29 años y 4 meses
después de llegar a este mundo, llegué a África: un continente de aventuras y
libros de Wilbur Smith. Me llamó la atención el desierto. La cantidad
interminable de arena. Esas palmeras diferentes, que me hicieron pensar en oasis (aunque, como dijo la madre de un amigo, son
palmeras cuyas hojas no caen hacia abajo, de manera relajada como las del
Caribe. Estas tienen las hojas altas, apuntando hacia arriba, como en actitud
de huida). Y la sorprendente tonalidad del Cairo: color arena, con una capa de
arena para reforzar.
Pero empecemos por el principio… Tomamos un taxi hasta el
embarcadero de Kadiköy y ahí un ferry hasta el lado europeo, valija en mano.
Todavía seguimos aprendiendo sobre los transportes en esta ciudad, ahora
resulta que había un ferry que nos deja a solo 20 minutos del aeropuerto, algo
sumamente conveniente en esta ciudad de atascos. ¡Con los nervios que daban el cruzar
toda una ciudad, Bósforo incluido, antes de llegar al aeropuerto, antes de
realmente empezar el viaje! Aunque, a decir verdad, comparto la teoría de mi
Papá de que las vacaciones empiezan cuando uno se va de casa, quizás fuera
porque nosotros también él vive a una hora larga del aeropuerto.
En nuestro caso, empezaron despidiéndonos del portero amable
(hay otro portero mala onda y uno educadísimo) y dándole un tarro de aproximadamente
3 kg. de queso de granja que le habían regalado a Ale esta semana. El queso
vino acompañado de un mega panal de miel de abejas, pero ese me lo quedé porque
es no-perecedero y, para ser completamente sincera, menos intimidante que el
tarro plástico con un 47 escrito en fibra (que vaya a saber uno lo que
significa), de un saladísimo queso turco.
“Iyi bayramlar, iyi tatiller!” dijimos y también dijo el
portero (nuestra conversaciones suelen ser un intercambio idéntico de oraciones
complementarias, al menos en mi caso) y salimos de casa con nuestras habituales
valijitas de mano.
Una vez en el ferry (uno de los lujosos ferries de la compañía
IDO) nos deslizamos rápidamente por el Bósforo, rumbo al embarcadero de Bakirköy,
mucho más allá del centro histórico de Estambul y, afortunadamente, muy cerca
del aeropuerto Atatürk.
(Ya en el avión yendo al Cairo)
Digamos que a uno no le produce la mejor de las primeras
impresiones que, luego de la señal de abrocharse los cinturones, en el avión
suenen en árabe los cantos del Corán. Puede que haya puesto cara de pánico. Lo
siento, mis queridos amigos islámicos, pero como dice el dicho “Hazte fama…”. Y
qué necesidad tiene Egyptair de asustar a sus pasajeros occidentales, me
pregunté… y ahí me di cuenta que, junto a un matrimonio de la tercera edad
presumiblemente ingleses, éramos los únicos occidentales del avión. ¡Los
únicos! Ale no comprendió el motivo de mi alteración pero solo fue que me sentí
muy lejos de casa (entendiendo “casa” en su concepto más amplio: el mundo
occidental).
Las dificultades de viajar con Alejo incluyen,
invariablemente, el exceso tecnológico (sea cual sea el medio de transporte) y
las teorías conspiratorias sobre el mundo aeronáutico. Cuando viajo sola y con
libertad para hacer el check-in a mi gusto, imprimo los boarding pass… Mi
adaptación a la tecnología tiene sus límites y mis escasos 29 son demasiados
años en la era del papel como para confiar ciegamente en los boarding pass
virtuales que lleva Ale en el iPad. Algunas cosas todavía necesito que sean de
papel, materializa el compromiso de viajar para mí y me gustaría creer que
también para la aerolínea. Y, gracias a las descoordinación con que evolucionan
los países, Egipto y Tailandia me darían la razón a través de las caras de
desconcierto que ponían los empleados de la aerolínea cuando le mostrábamos,
como único comprobante de nuestro estatus de pasajeros, la pantalla del iPad
con unos cuadraditos blancos y negros (el código de barras de tickets
electrónicos).
Por el otro lado, hace un tiempo, Alejo descubrió (vaya uno
a saber cómo) que los asientos sobre el ala del avión son los más seguros (o
algo igualmente irrelevante). Desde aquel momento, no veo más que alas blancas
por la ventanilla del avión. Y, de vez en cuando, cuando alguna maniobra obliga
al piloto a ladear el avión, alcanzo a ver una escasa porción de la geografía
que cruzamos desde lo alto. Antes veía ciudades, aeropuertos, campos trazados
con líneas rectas. Ahora veo un ala, y una que no parece ni demasiado nueva, ni
demasiado limpia. Veo como se levantan partes y se alargan durante el
aterrizaje, y todo eso me hace desesperar aún más. Con silenciosa indignación,
me recuesto en mi asiento del medio entre un egipcio que lee un diario lleno de
jeroglíficos y un marido que, aunque lucha encarnizadamente por sentarse del
lado de la ventanilla, ahora duerme.
A lo lejos, más allá del ala, veo una nube gorda y, casi a
la vez, me arrepiento de mi decisión de sostener la lapicera con la boca
mientras guardaba la cartera debajo del asiento, me acabo de acordar que hace
un rato se la presté al egipcio. Gérmenes desconocidos del África islámica:
bienvenidos, tened piedad.
(Escala en El Cairo)
Presumiblemente por una tormenta de arena que hizo cerrar el
aeropuerto (por qué le hago caso a mi marido en sus teorías conspiratorias, es
algo que todavía no sé), se atrasó nuestro vuelo desde Estambul. Luego de haber
echado un vistazo corto (e interrumpido por el ala) a la ciudad de color de
todas las tonalidades de la arena, aterrizamos en el Cairo, en medio del verdadero
desierto, que parece interminable.
Contratamos un tour express para lo que duraba nuestra
escala en Egipto. En ese momento no lo sabíamos pero era un tour por los
extramuros del Cairo. Atravesamos con nuestras valijitas y quizás un poco de
cara de pánico el repletísimo estacionamiento del aeropuerto, lleno de gente
poniendo maletas y bultos en los techos de los autos. Recorrimos durante un
largo rato una autopista circular rodeada de enormes edificios en diferentes
estados de construcción (algunos muy nuevos) y también en diferente estado de
ocupación, que es lo que realmente me llamó la atención, que por cada inmenso
bloque de departamentos, solo había dos o tres luces encendidas.
Cruzamos un puente, donde el amable conductor (aunque su
amabilidad resultó que tenía precio) nos indicó el río Nilo, que en la
oscuridad reinante solo se veía ancho, calmo y negro. Y, luego de juntar a
nuestro guía al costado de la autopista (lugar confiable, si los hay), nos
metimos en un barrio de casas a medio construir, calles de tierra (o cubiertas
de tierra) y camellos y burros por todos lados. Junto a la reja por donde se accede
al predio histórico (que hubiera estado abierta de no ser las 7 pm y de noche)
el guía nos mostró las pirámides y nos explicó un poco de historia mientras se
hurgaba la nariz con un dedo. Aquello me distrajo un poco, así que tuve que
leerme la historia en Wikipedia, como siempre.
Las pirámides son inmensas tumbas (quizás las más originales
del mundo) y hay más de 100 en todo Egipto, aunque las más famosas, sin lugar a
dudas, son las de Giza, una pequeña población en las afueras de El Cairo. Allí
hay tres pirámides principales: la de Keops, la de Kefrén y la de Micerino,
tres generaciones de faraones, abuelo, padre e hijo de la Dinastía IV (año 2500
a.C.). Tal vez como respeto a su antecesor, cada uno de ellos construyó su
pirámide un poquito más chica que la anterior. La de Keops, la más grande y
conocida (con una altura de 138 metros), está considerada la única Maravilla
del Mundo Antiguo todavía en pie.
Existen muchas teorías sobre cómo se construyeron y quiénes
las levantaron, la más difundida (me veo obligada a contar versiones aburridas
que no incluyen extraterrestres) es que se creaban rampas de arena húmeda por
donde millones de esclavos (o quizás obreros felices, los egiptólogos no se
ponen de acuerdo) empujaban inmensos bloques de piedra que luego formarían las
siluetas escalonadas de las pirámides. Algo que no me esperaba es que esos
bloques fueran tan grandes, pesan dos toneladas y media, y son casi tan altos
como yo (aunque no es mérito, sigue siendo impresionante), imposible “subirlos”
sin la ayuda de los escalones tallados en la misma piedra.
La Esfinge, el otro gran monumento que acompaña a las
pirámides, tiene una historia curiosa: cuando se estaba construyendo la
pirámide de Kefrén apareció una enorme piedra que le tapaba la vista desde uno
de los lados, el faraón quiso destruirla pero sus arquitectos decidieron en
cambio, tallarla hasta convertirla en una escultura: un formidable león con la cabeza
del faraón Kefrén, que a esta altura no se pudo quejar, así quedaron esfinge y
pirámide en pie. Dos monumentos por el precio de uno.
Las pirámides son todo lo impresionantes que deberían ser.
Quizás lo sean más aún de cerca, pero eso vendría en otro momento, una semana
después. La vista a todo color la tuvimos desde la terraza del Pizza Hut que
está en frente, a donde nos llevó nuestro guía entre repartidores de pizza y el
personal de limpieza (les adelanté que no era un tour de lujo). Y nos volvimos
contentos al aeropuerto, con unas cuantas fotos de las pirámides iluminadas con
luces de colores, una sorprendente explicación sobre cómo se hace el papel de
papiro y un papiro de imitación en el cual un egipcio original escribió nuestros
nombres en jeroglíficos.
Al Cairo volveríamos una semana después, en otra escala con
otra excursión. La ruinosa ciudad logró superarse a sí misma y parecerme aún
más ruinosa y sucia, con bolsas de basura apiladas por todos lados. Pero las
pirámides también se superaron y lucieron todo su esplendor al sol y mucho más
cerca. Anduvimos por los caminos que conectan a las pirámides entre sí (todo el
lugar es mucho más grande de lo que imaginaba), trepamos por las paredes
escalonadas de Keops y entramos al complejo donde se practicaba la momificación
de los faraones.
Toda la zona donde se encuentran las pirámides, con el
desierto alrededor y la desvencijada población de Giza, lo dejan a uno con
cierto desasosiego (aumentado quizás por el poquísimo turismo que visita El
Cairo en estos tiempos). Es como si el esplendor de las pirámides no
consiguiera aplacar la soledad que transmite el océano de arena. Después de
todo, son tumbas en el desierto, nada menos festivo.
Aún así, gracias a la habilidosa práctica del guía y de los
tres chicos que nos seguían por el predio intentando que compráramos baratijas,
logramos unas fotos increíbles que captaron lo impresionante que es estar ahí
parado, junto a lo que fueron las estructuras más grandes creadas por el hombre
durante miles de años. Tal vez lo que las haga tan maravillosas sea el
emplazamiento: el desierto de arena que no parece terminar nunca y algunas
caravanas de camellos (que, aunque ahora estaban cargados de turistas, traté de
imaginármelos llevando mercaderes y bolsas de arpillera llenas de incienso y
mirra.)
El Nilo es una auténtica fuente de vida en esta inhóspita
región, tanto que su diseño determinó los contornos de un imperio y hoy de la
ciudad. Está bordeado de plantas y palmeras, un oasis de verdad, aunque menos
elegante de lo que uno pensaría. Hay que reconciliar las bellas historias de
Las Mil y Una Noches con este tipo de ciudades arenosas y caóticas, llenas de
basura, de gente por la calle y animales de carga… Cuesta bastante, aunque
también bastante ha cambiado El Cairo desde las épocas de las pirámides, o
quizás no. De cualquier modo, la Pampa tiene el ombú y El Cairo tiene las
pirámides, es imposible concebir uno sin el otro, y lleva siendo así tantos
miles de años que tal vez las pirámides sean el ícono turístico más antiguo del
mundo.
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