8:00 hs. 26.12.2013
Aeropuerto de Hong Kong.
Una curiosidad de este lugar es que, durante mucho tiempo,
no tuvo moneda propia, así que usaba las que iban llegando del extranjero y les
estampaba la palabra “Macao” en caracteres chinos. Debió haber sido sumamente práctico el cambio en esa época. Hoy en día es la Las Vegas
del sudeste asiático, con una afluencia aún mayor que su melliza americana, ya
que hay muchos más chinos de lo que uno pensaría, algunos tienen grandes
fortunas y todos tienen prohibido los juegos de azar tanto en la China
continental como en Hong Kong.
Entre pitos y flautas, perdimos mucho más tiempo del que
teníamos previsto y solo nos quedaban unas poquitas horas para recorrer la
tierra de la perdición asiática (o, mejor dicho, para correr por la tierra de
la perdición asiática).
Desde el embarcadero de Macao nos tomamos uno de los tantos
colectivos de los casinos que son gratuitos y te llevan por la ciudad. Bajamos
en el MGM y, cuando entramos (la entrada a todos los hoteles y casinos es
gratuita), nos recibió el lobby más fabuloso que veríamos en Macao, ambientado como
el fondo del mar: con corales creciendo como árboles desde el piso de mármol,
cardúmenes de peces plateados flotando por la habitación y algas gigantes que
llegaban hasta el cielorraso de vidrio, que imitaba la superficie. En el centro
de la escena, una formidable pecera circular que iba desde el suelo al techo,
llena de todo tipo de animalitos marinos nadando a varios metros por encima de
nuestras cabezas.
Las limitaciones de mi prosa esta vez se van a sentir más
que nunca, porque no se podía sacar fotos dentro de los casinos (así que no hay
documentación visual para acompañar estas crónicas) y además, todo parece menos
impresionante en las fotos. Pero confíen en mí, lectores, era como estar en la
película “Querida, encogí a los niños”, versión casinos.
Curiosidades del mundo de los casinos asiáticos: los
jugadores no bebían alcohol. Fumaban y mucho, pero la camarera que repartía
tragos por las mesas de juego, solo servía agua, jugos y leche… Algo insólito,
no me digan.
Después de dos intentos fallidos con las maquinitas: en una
ganamos 10 patacas (la moneda local) que vaya a saber uno a qué equivalían; y
en la otra nos jugamos el billete de 10 patacas y se lo tragó sin dar nada a
cambio; nos dedicamos a seguir al verdadero jugador de la familia, Tadeo, que
andaba en busca de una ruleta. Caímos en una electrónica (lo mejor que pudimos
conseguir) en la que se podía apostar en dos ruletas a la vez. Siendo 25 de
diciembre, apostamos al 25 en la ruleta roja. Salió pero en la verde. Luego a
color y ganamos, así que nos envalentonamos un poco. Tomás dijo “el 4”, pero le
jugamos a la verde y salió en la roja. Por último, Pedro dijo “el 1 en la verde”,
pero nadie le hizo caso y jugamos en la roja. Salió el 1 en la verde.
Mis cuñados pasaron el resto del día haciendo cálculos sobre
lo que pudimos haber ganado si hubiéramos apostado bien. Pero nos divertimos un
rato y dejamos totalmente alterado al chino que teníamos apostando al lado
nuestro, que no descifraba nuestra técnica (o más bien, la falta de ella) y,
sobre todo, no entendía nuestras risas cada vez que perdíamos.
Macao de noche es aún más increíble, toda la ciudad se
enciende de luces y colores extravagantes, como si uno estuviera dentro de un
parque de diversiones. Quizás la comparación sea más acertada de lo que parece:
es un gran parque de diversiones para adultos. Juegos, espectáculos, hoteles de
lujo y los acompañamientos tradicionales para estas cosas: prostitución y
drogas. Solo estuvimos unas horas recorriendo todo esto, pero valió la pena el
viaje, las colas migratorias y las corridas por la ciudad (habíamos calculado
que teníamos como máximo 15 minutos para ver cada casino)... Porque rincones
del mundo como éste, llenos de casinos deslumbrantes, edificios dorados con
decoraciones insólitas, peceras gigantes llenas de medusas, construcciones
coloniales en Asia, iglesias jesuitas abandonadas y bocaditos de cerdo
prensado, no se ven todos los días.
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