Si hubiera sospechado lo que se oye después
de muerto, no me suicido. Pero no lo
sabía. Nadie le dice a uno lo que pasa. Así que lo hice, me dejé llevar a lo
profundo por esa sensación que tenía desde hacía un tiempo y me suicidé.
Caminé diez cuadras con el veneno
en el bolsillo. Me parecía que todo el mundo estaba mirándome, como me miró el
veterinario cuando lo compré. Dijo “¿Sabe usted que este producto es muy
peligroso, señor Ramírez?” y cuando asentí con la cabeza, se limitó a observarme
durante lo que me pareció demasiado tiempo y luego metió el veneno en una
bolsita de plástico.
El veterinario me conoce porque
atendió a mi perro Otelo durante diez años, hasta que se murió, el pobrecito.
Bueno, no se murió precisamente, lo asesinamos. Pero eso es aceptable para los
animales. El veterinario decidió que era lo correcto y yo asentí, también
aquella vez.
Y ahí estaba. En la cocina de mi
casa, con el veneno en una mano y un vaso de agua en la otra. ¿Se supone que
tenía que tomarlo con agua? No lo sabía en ese momento y tampoco lo sé ahora.
Pero cuando me llevé la cucharada de veneno a la boca y sentí su horrible sabor,
agradecí haberme decidido por un jugo de naranja. Me pareció más apropiado que
el agua. Tragué el polvo azulado y luego me tomé el vaso entero, sin parar a
respirar.
Pensé que iba a ser más instantáneo
el efecto, pero solo sentí ese gusto amargo que me subía por la garganta, entonces
volví a servirme jugo y me senté en el sillón del salón. Creo que hasta prendí
la televisión y vi uno de esos comerciales de lampazos maravillosos.
Las primeras horas luego de mi
defunción no debo haber escuchado nada, porque no recuerdo enfermeros, ni
médicos, ni policías. Cuando empecé a oír fue como si hubiera estado dormido. Sonaba
una canción a lo lejos. De repente la escuché muy fuerte cerca de mi cabeza y
cantada por una voz masculina que no se preocupaba por darle al tono correcto.
“Georgia, Georgiaaaa…” entonaba la voz.
Con los últimos acordes de Georgia on my mind, se abrió una puerta
y la voz empezó a hablar con otra persona. “No hay dudas, oficial. Ha sido un
envenenamiento. Ni tuve que abrirlo al pobre. Mire cómo tiene los dedos y la
lengua azules. Parece un pitufo.”
La voz se rió de su ocurrencia y
el otro no contestó nada. Si hubiera tenido que adivinar, habría dicho que
anotó algo en una libreta. El sonido iba y venía, precedido siempre por un
ruido de vacío, como suena un frasco de mermelada al abrirse por primera vez.
Escuché tránsito y una
conversación demasiado lejana como para distinguir las palabras. No sentía
nada, así que me era imposible saber si estaba quieto o me movía. Asumí que el
protocolo normal luego de morir era ir a la morgue, tal vez una autopsia, casa
de velatorios, cementerio y tumba. Mis cálculos me indicaron que estaba en la
casa de velatorios cuando escuché el suave sonido de un aire acondicionado o de
un ventilador.
“¿A éste también hay que maquillarlo,
señora Gladys?”, dijo la voz de un muchacho. No escuché lo que le contestaron,
pero si seguí oyendo al joven quejarse por lo bajo. “¿Y qué le pongo? ¿Rímel?
No estaría mal, señor Ramírez… Déjeme ayudarlo. Voy a ponerle una fina capa de
base, que realce sus colores naturales y después le aplicaré un poco de
colorete en las mejillas, para que parezca que ha muerto hace solo unos
instantes. Voy a…”
“¿Estás hablando con los cadáveres
de nuevo, Julio?”, lo interrumpió una señora que sería Gladys. “¡Que chico raro
que sos! Si no te hubieran recomendado especialmente, no te tomaba. Siempre
pienso que hacés cosas extrañas cuando te dejo solo.”
Con pánico agradecí la
interrupción de la señora Gladys. ¿Qué cosas estaría haciendo conmigo ese
muchacho?
Después de un rato de profundo
silencio, volví a escuchar el vacío y empezaron los sonidos de nuevo. Gente.
Gente y una puerta que se abría y se cerraba. A lo lejos oía un llanto. ¿Sería
mi madre? Algunas personas se arrimaban pero no decían nada, cuanto mucho
suspiraban. Y cuando se acercó la persona que lloraba, la reconocí de
inmediato, era efectivamente mi madre. Dijo entre sollozos “¿Por qué, corazón
mío?” y luego de una pausa: “¿Pero qué te han hecho? ¡Parecés un payaso, estás
todo maquillado! ¡Herminiooo!”, gritó mi madre, “¿Querés venir a ver a tu hijo?
Mirá como lo dejaron, ya mismo te vas a quejar con la administradora.”
De mi padre solo escuché el sonido
que hicieron esas zapatillas suyas al arrastrarse por el piso. Después vino el
tránsito de nuevo y el viento entre los árboles: un cementerio. El cura dijo
unas palabras preciosas que soy incapaz de recordar. Y luego de la ceremonia me
quedé solo y no escuché nada más.
A veces, si hago un esfuerzo,
puedo oír a los gatos. Maúllan y se contestan, es muy inquietante. Y cada tanto
(me es imposible determinar el tiempo) escucho a la gente que viene a visitarme
a mí o a las tumbas vecinas. Mi madre siempre me habla, así es como me he
enterado de que murió el señor Franklin, un vecino del barrio; que les salió
gratis el velorio por el incidente del maquillaje; y que detuvieron al veterinario
tras descubrir que me había vendido el veneno. Me alegro, me quedé con bronca desde
que asesinó a mi perro Otelo.
Hola!!
ResponderEliminarmi nombre es Anna y soy del blog romance.
he llegado a tu blog a traves del club de las escritoras.
me encanta tu espacio quiero invitarte a visitar el mío
¿te parece?
Besines
Hola Anna!
EliminarGracias por visitar.
Ya estoy siguiendo tu blog... hay mucho para leer! =)
Besos
Uy que fuerte, pero un relato inpresionante, muy bueno. La muerte siempre es un misterio y un tema que nos atrapa.
ResponderEliminarBesos, Lou