El 20 de diciembre nevaba en Estambul por primera vez desde
que llegamos a Turquía. Yo estaba feliz, un poco por la nieve y otro poco por
el pasaje a la Argentina para estas fiestas. Mientras miraba por la ventana cómo
flotaban en el aire diminutos copitos de nieve, iba haciendo una lista mental
de la ropa de verano que tenía que meter en la valija. Me pesaba abandonar
Estambul cuando se estaba poniendo tan linda, tan navideña. Salí de mi casa
para ver la nieve de cerca y caminé (un poco a las patinadas) en busca de un
café donde guarecerme para ver nevar con el resto de los turcos. Fue una suerte
que Ale se me uniera a las pocas horas porque hubiera sido bastante difícil
trepar la cuesta hasta mi edificio con hielo en las veredas.
Unos días después salimos con las valijas y semi abrigados
en busca de un taxi a las 5 de la mañana para ir al aeropuerto. El taxista que
nos recogió hablaba un poco de inglés (no sé si decirles que fue una grata
sorpresa o no, porque ya me acostumbré a no tener que charlar con los
taxistas). Se autodefinió como “the best taxi driver in Istanbul” (el mejor
taxista de Estambul) y subió el volumen de la música turca que sonaba en la
radio para bailar un poco en el asiento. No sabíamos si preocuparnos o bailar,
era muy temprano. Cuando se enteró de que éramos argentinos, dijo “very
inflación” y nos dejó mudos. Al despedirnos en el aeropuerto, le dio un abrazo
a Ale y nos deseó Mutlu Yillar (feliz
año). Un personaje hermoso.
Debo admitir que, a pesar del taxista más amistoso del
mundo, llegué al aeropuerto con mala predisposición de espíritu: nos esperaban
17 horas de vuelo y una escala en Madrid. En esta era de las telecomunicaciones
uno se siente muy cerca aún estando lejos, hablo con mi familia y amigas casi
todos días por cualquier pavada. Pero las distancias que parecen inexistentes
cuando hablamos por Skype, se notan al tener que emprender el viaje. Uno se
siente geográficamente lejos. Si tuviera un mapamundi enfrente mío
(inteligentemente no tengo), no dejaría de preguntarme “¿qué hago acá?”.
Cavilaciones aparte, cuando hay que volver a casa para pasar las fiestas en
familia, uno se sube al avión, al colectivo y al carro de las verduras si hace
falta. Allá fuimos.
Doce hermosos días después, que ocupamos con las
acostumbradas reuniones de Navidad y Año Nuevo, mimos familiares a toda hora, vitel toné, tradiciones viejas (como
comprar los regalos el 24 a la mañana) y algunas nuevas (correr alrededor de la
manzana para recibir el año), risas interminables con mis amigas, kilos de
carne y de pan dulce, mates amargos en la puerta de casa mientras saludábamos a
los vecinos, cosas ricas al disco, globos de papel que se prendieron fuego y
otros que volaron, choripanes, y hasta con un casamiento amigo; regresábamos al
aeropuerto para tomar el vuelo de vuelta a casita estambuleña.
Con una variante, estas vacaciones no solo fui a la
Argentina sino que además entré al país dos veces: la primera de manera
tradicional, con la familia avistándome desde el primer piso, los abrazos de
Mami que bloquean el paso a todo el mundo y el golpe de 35 grados de calor al
abrirse las puertas; la segunda, menos ortodoxa y apelando a toda la paciencia
del universo para no correr por el aeropuerto arrancándome los pelos. Pero para
llegar a eso debo remontarme antes al comienzo del viaje, al momento de las
despedidas.
Hay una parte de la terminal nueva de Ezeiza que mi Papá
convenientemente bautizó como “el llantódromo” y es donde el viajero se despide
de sus seres queridos. Siempre era un poco embarazoso porque uno pasaba
llorisqueando y sorbiendo un poco por la nariz a entregarle el boarding pass al policía. Esta vez había
una cola, así que uno empezaba saludándose con efusividad pero, para el momento
en que llegábamos al policía, ya estábamos medio podridos de saludarnos. Con lo
cual el “llantódromo” perdió todo su encanto.
Otra cola para aduana, otra cola para migraciones. Parecía
que todo hijo de vecino que se precie de vivir en el extranjero había venido a
pasar las fiestas en familia.
Un rato después, mientras esperábamos que nuestro vuelo
empezara a embarcar, nos anunciaron que estaba atrasado debido a las
condiciones meteorológicas (léase, la tormenta que veíamos por la ventana del
aeropuerto). El asunto hubiera quedado zanjado si Ale no hubiese visto por la
misma ventana cómo las pistas se quedaban sin luz y los ocasionales relámpagos
iluminaban al personal que poco tenía que hacer en aquella oscuridad. Ya
quitada de mi estado de semi tristeza inconsciente y alertada sobre el destino
del vuelo y las condiciones de nuestro aeropuerto (cuyo techo se llovía y
rebalsaba baldes esparcidos por aquí y por allá), quedamos a merced de la
voluntad de las líneas aéreas, que es bastante escasa.
El vuelo nunca salió, aunque sí lo hicieron otros, cosa que
dejó estupefacta a la muchedumbre que esperaba con nosotros y señalaba con los
dedos los aviones que despegaban. Tuvimos que ir a recoger nuestras valijas,
hacer migraciones de nuevo (junto a las 350 personas del vuelo) y luego
ponernos en otra cola para que nos asignaran un hotel donde pasar la noche. Yo
leía sentada en el piso (cuando ya no queda nada que hacer solo me limito a
leer y a anotar cosas en mi libretita) mientras Alejo se peleaba con Héctor, el
supervisor de Iberia.
Más cola al esperar los colectivos, que venían con la muy
adecuada publicidad de “Macana Turismo”, y hostilidad de parte de algunos
pasajeros que iban perdiendo la paciencia. Además, comenzó una batalla por el
equipaje ya que si no entraban sus valijas, uno no podía subir al colectivo.
Así que la gente cargaba con sus valijas como fuera, se sentaba en algún
asiento y procedía a apilar el equipaje de mayor a menor encima suyo, creando
una inestable pila en la que apenas se podía divisar la cabeza del pasajero.
Todo sea por avanzar.
Cola cuando llegamos al hotel. Cola, cola, cola. Finalmente,
y luego de engullir dos empanadas y un plato de sorrentinos, cortesía de
Iberia, nos metimos en la cama a las 2 de la mañana. El caos se había
trasladado a los ascensores a la mañana siguiente, era como tener una sombra de
349 personas alrededor de uno, todas para el mismo lado, haciendo las mismas
cosas. A las 10 nos pasó a buscar un nuevo colectivito (con más seguridad, el
mismo) y vuelta al aeropuerto a la cola del check
in.
Yo me había convertido en un faro de buena onda entre tanto
fastidio, mi hermano estaría orgulloso de mí. Hacía chistes con otros que
tampoco dejaban que el ánimo decaiga y tomaba notas para mis crónicas. Si mi
espíritu sirvió para mejorarle la experiencia a alguien, ya me doy por
satisfecha. Para bastión de la furia iracunda y el reclamo aeroportuario ya lo
teníamos a Ale.
Mi marido decidió volver a enfrentarse con Héctor, esta vez
pidiendo la hoja de reclamaciones y, mientras él intentaba prender fuego el
mostrador de Iberia, yo me fui a tramitar la tarjeta de puntos Iberia plus,
porque la perdí hace mucho y ese me pareció tan buen momento como cualquiera.
Cuando vi que Ale desaparecía tras las cintas que se llevan
las valijas, me acerqué a su enemigo mortal.
-¿Héctor?- pregunté como si fuéramos amigos de la infancia y
él me respondió con un “¿sí?”- ¿Mi marido está ahí adentro?
-Sí, sí, está rellenando un papelito- me confirmó.
Si mi esposo supiera que a su tan legítima hoja de reclamaciones
(de la que tiene copia) Héctor le llamaba “un papelito”, se arma.
Pero aunque uno se queje, esto no se detiene nunca. Ezeiza,
sé que voy a volver. Héctor, espero que no vuelvas a cruzarte a Ale que acaba
de leer tus declaraciones en esta crónica. Iberia, tené miedo porque un día
(gracias a mi Iberia plus) voy a tener tantos puntos que los voy a canjear por
un avión privado y de cena voy a servir choripanes.
Volvimos a salir oficialmente de la Argentina. Mientras
esperábamos por segunda vez el mismo avión, en los parlantes del aeropuerto
sonaba la canción “El Oso”. Pero un día,
vino el hombre con sus jaulas, me encerró y me llevó a la ciudad. “Conformate”
me decía un tigre viejo… Me pregunté si podría suicidarme con la tarjeta de
embarque. Pero mi buena onda se terminó definitivamente cuando llegamos a
Madrid y un estúpido me hizo sacar las sandalias de corcho para pasar por el
detector de metales. ¿Mis sandalias son un peligro para la seguridad nacional?
¿Me estás tomando el pelo? Eso sí que me enfureció.
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