20 de julio de 2011

Crónicas italianas: Flor de ciudad

(Este artículo salió publicado en el diario La Nación, sección Turismo, el domingo 2 de Octubre de 2011, en la edición impresa.)

Otra vez las rueditas de mi valija recorrieron calles de adoquines hasta llegar al hostel. Ale, que se dedicaba a charlar en italiano con cuanta persona le prestara atención, se quedó hablando con alguno. Y yo, que no entendía nada más que palabras sueltas me busqué una actividad más digna que asentir y sonreír mientras mi mente nadaba en la ignorancia idiomática: estudiar el mapa de Florencia.

En plena región de La Toscana, a la que tal vez hayan visto en algunas películas (“Bajo el sol de la Toscana “o “Un paseo por las nubes”), tierra de viñedos, quesos y deliciosas comidas, se ubica la ciudad de Florencia. Una miniatura de Roma, más bonita y fácil de recorrer.

En mi mente buscaba alguna imagen de Florencia, una foto, algún monumento… algo que esperar. Solo me devolvió un mísero recuerdo: la escultura de un hombrecito gordo sentado arriba de una tortuga, en una fuente, que había visto en los libros de fotos en mi casa. Eso era todo lo que mi cerebro había guardado sobre Florencia.

Por esto mismo, no sorprende imaginar que me quedara de piedra cuando dimos vuelta a una esquina y se apareció ante mis ojos el Duomo (Catedral). Inmenso, totalmente cubierto de mármoles de colores, extraordinariamente detallado. El conjunto arquitectónico, está compuesto por el Baptisterio de San Juan, que es una especie de edificio octogonal que queda en frente, en el que destacan las puertas de bronce con escenas de la vida de San Juan Bautista; la Catedral Santa María del Fiore (de la flor), creada para superar a las catedrales de Pisa y Siena, es famosa por su cúpula, aunque lo que realmente me maravilló fueron los colores de los mármoles que la recubren: verde, blanco y rosa; y el Campanile (campanario) que es una torre fuera de la iglesia pero decorada de igual manera.


Todo junto resulta alucinante. Después me di cuenta que este estilo arquitectónico gótico-renacentista, proliferó mucho en Florencia y se lo puede ver en varias iglesias. Para mí fue una novedad: iglesias de colores pasteles.

El centro histórico de Florencia es peatonal. Y si no lo es, lo parece. Caminamos por una de estas anchas calles peatonales, entre tiendas de moda, negocios de gelato e iglesias antiguas. Nos desviamos porque nos llamó la atención una calesita, de esas antiguas, con los caballos pintados de colores. Llegamos a la Plaza de la República, un lugar con aires franceses, con un gran arco abriéndose paso entre los históricos edificios que rodean la plaza.

Tal vez uno de los puntos más destacados de la ciudad sea la Plaza de la Señoría, donde se encontraba el corazón del poder civil y social de Florencia. A primera vista llama la atención el Palacio Vecchio (viejo) que se alza como una estructura fortificada medieval con una torre de 96 metros. Una bonita fuente con Neptuno y varias esculturas decoran la entrada al palacio. Una de ellas, la reconocí en seguida, una réplica del David de Miguel Ángel: una escultura limpia, prolija, sin demasiadas ínfulas… me gustó.


Frente al Palacio Vecchio hay una especie de galería de esculturas, rodeada de columnas, llamada Loggia dei Lanzi. La pieza más hermosa es la estatua verde de Perseo. Pero, la gracia de esta galería, dista mucho de ser el arte. Parece ser que allí no se puede comer, un gran cartel en la entrada lo anuncia bastante claramente y, un guardia de seguridad es el encargado de hacerlo cumplir. Ahora, en el centro neurálgico de Florencia, donde todo ocurre, con 35° de calor, uno se compró un helado o una porción de pizza y, qué busca? Un lugar a la sombra donde sentarse. Las escaleras de la galería resultaban irresistibles.

Nos divertíamos descubriendo gente que comía antes de que el guardia echara a correr hecho una furia y gritando improperios en italiano. El señor se tomaba muy enserio su trabajo. Llegaría a su casa agotado. Llorábamos de risa cuando un chino sacaba una mandarina y el guardia tomaba carrera. Un señor se sacó el sándwich de la boca, estaba casi masticado. Más de uno se tragó el chicle para no tener problemas. Que espectáculo!

Desde la Plaza de la Señoría hasta el río Arno, hay solo un par de cuadras. Atravesamos el patio de la Galería Uffizi, un palacio inmenso que contiene una de las colecciones de arte más importantes del mundo. Si bien los museos de arte no son mi cosa preferida, vale la pena entrar en esta galería para ver “El Nacimiento de Venus”, la pintura de Botticelli, tan famosa como bonita. También son muy lindos los corredores del primer piso del palacio, con suelos blancos y negros, techos decorados con frescos que ilustran las ciencias y con esculturas de la época de los Médicis.

El río Arno corre lentamente, ancho y denso, con tan poca elegancia como el río Luján, pero en Italia, que es otra cosa. Las vistas son hermosas, de todos modos, porque la línea de edificios de colores terrosos, con balcones de hierro y techos rojos, se refleja en el agua. Ideal para la pintura, parece una ciudad pintada en un lienzo.


Un poco sin saber lo que era, me encontré con el Ponte Vecchio (puente viejo, no “bellio”), el más antiguo de toda Europa. Un puente medieval que se ve como una sucesión de casitas de colores, medias feúchas, con tres arcos en el centro. Cruzándolo, descubrí que es de adoquines, y a cada lado tiene una hilera de estas casitas, que son joyerías muy elegantes. En el centro, donde están los arcos, se ve el río a uno y otro lado. Un momento fotográfico, helado en mano, como corresponde a un paseo italiano en verano.

Del otro lado del Ponte Vecchio, caminamos por callecitas intrincadas hasta llegar al Palacio Pitti (la familia enemiga de los Médicis), al que íbamos para visitar los Jardines de Bóboli, rediseñados por los Médicis, luego de comprarles el palacio a los Pitti. En él hay todo tipo de fuentes y esculturas hermosas, entre ellas, la del hombrecito gordo sentado arriba de una tortuga (aunque nunca la vimos). También en estos jardines, en un graderío con forma de teatro romano, se celebraron las primeras óperas de la historia.


Volviendo de los Jardines de Bóboli descubrimos unas curiosas placas en las paredes de los edificios. Variaban en su altura, algunas estaban puestas a un metro y medio del suelo, otras pasaban los dos metros. “El 4 de noviembre de 1966 el agua del Arno llegó a esta altura”, rezaban las placas, recordando la gran inundación que sumergió a media Florencia. Impresionante imaginar la ciudad bajo el agua.

Esa noche nos dedicamos a las exquisiteces de la cocina florentina: “crostini di fegatini”, unas tostadas con una preparación de hígado de pollo y cebollas; absolutamente deliciosas. Y “stracotto al barolo”, estofado de ternera al vino; espectacular, se deshacía en la boca. Todo esto, sentados en las mesitas decoradas con velas, de un restaurant típico, en una placita en algún lugar del centro de Florencia.

Un día de estos de 30 grados que nos estaban haciendo, me tuve que poner el cárdigan para entrar al Duomo. Y después sacármelo para subir los 800 millones de escalones hasta lo alto del campanario. No terminaban más esas escaleras de piedra, angostas… pero cuando llegamos arriba, una vista impresionante de la ciudad nos esperaba. Además de ver en todo su esplendor la cúpula de la catedral, vimos la extensión enmarañada de techos de tejas rojas y edificios añejos que es Florencia, una inconfundible ciudad de la Toscana.

En la Iglesia de la Santa Cruz, visitamos tumbas de famosos artistas, como Dante Alighieri y Nicolás Macchiavello. Unos helados después, emprendimos una larga caminata donde volvimos a cruzar el Ponte Vecchio, recorrimos la margen opuesta del río Arno y subimos por otras interminables escaleras (un día excelente para los glúteos), ésta vez al aire libre, que nos llevaron hasta lo alto de la Plazoleta de Miguel Ángel. Desde allí arriba se ve la antigua muralla que protegía la ciudad, el Arno con todos sus puentes, también la cúpula de la Catedral y la altísima torre medieval del Palacio Vecchio. Una vista encantadora y el lugar para la foto perfecta de Florencia.


Para reponer energías, más delicias florentinas; tantos escalones hubieran resultado inhumanos si no cenábamos unos “spaghetti fungui porccini” para compensar. La paz llega con la panza llena. Y, esa noche, también llegó la procesión de Corpus Cristi, que nos encontramos mientras dábamos un paseo. Todas las congregaciones religiosas, vestidas con diferentes atuendos, también las monjas y los pacientes discapacitados del hospital, desfilaban por la ciudad llevando velas encendidas. La procesión terminó con la entrada al Duomo por las puertas principales, un lujo que nos permitimos compartir para ver de cerca la cúpula recubierta de frescos; así como también (mi marido es un cholulo) al intendente de Florencia y a las altas esferas políticas y religiosas.

Un último desayuno con “cornettos” (facturas gigantes), un paseo por la ciudad como a quien ya todo le resulta familiar y conocido, un último “gelato”… tren a Roma, avión a Madrid.

Podría confesar un secreto: viajar cansa. Las ciudades le dan vuelta a uno por la cabeza, una tras otra, todas con sus cosas distintas y sus cosas iguales. Conocer no es la gracia de viajar. Yo no viajo para conocer. Por qué, entonces? Por la sorpresa. El sentido de viajar está en sorprenderse, asombrarse, maravillarse… encontrarse con aquello que no esperábamos ver. O descubrir que las cosas no eran como imaginábamos. Conocer solo es el resultado de haber andado por una ciudad. Ahora conozco Florencia. Soy más sabia? No tanto, pero sí más feliz.

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