Pasar la Navidad del otro lado del mundo (y sobre todo en un
lugar que, supuestamente, no celebra la Navidad) puede parecer algo exótico,
pero hasta en el lugar más lejano uno puede encontrarse con el cariño inesperado
de alguien lleno de espíritu navideño. Hong Kong tenía toda la parafernalia que
corresponde a la Navidad, así que esa parte no la extrañamos. Sí echamos de
menos los fuegos artificiales porque, aunque estábamos en el país de la pólvora
y todos reunidos en el muelle esperando la medianoche, cuando llegaron las 12,
no pasó nada. Nada.
El viaje empezó en Estambul en algún momento de ayer y ya es
la tercera vez que me ofrecen “pollo o pescado” en menos de 24 horas. Pensé que
en Qatar Airways iba a haber más variedad alimenticia, al menos para distinguir
entre cena, desayuno y almuerzo. Pero todo es “pollo o pescado”. Ya comí el
pollo (en lo que, asumo, fue la cena) y el pescado (en la segunda cena). De
desayuno no pude ni con lo uno ni con lo otro, así que solo pedí agua y un jugo
de ananá que sabía mucho más intenso de lo que debería.
Tal vez no sea una mala manera de empezar estas crónicas
chinas: con desacuerdos alimenticios. Vaya uno a saber lo que me espera cuando
lleguemos a nuestro primer destino: Hong Kong.
En la escala en Doha (Qatar) nos encontramos a mi familia
política. Aunque era mi primera vez en Medio Oriente, de Doha vi poco más que las
pistas de aterrizaje cuando pasábamos de ida y vuelta del avión en el colectivo
aeroportuario (que me gusta tanto, por cierto). Alejo se me ofendió (con esa
forma tan suya de defender lugares extraños) cuando le dije que, hasta ese
momento, la famosa Doha se parecía a Lima.
Me impresionaron los yacimientos petrolíferos que vimos
desde la ventanilla del avión. En medio del desierto de arena se veían como
plantas eléctricas una detrás de la otra, con ese brillo inquieto del fuego,
indicación de los productos petrolíferos en general. Y de la ciudad de Doha me
quedó el recuerdo de un montoncito de rascacielos con iluminaciones de colores
que se veían muy modernos a la distancia.
Quiero aclarar desde ya que no se nada, ni averigüé nada
sobre las ciudades que vamos a visitar en China. Mis últimas tres semanas en
Estambul las pase entre reuniones navideñas, almuerzos de despedida, cajas de
la mudanza y otros trámites pertinentes antes de abandonar un país del todo.
Además sola, puesto que mi marido me había abandonado por la comodidad
lingüística de Madrid.
Mi única preocupación del viaje consistió en decidir si me
pintaba las uñas de celeste o rojo. Lo consulté con mi marido (estos asuntos le
fascinan y a mi me encanta escuchar sus respuestas). “Rojo comunista” fue su decisión
y rojas quedaron las uñas.
Así que no sé qué me espera en Hong Kong ni en China en
general. De hecho, sé tan poco que ni sé cuantas horas de vuelo faltan para
llegar. Y esta cuestión del “pollo o pescado” me tiene confundida y no ayuda
para nada en ubicarme cronológicamente. Quizás sea algo bueno no saber nada del
lo que nos espera, sobre todo en esta época en que todo se sabe y se ve. Me
hace sentir un poco como esos exploradores de tiempos remotos que tenían un
mapa hecho a mano y desembarcaban en lugares desconocidos sorprendiéndose de lo
que descubrían a cada paso.
Mi visión solo estará contaminada por mi escaso conocimiento
de la comida china de delivery, mi amor por los noodles (espero que sean
chinos) y el recuerdo de los chinos que conozco de los supermercados vecinos,
un recuerdo amable y quizás también un poco antihigiénico. No los recuerdo en
Estambul, ya que casi no vi chinos ni asiáticos en general. Para el caso
tampoco hay negros, ahora que lo pienso. Curioso pero irrelevante a estas
crónicas.
¡A ver qué hay de aquel lado del mundo!
23 dic 2013 0:06 horas
Harbour View Hotel, Hong Kong
Cuando llegamos al moderno aeropuerto de Hong Kong, nos
tomamos un tren que nos dejó en el centro de la ciudad. En el camino me
sorprendió la vegetación casi tropical y la geografía montañosa. De pronto empezaron a
aparecer edificios de departamentos altísimos, de esos que hay que
estirar el cuello para ver donde terminan. Gigantes, como colmenas descomunales que, con sus
colores pasteles, resaltaban en medio de la vegetación. Se fue formando
ante mis ojos la ciudad de Hong Kong. Terriblemente distinta a todo lo que
había visto, con esos edificios enormes de colores y las grúas sobre los barcos
del puerto. Una combinación realmente diferente. No del todo atractiva, pero
desde luego, curiosa.
Otra cosa terriblemente curiosa, sobre todo teniendo en
cuenta que hay dos ingenieros civiles en la familia, fueron los andamios de
bambú que cubrían los gigantescos edificios como una telaraña y llegaban hasta
sus pisos más altos. Algo increíble….y tal vez, ¿un poco peligroso?
Hong Kong esta formada por una península y varias islas en
el delta del Río Pearl, y es una región administrativa especial de la República
Popular de China. Desconozco lo que eso signifique en términos legales, pero sí
puedo afirmar que la diferencia a nivel práctico está en que entrar a Hong Kong
es mucho más fácil que a China y que en la primera casi todo el mundo habla
inglés, mientras que en la segunda no puedo afirmar ni negar que conozcan de la
existencia de tal idioma.
Puede tener que ver con esto, el hecho significativo de que
Hong Kong perteneció a la Corona Británica desde 1842, tras las Guerras del
Opio en las que se enfrentaron Reino Unido y China. Durante la Segunda Guerra
Mundial, Hong Kong fue ocupada por los japoneses, y luego, volvió a manos
británicas hasta 1997, cuando se la incorporó nuevamente al territorio de
China. Donde antes hubo un pequeño pueblo pesquero y productor de sal durante
la dinastía Qin, hoy se alza esta moderna ciudad y centro financiero
internacional.
Nuestro hotel estaba en la vera isla de Hong Kong pero la
primera noche, tomamos un ferry para cruzar a Kowloon que es parte de la
península. Allí se encuentran realmente muchos de los atractivos turísticos de
la ciudad. Desde el Kowloon Pier (o muelle) vimos el Symphony of Lights, un
espectáculo nocturno de luces y láseres que iluminan la magnífica silueta de
Hong Kong junto al agua. Y que es mucho menos impresionante de lo que se
imaginan. Es decir, el espectáculo en sí no le hace justicia a tan hermosa
vista, se queda un poco corto. Pero, ahí sentada con una taza de chocolate
caliente en la mano, para contrarrestar los poquitos grados de temperatura que
hacían, junto a muchos otros turistas asiáticos cámara-en-mano, viendo la
silueta edilicia de Hong Kong, que es verdaderamente maravillosa: con su
reflejo en el agua, sus miles de luces navideñas decorando los edificios y los
barcos que cruzan por la bahía; mucho no me podía quejar.
Después de las 600 fotos movidas de rigor y quizás unas
pocas decentes, nos fuimos a pasear por el centro histórico de Kowloon. Cenamos
en un restaurante chino, caminamos por la concurrida Canton Road, visitamos el
increíble centro comercial Heritage 1881, con las tiendas más exclusivas y
lleno de decoraciones navideñas, y nos sacamos fotos frente al famoso hotel The
Peninsula, donde durante la llamada “Navidad negra” se firmó la rendición de
Hong Kong frente a los japoneses el 25 de diciembre 1941.
Hicimos una cola muy enredada (luego nos acostumbraríamos a
que todo es bastante enredado con los chinos) y tomamos el tranvía histórico
que funciona desde 1926. Antiguamente lo tomaban los residentes europeos de la
isla que construyeron sus casas en la Cumbre Victoria por sus hermosas vistas.
Desde lo alto, se ve toda la bahía en donde está emplazada
la ciudad. La combinación entre la vegetación casi selvática que cubre la
montaña, los altísimos edificios pastel con sus cientos de ventanitas
minúsculas y las entradas del mar en el delta, son impresionantes… Me daban la
sensación de estar en la cima del mundo.
Para dar por terminado el día, tomamos un tranvía de madera,
flaquito pero de doble piso, hasta el barrio de nuestro hotel (cerca del
Convention Centre)… Más comida china y a descansar a nuestra habitación con
vista a otras ventanas.
25 dic 2013 1:47 horas
Habitación del hotel.
Fuimos hoy al pueblo de Aberdeen, del otro lado del Cerro
Victoria, llamado así en honor a un Primer Ministro británico y famoso por sus
barquitos de madera y restaurantes flotantes. Aunque el nombre suena
prometedor, no fue tan lindo como esperábamos. Solo encontramos más edificios
colmena en colores pasteles y un río por el que cruzaban barcos de madera
estilo antiguos llamados sampans.
De vuelta en Hong Kong, nos dirigimos al barrio de
Mid-level, una zona moderna, con muchas peatonales, restaurantes, negocios y la
escalera mecánica al aire libre más larga del mundo, con 800 metros de
longitud. Otra vez, siento desilusionarlos pero no es tan impresionante como
uno pensaría: quizás sea porque cada cierta cantidad de metros se corta, o tal
vez porque no tiene escalones, es más bien una cinta, o quizás porque va
realmente lento, tanto que la gente que subía por las escaleras fijas a unos
pocos centímetros de nosotros, nos adelantaba fácilmente. En definitiva: suena
mejor como record Guinness que como experiencia, aunque es muy práctica para la
gente de la zona, como lo demuestran sus 55.000 usuarios por día.
Después del paseo en cinta mecánica (que no terminamos, por
cierto), almorzamos en un restaurant nepalí, para hacerle honor a la fama de
ciudad muy cosmopolita que tiene merecida Hong Kong.
De noche nos tocó un paseo por la calle de los mercados de
porquerías… Toda ciudad tiene una. Ésta era increíblemente luminosa por la
inmensa cantidad de carteles de neón que adornaban los edificios. Había tantos
que se mezclaban unos con otros formando una visión psicodélica de rojos y
naranjas. Estaba llena de puestitos con imitaciones de todo lo que se puedan
imaginar, junto con productos más tradicionales chinos, como kimonos, abanicos
de papel y el famoso gatito que mueve la mano. Aunque, ¿hay algo más
tradicional que el omnipresente “Made in China” de casi todo lo que compramos?
Bueno, ahí estábamos… en la China donde se “made” de todo.
Como era 24 de diciembre a la noche, mi suegro decidió hacer
una reserva para cenar en algún lugar elegante y merecedor de nuestro festejo
navideño. Se sintió muy ofendido cuando, tras llamar al hotel que tenía uno de
los mejores restaurantes chinos de la ciudad, le ofrecieron el buffet
internacional. Rectificó a quien le hablaba del otro lado rechazando el buffet
para turistas y confirmó nuestra asistencia al restaurant chino puro y
autóctono. Error número uno.
Ya cuando llegamos a la puerta del hotel, había una larga
cola de turistas europeos y asiáticos que esperaban para entrar. El
recepcionista nos guió a nosotros por otro lado, porque íbamos al restaurante
chino, y pasamos por delante de la cola pavoneándonos por nuestra osadía y
espíritu aventurero. Error número dos.
Aunque el hecho de que en el elegante restaurante había solo
dos mesas ocupadas, nos debería haber indicado algo, no hicimos caso y nos sentamos
en nuestra mesa para siete. Mi suegro insistió en que leyéramos el menú
navideño pero nadie hizo caso. Recuerdo haber leído la palabra “gallina” y con
eso lo consideré suficiente. Error número tres y además, el definitivo.
Se sucedieron, sin temor a exagerarles, los platos más
extraños y desagradables que probé en mi vida. Me sentía, no Anthony Bourdain,
pero sí el gordito que prueba cosas horribles en el canal Discovery (Andrew
Zimmern). Hubo sopa de aletas de calamar, un líquido blancuzco y cartilaginoso;
le siguió el pepino de mar, algo parecido a una gelatina salada con forma de
pepino (nos quedó la duda si era del reino animal o vegetal, tal es el nivel de
confusión que teníamos). Luego, ensalada de aguas vivas, hongos gigantes, una
gallina grasienta y cortada de manera tan compleja que siempre masticabas algún
hueso. Los postres, si bien pensamos que nadie sería capaz de hacer un postre
desagradable, no mejoraron. Consistieron en unos ravioles crudos de mango, una
sopa con gusto a harina y cuadrados de gelatina con pasas y chile.
No comimos mucho pero eso sí, nos divertimos un rato. A cada
plato que aparecía, y aunque al principio intentamos poner cara de que estaba
todo bien y que nos esperábamos las delicatesen que nos traían, después
directamente nos largábamos a reír de nuestra desgracia culinaria.
Después de la cena, nos unimos a la multitud de personas que
caminaba por las calles del centro histórico de Kowloon rumbo al muelle. Todo
era una fiesta, la gente estaba imbuida del espíritu navideño aunque no
correspondiera a sus propias tradiciones, las calles estaban decoradas con
adornos y no había una sola persona sin gorro de Papá Noel, cuernos luminosos
como los de los renos o alguna otra decoración.
Había cientos, miles, millones de personas en la zona del
muelle… Nos apretujamos entre ellos hasta encontrar un lugar estratégico que
mirara a la silueta de Hong Kong frente al río, esperando las 12. No dieron ni
campanadas, ni sirena de los bomberos, ni nada. No hubo fuegos artificiales ni
brindis descontrolados. Se mantuvo estable el contagioso espíritu festivo y
como a las 12:05, cuando vimos que ya no era una cuestión de los relojes,
gritamos “Feliz Navidad!” y nos saludamos con efusividad como si no
estuviéramos del otro lado del mundo intentando hacer lo mismo que en todas las
reuniones familiares de fin de año.
En medio del extraño festejo, llamé a mi familia que, por supuesto,
siendo las 12 del mediodía en Argentina, estaba preparando el almuerzo y
intentando sobrevivir a los 35ºC de temperatura. Les dije que les estaba
mandando la Navidad.
Como les dije: por muy lejos que estuviera para festejar la
Navidad, no me faltó el cariño navideño… aunque haya venido del lugar menos
pensado.
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