Mis
padres vinieron a Turquía. Como era de esperar, ellos no suelen perderse ni uno
de mis destinos, siempre están con el dedo a punto de comprar pasajes y aunque
estiro y estiro mi buena suerte, parece que Turquía todavía no es demasiado
lejos para ellos… Felizmente. Así que, tras un vuelo con conexión, que sumó
unas 21 horas de viaje, llegaron a Estambul y ahí estábamos, esperándolos
ansiosos.
Todavía
me asombra su capacidad para adaptarse enseguida a cada uno de mis hogares. Una
vuelta y ya casi están. Se sienten rápidamente como en casa, y sé que están
instalados cuando no encuentro las cosas en la cocina y es porque mi mamá lava
y guarda todo.
Mi
madre todavía hace el esfuerzo por aprender y recordar nombres extraños y
palabras en turco, no en vano es profesora. Así que iba anotando todo con
cuidado en una libretita, y se la escuchaba por ahí diciendo “merhaba” y
“tesekkurlar” (hola y gracias). Mi papá en cambio, incorporó Turquía como lo
que es: un país extraño, así que ni lo intentó con el inglés (no porque no lo
supiera), menos con el turco. Le decía a los porteros de mi edificio “Buenas
tardes” y “Buenas noches”; y a los mozos “muchas gracias”, como si nada… como
si entendieran. Y en algún punto, creo que lo hacían.
La
primera cena fue en la calle Bagdat, muy cerca de nuestra casa. Caminamos entre
los cientos de personas que salen a pasear cuando se pone el sol y refresca un
poco, y cenamos en un restaurant informal. Comieron sus primeros dürüm y sobró
mucho, así que recurrimos al servicio de “paket”, que es llevarse a casa lo que
sobró.
Al
día siguiente era domingo. Acá se estila comer un brunch o un desayuno súper
abundante al mediodía. Así que fuimos a Örtaköy a pasear por el mercado de
artesanías y a comer algo. No tuvo éxito el intento de Ale de que pidiéramos un
desayuno, teníamos hambre de almuerzo. Así que comimos unos sándwiches
elegantes, mirando el puente, el Bósforo y la costa asiática.
El
cruce del puente de Bogazici, que une la parte asiática de Estambul con la
europea y viceversa, ya es un paseo en sí mismo. De día se ve un gran panorama
de la ciudad, a lo lejos quedan Santa Sofía y el Palacio de Topkapi, la Torre
de Gálata siempre resaltando en lo alto. Y, de vez en cuando, los magníficos
cruceros se detienen en la parte europea y hacen que el vecino Palacio de
Dolmabahçe parezca una choza. De noche, iluminan el puente con luces que van
cambiando de color y de formas, la ciudad empieza a brillar mientras se pone el
sol detrás de Santa Sofía, sobre el Mar de Mármara.
La
gran aventura estando del lado asiático es tomar uno de los numerosos ferries
que conectan con la parte europea. Desde la estación de Kadiköy, a la que
llegamos en “dolmus” (una combi amarilla que es como un colectivito, y que
cuando se llena de pasajeros sentados, ya no para más), salen los barcos hacia
diferentes destinos: Eminönü, Karaköy, las Islas Príncipe, Kabatas, Besiktas,
etcétera.
Tras
pagar en una máquina dos liras turcas cada uno, obtuvimos un “jeton”, una especie de cospel antiguo. Molinetes,
gente y sala de espera. Llega el ferry, que puede ser de los modernos, con aire
acondicionado y un bar muy elegante, o de los un poco ruinosos, con los pisos
de madera consumidos por la sal de mar y las paredes mostrando capa sobre capa
de pintura blanca. Primero baja la gente y nosotros esperamos dentro de la sala,
con las puertas abiertas (porque hace mucho calor) y una cinta que las cruza
para que no pasemos.
En
cuanto nos habilitan, la masa de personas se abalanza rápida pero ordenadamente
hasta la entrada. Los más osados evitan los puentes de metal y saltan los
escasos centímetros que nos separan del bote. La gente se esparce por el barco
y en las horas pico no quedan asientos libres. Los turistas siempre vamos a la
parte superior, subimos por una escalera de madera intentando averiguar si
vamos hacia la proa o la popa. Con unos viajes más, ya sabemos distinguirlas
sin esfuerzo.
El
viaje en ferry dura unos veinte minutos pero es relajante. El lento bamboleo
del barco, el viento en la cara, el sonido de los pájaros… todo contribuye a
que sea un paseo agradable. Por supuesto que el estrecho del Bósforo es una
zona muy transitada, con embarcaciones de todo tamaño, así que tampoco es raro
escuchar la grave bocina de un transatlántico cuando nos cruzamos por el
frente. Esos inmensos barcos van muy rápido y, sobre todo, son muy difíciles de
frenar, así que impresiona.
Cuando
vamos llegando al embarcadero de Eminönü, junto al Puente de Gálata, se
distinguen claramente las siluetas de las mezquitas, las viejas murallas
marítimas de la ciudad, los restaurantes de pescado debajo del puente y la
Torre de Gálata en la parte más alta de Estambul.
Desde
el embarcadero se puede ir caminando hasta la zona de Sultanahmet, que es el
principal atractivo turístico de la ciudad. Eso hicimos el primer día, pero fue
un sacrificio porque las callecitas suben y suben desde el nivel del mar hasta
la plaza del Hipódromo, y hacía demasiado calor para caminatas con inclinación.
Lo bueno de Estambul, y que me recuerda mucho a Buenos Aires, es que según la
necesidad, aparecen los vendedores. Así como aquel día de lluvia en que nos
quedamos varadas dentro de Santa Sofía con mi prima Inés y aparecieron como por
arte de magia los vendedores de paraguas; ante tanto calor, había vendedores de
agua, sandías y cosas refrescantes. Y cobran aún más barato de lo que a uno le
saldría comprar en el supermercado. Eso sí que es insólito.
Me
había aprendido concienzudamente la historia del Hipódromo, ubicada en pleno
Sultanahmet, una gran plaza ovalada que sirvió de hipódromo en la época romana
y después cayó en el abandono cuando llegaron los otomanos y no supieron qué
uso darle. Está decorada con obeliscos, uno traído de Egipto, otro de Grecia y
una columna de serpientes, construida por Constantino.
Entre
el calor que hacía (rondaba los 40 grados) y la mucha imaginación que hay que
poner para figurarse el hipódromo en la época romana (hoy es simplemente una
linda plaza), la visita duró poco y corrimos a refugiarnos en los jardines de
la Mezquita Azul o de Sultanahmet. Era la hora del rezo y los turistas no
podíamos acceder, así que nos sentamos en el patio interno, viendo como
entraban hombres y mujeres del islam, luego de lavarse los pies y las manos,
descalzarse y cubrirse la cabeza y los hombros con un pañuelo, en el caso de
las mujeres.
La
precisa observación que hicieron mis padres de la vestimenta de las mujeres
estambuleñas, dio por resultado unas tres categorías: aquellas que se visten
con normalidad y llevan el pañuelo cubriéndoles el cabello; otras que llevan
una especie de pilotos largos hasta las pantorrillas, cubiertas por completo y
también llevan el pañuelo; y luego, las más tradicionales, vestidas
completamente de negro, con el burka hasta los pies, algunas tienen la cara
descubierta, otras solo los ojos y, las más extremas, llevan anteojos negros
sobre todo eso. Son un poco inquietantes, a decir verdad. Y se parecen un poco
al nombre que les pusieron mis padres: las “tío cosa”.
Todo
depende de los barrios y de las familias, evidentemente. Caminando por la zona
donde vivimos nosotros, la gente va vestida totalmente occidental.
Riesgosamente occidentales, en algunos casos. Pero también puede verse por aquí
y por allá, sobre todo en mujeres grandes, algún pañuelo en la cabeza.
La
Mezquita Azul es imponente. Principalmente por su tamaño, sus miles de
azulejos, sus grandes candelabros colgantes que llegan casi hasta las cabezas
de todos. Dicen que su construcción, que se inició en 1609, consumió todos los
recursos de la ciudad, algunas obras, incluso se pararon para abastecer de
material a la mezquita. A medida que se iba acabando el dinero, los azulejos
(todos ellos hechos a mano) empezaron a bajar de calidad, pero como los techos
son tan altos, no se veían los detalles. Así que es acertado asumir que los
bellos tulipanes que decoran los azulejos a unos pocos metros del suelo, se van
convirtiendo en grotescas flores hechas con la indignación de quién no está
cobrando bien.
Después
de almorzar en la terraza de un restaurante frente a Santa Sofía, fuimos a
visitar la Cisterna del Palacio. Ya una vez hablé de ella con, no lo niego, un
poco de desprecio. Pero esta vez fue muy agradable bajar unos cuantos metros
hasta la frescura de ese ambiente húmedo que es la cisterna. Hasta recibimos
con cierta diversión las esporádicas gotas de agua que suelen caerte en la
cabeza mientras paseábamos por los pasillos, entre columnas. A nuestros pies,
debajo de los puentes de madera que conectan todo, una laguna de agua poco
profunda en la que nadan unos cuantos peces koi. Es verdad que pueden sacarse
fotos maravillosas ahí debajo, con las columnas iluminadas de colores y esa
ambientación tan lúgubre.
Hay
una curiosa costumbre en algunos lugares de Estambul y es que la gente
encuentra un agujero en alguna columna y empieza a meter el dedo, tanto lo hace
que se vuelve una tradición. Y en, al menos, dos lugares diferentes de la
ciudad (la Cisterna y Santa Sofía) hay sendas columnas con un hoyo y la gente
mete su dedo pulgar y da una vuelta entera de su mano, o al menos, lo intenta.
“Es para volver”, dijo alguien, como si fuera un deseo. Así que también lo
hicimos. Un turista tiene derecho a hacer las tonterías que correspondan a la
ocasión.
El
mihrab es una especie de puerta o arco que se coloca en una de las paredes de
las mezquitas e indica a los fieles la orientación de la Kaaba (lugar sagrado
en la ciudad de La Meca). Suele ser muy ornamentado y es una de las piezas
centrales de la decoración. Sobre todo, teniendo en cuenta que no hay
demasiadas cosas en las mezquitas, solo alfombras y grandes candelabros, el
mihrab y el mimber, una escalera donde el equivalente a un sacerdote acompaña
los rezos del Corán.
Lo
interesante de los mihrabs (o como sea su plural) es que todos deben estar
orientados hacia La Meca, pero eso requiere una gran precisión topográfica.
Dicen que debido a un error en las coordenadas de no sé que cosa, durante
muchos años se construyeron mezquitas con el mihrab mirando para cualquier
lado. Me pregunto si los musulmanes corrigen su posición al rezar o simplemente
obvian el asunto por completo.
Volvimos
en “tramway” (el moderno tranvía que, aún con aire acondicionado, no logra
suavizar los olores a axila que pueblan esta ciudad en verano) hasta Eminönü y
decidimos visitar la Yeni Cami o mezquita nueva. El acceso a las mezquitas es gratuito,
y la mayor parte de ellas tienen pañuelos para que los turistas (las turistas,
mejor dicho) podamos cubrirnos para visitarlas. La Yeni Cami es muy parecida a
la Mezquita Azul, pero su patio interno es más bonito. Lo estaban decorando con
plantas y flores.
Frente
a ella se encuentra el Bazar Egipcio o de las Especias. De proporciones mucho
más cómodas y manejables que el Gran Bazar, se caracteriza por las tiendas de
especias y tés, pero también tiene montones de joyerías, souvenirs y todo tipo
de mercaderías atractivas para turistas y locales. Mis padres no pudieron
resistir la tentación y se volvieron a casa con unas cuantas cosas.
Es
imposible no comprar cosas en Estambul, la cantidad de colores y los brillos te
llaman como con un megáfono, tampoco es difícil dejarse llevar por la exótica
mezcla de olores, entre tés y especias, que solo puede sentirse en estos
lugares. Y, como si fuera poco, todo es muy barato… al menos para los
estándares europeos y, curiosamente también, para los argentinos.
Me encanto el relato! Como siempre, leer tus Cronicas me transporta hacia el lugar del cual hablas!, lo que es un verdadero placer.
ResponderEliminarGracias, Moi!! Me encanta que puedas viajar conmigo =)
EliminarUn beso enorme!