11 de enero de 2013

Crónica de un viaje atrasado


El 20 de diciembre nevaba en Estambul por primera vez desde que llegamos a Turquía. Yo estaba feliz, un poco por la nieve y otro poco por el pasaje a la Argentina para estas fiestas. Mientras miraba por la ventana cómo flotaban en el aire diminutos copitos de nieve, iba haciendo una lista mental de la ropa de verano que tenía que meter en la valija. Me pesaba abandonar Estambul cuando se estaba poniendo tan linda, tan navideña. Salí de mi casa para ver la nieve de cerca y caminé (un poco a las patinadas) en busca de un café donde guarecerme para ver nevar con el resto de los turcos. Fue una suerte que Ale se me uniera a las pocas horas porque hubiera sido bastante difícil trepar la cuesta hasta mi edificio con hielo en las veredas.

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Unos días después salimos con las valijas y semi abrigados en busca de un taxi a las 5 de la mañana para ir al aeropuerto. El taxista que nos recogió hablaba un poco de inglés (no sé si decirles que fue una grata sorpresa o no, porque ya me acostumbré a no tener que charlar con los taxistas). Se autodefinió como “the best taxi driver in Istanbul” (el mejor taxista de Estambul) y subió el volumen de la música turca que sonaba en la radio para bailar un poco en el asiento. No sabíamos si preocuparnos o bailar, era muy temprano. Cuando se enteró de que éramos argentinos, dijo “very inflación” y nos dejó mudos. Al despedirnos en el aeropuerto, le dio un abrazo a Ale y nos deseó Mutlu Yillar (feliz año). Un personaje hermoso.

Debo admitir que, a pesar del taxista más amistoso del mundo, llegué al aeropuerto con mala predisposición de espíritu: nos esperaban 17 horas de vuelo y una escala en Madrid. En esta era de las telecomunicaciones uno se siente muy cerca aún estando lejos, hablo con mi familia y amigas casi todos días por cualquier pavada. Pero las distancias que parecen inexistentes cuando hablamos por Skype, se notan al tener que emprender el viaje. Uno se siente geográficamente lejos. Si tuviera un mapamundi enfrente mío (inteligentemente no tengo), no dejaría de preguntarme “¿qué hago acá?”. Cavilaciones aparte, cuando hay que volver a casa para pasar las fiestas en familia, uno se sube al avión, al colectivo y al carro de las verduras si hace falta. Allá fuimos.

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Doce hermosos días después, que ocupamos con las acostumbradas reuniones de Navidad y Año Nuevo, mimos familiares a toda hora, vitel toné, tradiciones viejas (como comprar los regalos el 24 a la mañana) y algunas nuevas (correr alrededor de la manzana para recibir el año), risas interminables con mis amigas, kilos de carne y de pan dulce, mates amargos en la puerta de casa mientras saludábamos a los vecinos, cosas ricas al disco, globos de papel que se prendieron fuego y otros que volaron, choripanes, y hasta con un casamiento amigo; regresábamos al aeropuerto para tomar el vuelo de vuelta a casita estambuleña.

Con una variante, estas vacaciones no solo fui a la Argentina sino que además entré al país dos veces: la primera de manera tradicional, con la familia avistándome desde el primer piso, los abrazos de Mami que bloquean el paso a todo el mundo y el golpe de 35 grados de calor al abrirse las puertas; la segunda, menos ortodoxa y apelando a toda la paciencia del universo para no correr por el aeropuerto arrancándome los pelos. Pero para llegar a eso debo remontarme antes al comienzo del viaje, al momento de las despedidas.

Hay una parte de la terminal nueva de Ezeiza que mi Papá convenientemente bautizó como “el llantódromo” y es donde el viajero se despide de sus seres queridos. Siempre era un poco embarazoso porque uno pasaba llorisqueando y sorbiendo un poco por la nariz a entregarle el boarding pass al policía. Esta vez había una cola, así que uno empezaba saludándose con efusividad pero, para el momento en que llegábamos al policía, ya estábamos medio podridos de saludarnos. Con lo cual el “llantódromo” perdió todo su encanto.

Otra cola para aduana, otra cola para migraciones. Parecía que todo hijo de vecino que se precie de vivir en el extranjero había venido a pasar las fiestas en familia.

Un rato después, mientras esperábamos que nuestro vuelo empezara a embarcar, nos anunciaron que estaba atrasado debido a las condiciones meteorológicas (léase, la tormenta que veíamos por la ventana del aeropuerto). El asunto hubiera quedado zanjado si Ale no hubiese visto por la misma ventana cómo las pistas se quedaban sin luz y los ocasionales relámpagos iluminaban al personal que poco tenía que hacer en aquella oscuridad. Ya quitada de mi estado de semi tristeza inconsciente y alertada sobre el destino del vuelo y las condiciones de nuestro aeropuerto (cuyo techo se llovía y rebalsaba baldes esparcidos por aquí y por allá), quedamos a merced de la voluntad de las líneas aéreas, que es bastante escasa.

El vuelo nunca salió, aunque sí lo hicieron otros, cosa que dejó estupefacta a la muchedumbre que esperaba con nosotros y señalaba con los dedos los aviones que despegaban. Tuvimos que ir a recoger nuestras valijas, hacer migraciones de nuevo (junto a las 350 personas del vuelo) y luego ponernos en otra cola para que nos asignaran un hotel donde pasar la noche. Yo leía sentada en el piso (cuando ya no queda nada que hacer solo me limito a leer y a anotar cosas en mi libretita) mientras Alejo se peleaba con Héctor, el supervisor de Iberia.

Más cola al esperar los colectivos, que venían con la muy adecuada publicidad de “Macana Turismo”, y hostilidad de parte de algunos pasajeros que iban perdiendo la paciencia. Además, comenzó una batalla por el equipaje ya que si no entraban sus valijas, uno no podía subir al colectivo. Así que la gente cargaba con sus valijas como fuera, se sentaba en algún asiento y procedía a apilar el equipaje de mayor a menor encima suyo, creando una inestable pila en la que apenas se podía divisar la cabeza del pasajero. Todo sea por avanzar.

Cola cuando llegamos al hotel. Cola, cola, cola. Finalmente, y luego de engullir dos empanadas y un plato de sorrentinos, cortesía de Iberia, nos metimos en la cama a las 2 de la mañana. El caos se había trasladado a los ascensores a la mañana siguiente, era como tener una sombra de 349 personas alrededor de uno, todas para el mismo lado, haciendo las mismas cosas. A las 10 nos pasó a buscar un nuevo colectivito (con más seguridad, el mismo) y vuelta al aeropuerto a la cola del check in.

Yo me había convertido en un faro de buena onda entre tanto fastidio, mi hermano estaría orgulloso de mí. Hacía chistes con otros que tampoco dejaban que el ánimo decaiga y tomaba notas para mis crónicas. Si mi espíritu sirvió para mejorarle la experiencia a alguien, ya me doy por satisfecha. Para bastión de la furia iracunda y el reclamo aeroportuario ya lo teníamos a Ale.

Mi marido decidió volver a enfrentarse con Héctor, esta vez pidiendo la hoja de reclamaciones y, mientras él intentaba prender fuego el mostrador de Iberia, yo me fui a tramitar la tarjeta de puntos Iberia plus, porque la perdí hace mucho y ese me pareció tan buen momento como cualquiera.

Cuando vi que Ale desaparecía tras las cintas que se llevan las valijas, me acerqué a su enemigo mortal.

-¿Héctor?- pregunté como si fuéramos amigos de la infancia y él me respondió con un “¿sí?”- ¿Mi marido está ahí adentro?
-Sí, sí, está rellenando un papelito- me confirmó.

Si mi esposo supiera que a su tan legítima hoja de reclamaciones (de la que tiene copia) Héctor le llamaba “un papelito”, se arma.

Pero aunque uno se queje, esto no se detiene nunca. Ezeiza, sé que voy a volver. Héctor, espero que no vuelvas a cruzarte a Ale que acaba de leer tus declaraciones en esta crónica. Iberia, tené miedo porque un día (gracias a mi Iberia plus) voy a tener tantos puntos que los voy a canjear por un avión privado y de cena voy a servir choripanes.

Volvimos a salir oficialmente de la Argentina. Mientras esperábamos por segunda vez el mismo avión, en los parlantes del aeropuerto sonaba la canción “El Oso”. Pero un día, vino el hombre con sus jaulas, me encerró y me llevó a la ciudad. “Conformate” me decía un tigre viejo… Me pregunté si podría suicidarme con la tarjeta de embarque. Pero mi buena onda se terminó definitivamente cuando llegamos a Madrid y un estúpido me hizo sacar las sandalias de corcho para pasar por el detector de metales. ¿Mis sandalias son un peligro para la seguridad nacional? ¿Me estás tomando el pelo? Eso sí que me enfureció.

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