todavía no nos animábamos a comer en esos lugares). Desde allí
caminamos hasta el famoso Buda Reclinado (Wat Pho) que, como la palabra lo indica,
es un gigantesco buda dorado recostado y que apoya la cabeza en una mano, tan
grande que parece no caber en su propio templo, los pequeños rulitos en su
cabeza tocan el techo. Todo el lugar es precioso, con jardines internos llenos
de árboles y edificios coloridos. Además, tuvimos la oportunidad de oír a los
monjes budistas cantado sus oraciones, era un grupo de todas las edades, desde
niños de unos 5 o 6 años hasta ancianos, todos con sus vestimentas naranjas y
las cabezas rapadas arrodillados sobre una plataforma elevada cantando.
Un tercer amable extraño
(esta vez un profesor universitario que volvía a su casa) se nos acercaría
mientras intentábamos sacarnos una auto-foto en el parque frente al Gran
Palacio. Después de darnos otras instrucciones turísticas (además de contarnos
y preguntarnos respectivamente varias cosas personales), nos habló sobre el
fabuloso Buda Parado que todavía no habíamos visitado y se ofreció a
acompañarnos en tuk-tuk hasta allí (puesto que él iba para el mismo lado).
Aunque yo le hubiera agradecido muchas veces y luego habría salido corriendo,
Ale dijo “¿Cómo no?” y allá fuimos, apretujados en el asiento del tuk-tuk hasta
llegar a un barrio oscuro y de dudosa calidad. En uno de esos barrios donde uno
esperaría que algo dorado no dure mucho tiempo, nuestro “guía” nos condujo a
ver el refulgente Buda cubierto de oro, de 32 metros de altura y que parecía
brillar en la oscuridad, y luego se despidió de nosotros saludándonos con la
mano.
Las cosas que hay para ver en
Bangkok se recorren en poco tiempo, con dos días alcanza, así que decidimos
contratar una excursión para visitar el mercado flotante de Damnoen Saduak y el
puente sobre el río Khwae. La experiencia en el mercado flotante fue, por
ponerle algún adjetivo, insuperable.
Quizás me predispuso mal la
excursión en sí. A las 7 am ya nos vimos envueltos en un enredo de tours y
combis, con guías que nos decían que vayamos o vengamos en un inglés
inentendible, nos pegaban etiquetas con la excursión que habíamos contratado y
básicamente, nos arreaban por ahí. Pero el mercado flotante, predisposición
aparte, es de locos. La fórmula es la siguiente: un gran canal de agua marrón y
oleosa (por el aceite de los motores), con embarcaciones tipo canoas largas,
miles de ellas llenas de turistas y unas quinientas llenas de mujeres
tailandesas vendiendo cosas. A los costados: más puestitos, más cosas, más
tailandesas… y por supuesto, más turistas.
Después del mercado visitamos
el barrio de los canales, con casas muy pobres enmohecidas por el clima y el
agua del canal, vimos un poco de selva y quizás el hospital menos confiable del
mundo. De recuerdo me llevé algunas cositas con motivos de elefante (el animal
nacional de Tailandia) y una patada en la cabeza de nuestro gondolieri
tailandés (fue sin querer, pero me la llevé igual) que insistía en que Alejo se
cambiara de lado para balancear el desequilibrio evidente de nuestro barco, que
iba haciendo Willy.
El Museo del Puente sobre el
Río Khwae o Kwai es una de esas maravillas desaprovechadas, como muchas cosas
en Tailandia. La historia de este puente (que se hizo famoso por una película)
se sitúa en la II Guerra Mundial, cuando los japoneses usaron sus prisioneros
de guerra (en su mayoría británicos) para construir un puente sobre el río Kwai
que les sirviera para aprovisionarse. Las condiciones de trabajo fueron
inhumanas y terribles, tanto que 13.000 prisioneros murieron. Los aliados
bombardearon finalmente el puente, que no se llegó a derrumbar del todo.
El museo tiene tantas cosas,
entre ellas los barcos-hospitales, los vagones-cárcel para los prisioneros,
cientos de cascos, dinero japonés, cartas de oficiales y miles de fotografías
de la época. Es una verdadera maravilla para cualquier apasionado de la II
Guerra Mundial, aunque el museo en sí resulta un poco tedioso y requiere
paciencia para leer y ver todo lo que hay. Si hubiéramos estado en EEUU habría
allí una ciudad interactiva, al menos eso lograría la atención de mucha más
gente y la historia se daría a conocer.
Aunque a nosotros sí que nos
dio tiempo puesto que el guía nos abandonó allí por cuatro horas. Hasta tuvimos
tiempo de ir a ver el monolito que pusieron los japoneses en honor a sus caídos
en las batallas del río Kwai (hay que tener cara). Mientras tanto, la gente iba
y venía por el famoso puente de hierro sobre un río marrón y anchísimo, y cada
tanto pasaba también un trencito de colores que estropeaba un poco el ambiente
histórico en el que estábamos imbuidos.
La versión top de las salidas
nocturnas (no es que tenga nada contra el barrio de los mochileros) es ir a
alguna de las increíbles terrazas de los hoteles por el barrio de Sukhumvit.
Tienen una vista alucinante de la ciudad que se extiende sin fin, con ese halo
de luz naranja que, aunque es una terrible contaminación visual, le queda
precioso. Además, siendo todo tan barato, uno puede tomarse un trago por unos
12 euros (“tragos maricones” los llama Ale a esos que vienen con sombrillitas y
rodajas de frutas), y sentirse como en las partes elegantes de la película
“Hangover II”.
(En el otro aeropuerto de Bangkok, 17.10.2013)
Ayer y hoy fueron días de
lluvia en Bangkok. En realidad, ayer fue un día de lluvia y hoy uno de diluvios
e inundación. Y, por una vez, les juro que no exagero. Ahora, desde la
comodidad de mi asiento en el avión que saldrá rumbo a Phuket, ya no llueve y
todo parece haber vuelto a la normalidad. Como evidencia de la inundación solo
queda mi abrigo todavía húmedo y una impresión rara en los pies. Aunque me puse
otras sandalias en el baño del aeropuerto, unas secas, todavía no logro sacarme
la sensación pegajosa que me dejó el caminar por las calles de Bangkok,
inundadas con medio metro de agua en la que morían ahogadas las cucarachas y
las ratas huían subiéndose a las macetas. Algo fabuloso.
Ayer llovía cuando nos
despertamos y no paró en todo el día, por algo se llama estación lluviosa. Salimos
con el paraguas del hotel (nadie lleva paraguas de vacaciones) rumbo al templo
de Watt Arun, del otro lado del río Chao Phraya en lo que era la antigua capital
del Reino de Siam: Thon Buri (ahora parte de la ciudad de Bangkok). En un
barquito cruzamos el río que, después de toda una noche lloviendo, era un
torrente descontrolado que arrastraba troncos y otras cosas que no quise mirar
con dedicación. Nuestra embarcación luchó contra la corriente hasta dejarnos
del otro lado, donde nos esperaba el asombroso Templo del Amanecer.
Si hay que admirarles algo a
los chinos es que poseen la capacidad de hacer suyo el barrio en que se
instalan. De una calle a la otra parece que uno cambiara de país
inesperadamente, todos los letreros son en chino, los mercados venden productos
chinos y la gente, por supuesto, es china. Nuestro paseo consistió en meternos
en las calles del mercado, cuyos puestitos atiborrados de cosas que se
desbordaban sobre la vereda, vendían desde armas hasta comida. A parte de las
armas y algún que otro producto de fontanería, éramos incapaces de nombrar lo
que veíamos, sobre todo en los puestos de comestibles: comidas rosas, formas
colgantes, ramas o algas, bolitas de cosas, aves decapitadas, cosas
gelatinosas. El verdadero desafío era encontrar algo identificable y con nombre
entre todas esas mercaderías que parecían sacadas de otro mundo. Mientras tanto
seguía lloviendo y éramos los únicos valientes visitando el barrio chino de
Bangkok.
Lo divertido vino la mañana
siguiente cuando, luego de ir a un mega shopping de tecnología que me vi
forzada a visitar por un rato, volvíamos al hotel en taxi. Llovía con globitos
por las calles de la ciudad y se empezaban a formar charcos. A unas diez
cuadras del hotel (y unas tres horas antes de que saliera nuestro vuelo a
Phuket) nos bajamos del taxi que no avanzaba en el tránsito y decidimos caminar
bajo la lluvia. Cuando doblamos en nuestra querida Avenida Sukhumvit, nos
encontramos con la inundación (que a esta altura no me sorprendió en absoluto).
El agua había empezado a subir, luego de llenar la calle se subió a la vereda y
pretendió entrar a algunos de los negocios. La gente, muy tranquilamente, se
sacaba los zapatos y seguía caminando con el agua hasta los talones, y a nosotros no nos quedó más remedio que hacer
lo mismo (excepto lo de sacarnos las zapatillas). Los tuk-tuk no andaban (el
agua les llegaba hasta el motor) y los taxis se negaban a juntar gente. La
dificultad estaba en las esquinas, por donde bajaban riachuelos de agua que nos
llegaba hasta las pantorrillas. En las veredas donde el agua había retrocedido,
la gente barría… ¡cucarachas! Montones de cucarachas ahogadas, ahora apiladas
en montoncitos. Y desde las macetas con plantas nos miraban las ratas (una
decena por maceta), con los pelitos mojados y cara de “odiamos la temporada de
lluvias”.
Con un ataque de risa por la
cara de las ratas y las pilas de cucarachas, no pude menos que coincidir con
Alejo cuando describió la experiencia de viajar por Bangkok como “violencia
sensorial”. Y así es, ningún sentido sale ileso de la cultura thai.