8 de julio de 2011

Crónicas francesas: Buscando la inspiración...

7 de Junio de 2011

La hoja en blanco es terrible, pero más terrible aún es la mente en blanco.

Y como el hábito hace a la virtud, acá voy una vez más… empezando por las pavadas y con la esperanza de que al final salga algo coherente.

Si voy a contar algo, tengo que remontarme hasta hace un mes y medio atrás… cuando nos fuimos de viaje al Valle del Loira, en Francia. No fue fácil decidir, es que, al estar en Europa, todo está cerca, hay tantos lugares que “tenés” que visitar, que al final es más complicado que otra cosa. Las opciones me matan. Así que primero definimos que queríamos hacer un viaje en auto, después resultó que venía Semana Santa y los vuelos salían una fortuna, y finalmente, no quería viajar más de 10 horas hasta el destino. Si hubiera tenido un compás hubiera sido más fácil…. O caía en el medio del Atlántico, o en algún lugar del norte de Africa o en Francia.

Con el tema de las opciones terminado (orientados definitivamente hacia Francia), pusimos el corazón en paz. El valle del río Loira es una zona justo debajo de París, de unos 200 km de largo que posee, además de su atractivo paisaje, una curiosidad: 42 de castillos de los siglos XV y XVI. El Valle del Loira y sus castillos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad y son visitados por miles de turistas, sobre todo en los meses de verano.

Para hacer el recorrido es casi imprescindible contar con transporte propio, ya que cada castillo está en un pueblo diferente y, si bien está todo muy bien señalizado, no parece que uno pueda manejarse en transportes públicos para llegar a cada uno de ellos. Dado que los castillos son tantos, antes de viajar, elegimos los que más nos gustaban para visitar, pero estando allá, vimos muchísimos más con solo cruzar los pueblos en los que estaban.

Nuestro hermoso autito, un Corsita con 200.000 kms, que se la venía bancando espectacularmente (nos llevó a los 5 a Asturias y su viaje triunfal y final, fue a las Fallas en Valencia)… sufrió un acto de vandalismo mientras dormía en el estacionamiento del Polideportivo que tenemos a una cuadra. Le arrancaron vilmente los espejos (todo el aparato espejístico, quedó como sin orejas). Y, aunque le compramos las orejitas nuevas, decidió estirar la pata. Al menos murió entero… y en Madrid.

Pero, cuando todavía estaba en terapia intensiva en lo del mecánico, a nosotros se nos vinieron los días encima y fue siendo hora de partir hacia Francia, en auto prestado, obviamente. Después de aprovisionarnos con la canasta básica familiar para viajes en auto, que incluye hasta un papel higiénico, salimos raudos hacia la ciudad de San Sebastián, en el país Vasco.

Me sorprendió mucho el país Vasco, principalmente por su geografía: es muy montañoso y verde y termina en pequeñas bahías con playa. Fue potencia industrial durante muchos años, los magnates de la minería y la industria, iban a construir sus casas junto al Mar Cantábrico, en la ciudad de San Sebastián, que es una belleza señorial y con una mezcla de estilos, entre francés y español.

Paseando por las calles de la ciudad, me asombró la arquitectura de los edificios, todos tan diferentes entre sí (algunos con cúpulas, con techos de pizarra azul, otros con balcones de hierro forjado, con lámparas antiguas y con todo tipo de decoraciones relativas al mar) y tan bien conservados. Las plazas y las fuentes estaban adornadas con flores de colores y los árboles podados con formas llamativas.

Toda la ciudad es especial, pero lo que más disfruté de San Sebastián fue, por un lado, el paseo de la costanera que recorre la bahía que forma la ciudad (llamada la Bahía de la Concha), a orillas del mar, con bancos de madera, faroles antiguos y bares de marineros. Y, por el otro, los puentes que cruzan el río Urumea que atraviesa la ciudad enroscándose como una serpiente y finalmente desemboca en el mar. Es una ciudad preciosa y muy aristocrática, de las más lindas que conocí en España.

Después de unas cuantas horas de viaje, con una parada para hacer un picnic en una de las miles de “áreas de servicios” que hay a los costados de las autopistas, llegamos a la bella localidad de Tours, que queda más o menos, en el medio del valle del Loira. Habíamos reservado una roulotte (o caravana) en un camping ubicado en una zona residencial magnífica, con un lago en el medio.

No contamos con que en Francia todo cierre a las 8 de la noche. Así que, cuando llegamos al camping (20:40 hs), estaba la barrera cerrada, la recepción cerrada, el kiosko cerrado… Caminé para un lado y para el otro, y encontré un timbre al que me aferré como a la vida misma (no quería dormir en el auto!). Y por allá apareció un francés despeinado en una motito. Rápidamente desempolvé mi francés para decirle algo coherente (entre la sorpresa y el pánico, no sé si me habrá entendido algo) y el señor nos dijo que lo siguiéramos y que hacíamos el check in oficial, por la mañana.

Así llegamos a la famosa roulotte que era una belleza! Como una casa rodante pero recubierta de troncos de madera; pintada de celeste y amarillo por dentro. Con una terracita con un juego de jardín, una parrilla y una sombrilla. Un lujo! Era como un mini departamento, organizado de la manera más ingeniosa.

Después de instalarnos, nos buscamos otro problema: cenar. Salimos en el auto a dar unas vueltas por los suburbios de Tours, solo para encontrar todo cerrado. Las panzas crujían y habíamos perdido ya la esperanza cuando de repente… Los arcos dorados. Cómo nos ama el señor McDonalds! Siempre tiene comida para nosotros. Así que compramos unos riquísimos combos y volvimos a la roulotte, donde nos sentamos en el reducido comedor a cenar. No se puede pedir más que eso.

Bueno, si es por pedir… Me hubiera encantado que tuviese baño la roulotte. Pero había que usar los del camping. Lo cual tenía cierta dificultad por la oscuridad reinante a partir de las 22 hs. Caminábamos agarraditos del brazo con Ale, esperando no tropezar con alguna bicicleta o con la cuerda de alguna carpa. Lo cual era mucho más digno que esa otra pareja que vimos, usando cascos de minería, de esos con la linterna en la frente.

“Pise algo”- dijo Ale con una cara que no pude ver porque estaba muy oscuro- “pise algo… vivo”. Muy mala fue la suerte del caracol que intentó cruzar el camino esa noche. Quedo finito como un panqueque.

A la mañana, fue despertarnos y salir a desayunar al jardincito. Me acerqué a la “épicerie” (despensa) a comprar una baguette y unas facturas. Todo el mundo andaba por el camping en pijamas y con la baguette bajo el brazo. Algo que veríamos repetirse muchísimo en la campiña francesa (lo de la baguette, no lo del pijama).

Como contaba antes, los Castillos del Loira son muchos y algunos son más famosos que otros. Cada uno está en un pueblito, generalmente del mismo nombre que el castillo. Los campos franceses y sus pueblitos son adorables, todo tan prolijo y ordenado, como sacado de una pintura. Flores por todos lados, cabañas de piedra con techos combados por el peso de las tejas, jardines de colores y herramientas para trabajar la tierra.

Si bien los castillos son impresionantes, lo son más por fuera que por dentro, ya que cuentan con muy poco mobiliario. A veces eso responde a que han pasado por muchos propietarios que fueron usando o vendiendo las cosas; otras veces es, simplemente porque no se usó tanto como lo planeado.

Empezamos yendo al Castillo de Villandry, conocido por sus increíbles jardines geométricos. Es como ver un dibujo en colores de distintas plantaciones. Van formado círculos, cuadrados, ondas y hasta corazones. Flores, vegetales y árboles frutales son los que arman estos motivos tan lindos, cada especie tiene reservado un pedacito de tierra y a la vez todo está entremezclado. Los cultivos se van rotando, así que en cada época del año se pueden ver diferentes cosas. Los caminitos entre los cultivos tienen pérgolas cada tanto, para protegerse del sol… es como ver a las damas antiguas con la sombrilla paseando por estos jardines.

De ahí a la ciudad de Tours, donde caminamos por callecitas serpenteantes hasta llegar al centro de la ciudad (verdaderamente, el centro, las calles son concéntricas a partir de la zona más vieja de Tours, la que tiene las primeras casas) donde se encuentra la bella Catedral. Es completamente gótica, con un millar de vitrós de varios metros de alto, que recubren las paredes hasta llegar al techo. Como entrar a una iglesia de la Edad Media.

Caminamos en un hermoso día de primavera, con la ciudad llena de gente, viendo peatonales, balcones con flores, mesitas en las veredas, olor a baguettes, parques, el puente sobre el Loira y el castillo de Tours… y nos sentamos en unos banquitos de un boulevard a comernos un “croque Monsieur” (media baguette con jamón, queso y salsa blanca, gratinada al horno).

Seguimos el recorrido en el auto rumbo al Castillo de Chambord, el más grande de todos los que se encuentran en el valle. Éste castillo, fue construido por Francisco I como refugio de caza. Pese a la monstruosa construcción y lo que le habrá costado, solo pasó allí 72 días de su vida. Una sola habitación del castillo, decorada totalmente con artículos de caza, fieras embalsamadas y pinturas de perros, recuerda el verdadero espíritu de ese lugar. El resto, no se usó demasiado y tampoco se amuebló, solo las habitaciones de la servidumbre fueron ocupadas.

Por fuera, Chambord es majestuoso…no hay otra forma de describirlo. Es increíblemente gigante y a medida que se presta atención, se descubre un absurdo nivel de detalle en cada rincón del castillo. La joya es una escalera de doble hélice (como una cadena de ADN), diseñada por el propio Leonardo Da Vinci. En realidad son dos escaleras que se persiguen y se entrelazan. Si dos personas suben, una por cada escalera, nunca se cruzan pero se pueden ver por ventanitas que hay cada cierto tramo de escalones. Obvio que lo intentamos, como dos tarados y nos saludábamos por las ventanitas.

Chambord es uno de los varios castillos en los que se puede pasar el día. Hay zonas de picnic, hay restaurantes, heladerías, parques y hasta se puede andar en bicicleta.

En el supermercado francés, pacífico y ordenado, (como no hay que pasar por este mundo sin dejar huella) Ale rompió una lata de Fanta y fue dejando todo un rio de gaseosa por los pasillos hasta que se dio cuenta, cosa que sucedió, por supuesto, después de pisar su propio charco y esparcir huellas pegoteadas por todo el lugar. Una maravilla. Cenamos en el camping una comida típica, “cassoulet”, un guiso de porotos blancos, con salchichas y cositas, muy livianito, y regado con Fanta, jaja.
Al otro día, nos dedicamos al castillo de Azay-le-Rideau, el que más me gustó para vivir, rodeado de un jardín inglés y un lago, que hace a la foto, porque entonces el castillo se refleja en el agua. También paseamos por el pueblo y por un mercadito de productos típicos, como ostras, quesos, vinos y frutas…muy francés, muy de película. Un señor llevaba probado, en mi opinión, el quinto vaso de vino, cuando al fin se decidió qué llevar. Y los maestros queseros, cortaban y servían con la mano, como quien sabe lo que hace.

Vimos solo por fuera el castillo de Ussé, en el que se inspiró el cuento de La Bella Durmiente; y seguimos camino hacia Chenonceau…la verdadera joya del Loira. Estacionamos en el abarrotado parking al aire libre y bajamos del auto con nuestra cesta del pic-nic. Almorzamos en uno de los parques alrededor del castillo, había mesitas a la sombra, junto a un canal de agua, y familias enteras comiendo en una lona debajo de un árbol. Luego de las papas fritas, los sandwichitos y las golosinas de postre (y después de que Ale tomara una mini siesta), compramos las entradas.

Por un larguísimo camino rodeado de eucaliptus caminamos hasta llegar a la entrada oficial del castillo. A nuestros costados, dos inmensos parques frente al río, uno de la esposa y otro de la amante del monarca. Ambos con dibujos geométricos hechos con flores y plantas, y cada tanto alguna fuente. Pasamos por la puerta principal, junto con los cientos de miles de turistas que había y entramos en el hermoso castillo de Chenonceau.

La visita en estos castillos, suele ser con mapa en mano y por cuenta propia, hay miles de habitaciones por visitar, y seguramente no olvidamos de algunas. Las más bellas son, sin duda alguna, la cocina y el salón de baile. La gracia de Chenonceau es que, aunque originariamente fue construido en la ribera del río, luego se lo amplió hasta llegar a la otra orilla, formando una especie de puente/castillo sobre el cauce del río. La cocina, en la planta inferior, casi tocando el agua, tiene una puertita para recibir directamente a las embarcaciones que venían a dejar sus mercaderías. Y el salón de baile está justo en medio del río, por sus múltiples ventanas se ve a ambos lados el agua. Muy elegante, con sus baldosas blancas y negras y sus ventanas de madera abiertas de par en par para que corra la brisa.

Después de pasear por decenas de habitaciones, algunas muy amuebladas y decoradas, otras con poco más que un adorno; algunas insólitas, como aquella absolutamente pintada de negro, donde se recluyó una viuda a pasar el final de sus días; y otras dignas de ver, con las paredes completamente empapeladas pero con telas bordadas o inclusive con cuero, se veían los clavos que lo afirman a la pared; chimeneas inmensas, mesas de madera del siglo XV, etc. Todo muy bonito, pero en este como en los demás castillos, nada supera la vista exterior que es regia, cada uno de ellos me sorprendió con un panorama digno de un cuento de Disney… impecable, hecho para la foto.

Por la noche, nos fuimos al castillo de Blois, donde se presentaba el primero de los muchos espectáculos de luz y sonido que se hacen en los castillos durante el verano. El de Blois es un edificio singular porque desde el patio interior se ven las 4 fachadas diferentes, correspondientes a distintos estilos y, por supuesto, artífices, que forman el castillo. Norte, sur, este y oeste; parecen paredes de edificios disparejos, como si las hubieran pegado formando un collage raro. En sus paredes se proyectan, con láser, dibujos, imágenes y recreaciones de una pequeña obra teatral, a su vez, varios locutores relatan las historias e interpretan a los personajes.

No entendimos ni jota, de más está decirlo. Pero vimos embelesados los hermosos dibujos en las paredes, parece que estuvieran pintados sobre la piedra, hasta proyectan un cortinado con borlas que cuelgan de las ventanas; y después leímos en el folleto de qué se había tratado la historia.

Bajando por las callecitas de Blois, hasta llegar al auto, paramos en una librería que estaba cerrada pero tenía fuera varios cajones con libros gratuitos para quien quisiera llevárselos…primer mundo total. Nos llevamos uno cada uno, para cuando nuestro francés esté más avanzado.

Al otro día, ya era hora de dejar Tours, la roulotte y el Valle del Loira. Después de desayunar, pusimos rumbo al pueblito de La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Un poblado encantador, completamente volcado al mar y a los pescadores. La costanera era una sucesión de restaurantes de mariscos, con las mesitas afuera y decoraciones marinas como redes y salvavidas. Frente a eso, miles de yates descansaban meciéndose con el oleaje y más allá, dos torres antiguas, que marcaban la entrada al embarcadero de La Rochelle. Después de las torres, la salida al Océano Atlántico.

Nuestro domingo de Pascua, almorzamos “moules marinières” (mejillones con salsita) en uno de los restaurantes, mirando los barquitos y fundiéndonos con los locales… Una caminata bordeando el embarcadero, por los puestitos de artesanías y más allá de las torres a ver lo baja que estaba la marea.

La última parada antes de dormir ese día, fue la ciudad de Bordeaux, que me hacía mucha ilusión. Ilusión robada porque, aunque la ciudad está construida con mucha elegancia y los edificios son increíbles, se ve muy linda desde el auto, pero no es lo mismo andar caminando por sus calles. Está invadida por la comunidad musulmana de origen africano que lleva consigo, no solo sus productos (supermercados propios, tiendas propias) sino también sus tradiciones, que son menos bellas… como la de los hombres de pasarse el día sentados en la vereda charlando a los gritos, fumando hachís y peor, ensuciando las calles.

Saben que soy una maricona, así que al mero avistaje de un africano vestido con túnicas de colores, gritando en árabe y fumando hachís… digamos que me cambió el semblante y ya nada me gustó demasiado. Como se mal predispone uno… puede que en alguna que otra foto salga con cara de pánico.

Descansamos en un bello hotel de ruta, muy gracioso porque parecía de juguete, como si las habitaciones vinieran armadas y las pusieran unas sobre otras. Desayunamos y seguimos viaje hasta San Sebastián. Una parada más a cargar gasolina, unos sándwiches (ya españoles) en el restaurant de la estación de servicio y finalmente, casita madrileña.

Un viaje fabuloso! Todo el Valle del Loira parece sacado de un cuento, o de una pintura francesa, mejor dicho. Imposible no encontrar la inspiración ahí.

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