Hay un negocio
que te hace creer que cualquiera puede irse de camping. Se llama Decathlon y,
curiosamente, es francés. Ahí empezó nuestro viaje porque de campistas solo
teníamos la carpa que habíamos usado una vez en la vida para su propósito
inicial y después nos habíamos dedicado a pasearla por el mundo con la vaga
ilusión de mi marido de ir de camping algún día. Hasta ahora había dejado en
paz su ilusión porque no me costaba nada; porque para él, el mero hecho de
tener la carpa ya le daba una confianza ancestral en sus dotes de hombre en la
naturaleza y, sobre todo, porque mientras tanto seguíamos vacacionando en
lugares con camas, puertas y muebles.
Así que, con
Matías modificando los estándares de las vacaciones, el camping volvió a ser
una posibilidad real. "Siempre fue una posibilidad real!" protestará
Alejo y yo le contestaré que "sí, mi cielo". Pero todos sabemos la
verdad.
Quizás recuerden
de crónicas pasadas (Se trata de no extrañar la Bristol) que la carpa la compramos 15 minutos antes de
irnos de camping la vez anterior. Porque a nosotros el campismo nos sobreviene
como un tsunami empujado por la imposibilidad de encontrar hotel un día antes
de un fin de semana largo. No es algo que planeemos con tiempo.
Esta vez, con la
carpa ya comprada y trasladada de España a Turquía y ahora a Francia esperando
pacientemente que llegara su día bajo el sol, solo nos quedaba por comprar todo
lo demás. Por suerte existe Decathlon, que se lo hace a uno tan fácil que uno hasta
sale entusiasmado. Y no, no tengo acciones ni me pagan un porcentaje de sus
ganancias (aunque les dejo caer la idea, ejecutivos de Decathlon que puedan
estar leyendo esto).

Porque para mí
como mamá-escritora también ha sido "adaptarse o morir" pero menos
dramático. Más del estilo "escribir en el teléfono en los ratos libres o
chusmear las redes sociales". Iban ganando las redes sociales, debo
admitir, pero hoy era un día patrio en Argentina, y de tanto leer sobre los
héroes de la Revolución de Mayo, me dieron ganas de contribuir aunque sea un
poco con la humanidad. Algunos luchan por la independencia y otros salvan
vidas. Yo lucho por salvar a mis lectores del aburrimiento.
***
La ruta planeada
por mi marido fue la, incorrectamente llamada, Selva Negra (que solo se llama
“selva” en castellano, en todos los demás idiomas es “bosque”, lo cual se
ajusta mucho mejor a su realidad forestal). Su aislamiento geográfico la hizo
famosa en el siglo XVII por la ingeniería de precisión y la fabricación de
relojes cu-cú. De hecho, allí se creó la primera escuela de Fabricación de
Relojes en 1850.
El camino por la
Selva Negra comienza en el nacimiento del río Rin y termina en Araichgau. Pero
nosotros hicimos lo que quisimos y fuimos primero a la elegantísima ciudad de
Baden Baden, lugar de retiro de la burguesía en el siglo XIX. El paseo
Lichtentaler Allee, que es un hermoso jardín junto al canal del río Oos, y las
aguas termales (frecuentadas por el emperador romano Caracalla) son quizás, lo
más famoso de la ciudad. El hotel spa con las aguas termales quedará para la
próxima porque no nos animamos a soltar ahí a nuestro niño que enloquece con el
agua como los Gremlins.
(Inciso aparte:
como se me da por nombrar estos elementos de la antigüedad, como los Gremlins,
suelo meterme en internet para verificar, aunque sea si lo estoy escribiendo
bien. Primero había puesto “Critters” y entonces di con una página muy friki
que debatía largamente sobre la diferencia entre los Gremlins y los Critters, y
recapacité y me di cuenta de que, en realidad, yo me quería referir a los
Gremlins. Estas cosas son las que hacen enorme a la era del internet.)

Nuestro
recorrido nos llevó luego a Freudenstadt (una ciudad visitada
internacionalmente por su aire puro), a Triberg (donde vimos las cataratas más
altas de Alemania) y a Freiburg (con su famosa catedral), ciudades bonitas pero
olvidables. La ciudad que sí quedó grabada en mi mente y me sorprendió con su
belleza fue Colmar, en Francia, y el último punto de nuestro viaje antes de
volver a casa.

Colmar es quizás
la ciudad más linda que conocí en Francia. Es una ciudad del siglo IX, que está
en medio de los viñedos de la zona de L’Alsace y su centro histórico todavía
tiene en pié construcciones que datan de la Edad Media. Es adorable, es fácil y
peatonal, es muy pintoresca y dan ganas de sentarse en todas las esquinas. El
estilo de sus edificios es gótico alemán y del renacimiento, algo que ya habíamos
visto en lugares como Rouen y Honfleur, pero aquí parece haberse concentrado
todo y lo más bonito de la expresión arquitectónica. Las fachadas, que los
dueños deben mantener impecables y pintar de colores que no se repitan con sus
vecinos, son una atracción en sí misma. El canal, las iglesias, el mercado…
todo es precioso e invita a pasear y pasear sin rumbo. Pero lo más destacable
(y lo menciono porque es mérito de la ciudad moderna) es la iluminación de
noche: cada edificio, cada fachada, tiene un set de luces apostado en algún
lado para embellecerlo e iluminarlo. La ciudad se llena de colores de día y de
noche. Es, tal vez, lo que la hace más memorable y lo que más me sorprendió.
En medio de un
sitio tan estupendo, el hecho de que los restaurantes sirvan especialidades
locales alsacianas como codillo de cerdo o chucrut con variedad de carnes, es
un bonus. Al flammkuchen no le guardo
ningún rencor, pero es el primo flaco y desabrido de la pizza y no sé por qué
alguien inventaría eso, un híbrido entre una tarta y una pizza que no satisface
ni a los dietéticos ni a los gordos de corazón. Pero el codillo y el chucrut,
van perfectamente con el espíritu de la ciudad: satisfacción turística total.
Lleno de atractivo.

Lo que hace una
por un hijo, por un marido, por un fin de semana largo… Y aún así, todo valió
la pena. Hasta para mi incansable cinismo turístico todavía quedan lugares
hermosos por descubrir, aunque tengan los nombres mal puestos.
(Pd: para leer
más sobre la Selva Negra, vuelvan conmigo a Neuschwanstein: el loco sueño de un rey)