10 de septiembre de 2012

Bailando al son de Viena



Viena es, probablemente, una de las ciudades más musicales que existen. Recibió a Mozart en sus años de esplendor, cuando componía obras enteras en una noche, produciendo el estupor general por su talento; todavía tiene la Ópera más famosa de Europa y en su Cementerio Central descansan los restos de compositores como Beethoven, Strauss y Brahms.

La Opera de Viena
La música clásica para mí fue siempre algo entre lo divino y lo humano, y de lo cual no entendía mucho. Pero es imposible no dejarse atrapar en Viena por tanta tradición musical y talento reunidos en una sola ciudad y, sobre todo, tanta elegancia.

Uno de los parques
Con sus majestuosos edificios imperiales, poco cuesta imaginarse a los carruajes recorriendo las calles de adoquines, deteniéndose en la puerta de algún teatro para dejar que bajen señoras con pomposos vestidos o distinguidos señores con bastón y sombrero que acuden a la obra del momento. Los carruajes siguen estando, y las calles de adoquines también… Es curioso, pero toda esa Viena sigue estando ahí, impertérrita ante el paso de los años (aunque un poco reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial).

Una visita obligada en Viena (aunque odie esa frase y, además, luego de haber comprado la guía el último día, me dé cuenta de que me faltaron mil cosas por ver) es la plaza llamada Stephansplatz, donde se encuentra la Catedral de San Esteban. Una iglesia muy curiosa porque tiene el techo cubierto de tejas esmaltadas de colores verde, blanco, amarillo y azul. Como sus paredes se han oscurecido con los años, presenta caras grises y otras ennegrecidas, eso le da un aspecto bastante tenebroso que combina perfectamente con el interior.

Stephanplatz
 En los alrededores de Stephansplatz, que es uno de los lugares más visitados de la ciudad, se hallan las peatonales más elegantes. Los altos edificios señoriales de diferentes estilos, casi todos en tonalidades crema o amarillo, con balcones de hierro y techos verdes o de tejas negras, albergan las primeras marcas.  En una de estas peatonales se encuentra la Columna de la Peste, de 18 metros de altura y que fue erigida luego de que la ciudad venciera la epidemia en el 1600, así que está llena de personajes tenebrosos y en la punta tiene gordas decoraciones doradas con el escudo de los Habsburgo (la casa real vienesa).
Una de las peatonales, con la Columna de la Peste al final 

Otra de las cosas que hay que ver es el Museum Quartier, que es la zona de parques donde se concentran los mayores museos de la ciudad. Es un sitio precioso, lleno de flores, donde la gente va a pasear o a leer sentados en el pasto. Cruza por el Museum Quartier la avenida llamada Ringstrasse, el lugar donde antes estaban las murallas de la ciudad y es hoy un anillo que encierra el centro histórico de Viena. A los costados de la Ringstrasse se encuentran los imponentes edificios del Parlamento (que llama la atención por ser completamente blanco), la Ópera Estatal de Viena (probablemente el edificio más hermoso de la ciudad), el Teatro del Pueblo y la Municipalidad (con estilo gótico y de piedra oscura, que parecería sacada de un cuento de terror si no fuera porque la adornan miles de malvones rojos).

Frente al Rathaus (o municipalidad) hay una plaza que sirve de lugar para todos los festivales que se realizan en verano. Estando nosotros tocó el Festival de Cine que, en realidad, era más de música porque pasaban en una pantalla gigante videos de conciertos. Luego del anfiteatro (que consistía en cientos de sillas frente a la pantalla), sobre la plaza se abrían paso una gran cantidad de puestos de comidas de todo el mundo.

Bratwurst, con chucrut y mostaza dulce
Por supuesto que la comida estelar de Viena (así como de Alemania) es la salchicha o “bratwurst”. Las hay largas y flacas, gordas, blancas y rojas, vienen hervidas o a la parrilla; para todos los paladares, y aunque sus nombres sean imposibles de pronunciar, solo basta con señalarlas con el dedo en los puestitos de la calle o en las fotos de un menú. Casi siempre vienen acompañadas de chucrut y de una mostaza casera que es terriblemente dulce.

Apfelschmarrn
De postre nos tocó probar el “apfelschmarrn”, una comida típica de Austria que consiste en trocitos de panqueques o crepes caramelizados en una sartén y que se sirven con compota de frutas. Muy rico, muy pesado. Como también lo es la Sachertarte, una torta de chocolate famosa en la cuidad. Todos los platos austríacos parecen estar hechos para el más crudo invierno.
Sachertarte y Apfelstruddel

Visitamos dos de los palacios de Viena: Belvedere y Schönbrunn. El primero, aunque se trata de dos edificios muy bonitos (uno en la parte alta y otro en la baja, separados por un jardín), no me impresionó demasiado. Además, por dentro es una galería de arte que contiene obras del famoso pintor austríaco Gustav Klimt, que yo desconocía por completo, como era de esperar. El segundo, el Palacio de Schönbrunn, me encantó. Conserva la mayor parte de sus habitaciones imperiales de la época del 1700 (contaba con más de 1000 estancias), con los muebles originales, espejos y arañas de techo. Muchas de ellas tienen una curiosa decoración: paneles chinos pintados, que se incrustan a las paredes a través de marcos dorados. 

Palacio de Schönbrunn
En los jardines, que son inmensos y suben por la colina hasta llegar a la llamada Glorieta (un pabellón desde el que se tiene una maravillosa vista del parque y del palacio), se encuentran fuentes magníficas como la de Neptuno o las Ruinas Romanas, y el zoológico que fue el primero en el mundo. El palacio de Schönbrunn también alberga insólitas historias como la de Sisi, la emperatriz, obsesionada con su belleza y su pelo, y con un ligero problema de anorexia. Y también aquella sobre la enorme pintura de la paz y de la guerra en el techo del salón principal sobre el que cayó una bomba (que no llegó a explotar) durante la Segunda Guerra Mundial y solo destruyó la alegoría de la guerra.

De los parques que adornan Viena, el más lindo es el Stadtpark, un enorme jardín inglés con lagos y sus correspondientes patos, en el que se encuentra la estatua dorada de Strauss y un monumento a Schubert.

Mientras paseábamos por la ciudad entramos a la iglesia de Karlskiche, flanqueada por dos columnas gigantes y desde cuya cúpula se tiene una maravillosa vista de Viena. Vista que no disfruté en lo más mínimo, luego tener que subir por un ascensor transparente de dudosa seguridad y por una escalera de andamio hasta el techo de la cúpula (que se curvaba sobre mi cabeza) y salir por un hueco a la parte más alta, rodeada de ventanitas enrejadas. Toda la excursión me perturbó sobremanera.

Más lindo fue el paseo por el Naschtmarkt, el mercado de moda donde se pueden comprar productos de todo tipo y origen, y luego sentarse a comer bocadillos elegantes o a tomar el cóctel del verano, que en este caso se llamaba “Hugo”.

También visitamos la casa donde vivió Mozart (aquella que aparece en la película Amadeus) y recorrimos las vacías habitaciones imaginándolo componer a altas horas de la noche en aquel lugar recargado de decoración (y con poca tranquilidad entre mujer, niños, invitados y hasta un perro).  Luego nos perdimos en el Cementerio Central, donde nos entretuvimos viendo tumbas de lo más escalofriantes hasta encontrar aquellas de Beethoven, Strauss, Brahms y un señor llamado Boltzmann, un renombrado matemático e inventó una ecuación que hoy está gravada en su tumba. Bien por usted. Mozart no tiene tumba ya que, tras dilapidar su fortuna en entretenimientos varios, fue enterrado en una fosa común. Me pregunto si fue la envidia lo que evitó que alguien pusiera el dinero para un entierro al que fue, tal vez, el genio musical más grande de la época.

Festival de Cine en el Rathaus



2 comentarios:

  1. Muy interesante el post y las imágenes muy bonitas. Ya te sigo. Cariños Lou

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