6 de agosto de 2012

Crónicas turcas: Las viejas fijaciones de Estambul


Mis padres vinieron a Turquía. Como era de esperar, ellos no suelen perderse ni uno de mis destinos, siempre están con el dedo a punto de comprar pasajes y aunque estiro y estiro mi buena suerte, parece que Turquía todavía no es demasiado lejos para ellos… Felizmente. Así que, tras un vuelo con conexión, que sumó unas 21 horas de viaje, llegaron a Estambul y ahí estábamos, esperándolos ansiosos.
Todavía me asombra su capacidad para adaptarse enseguida a cada uno de mis hogares. Una vuelta y ya casi están. Se sienten rápidamente como en casa, y sé que están instalados cuando no encuentro las cosas en la cocina y es porque mi mamá lava y guarda todo.
Mi madre todavía hace el esfuerzo por aprender y recordar nombres extraños y palabras en turco, no en vano es profesora. Así que iba anotando todo con cuidado en una libretita, y se la escuchaba por ahí diciendo “merhaba” y “tesekkurlar” (hola y gracias). Mi papá en cambio, incorporó Turquía como lo que es: un país extraño, así que ni lo intentó con el inglés (no porque no lo supiera), menos con el turco. Le decía a los porteros de mi edificio “Buenas tardes” y “Buenas noches”; y a los mozos “muchas gracias”, como si nada… como si entendieran. Y en algún punto, creo que lo hacían.

La primera cena fue en la calle Bagdat, muy cerca de nuestra casa. Caminamos entre los cientos de personas que salen a pasear cuando se pone el sol y refresca un poco, y cenamos en un restaurant informal. Comieron sus primeros dürüm y sobró mucho, así que recurrimos al servicio de “paket”, que es llevarse a casa lo que sobró.
Al día siguiente era domingo. Acá se estila comer un brunch o un desayuno súper abundante al mediodía. Así que fuimos a Örtaköy a pasear por el mercado de artesanías y a comer algo. No tuvo éxito el intento de Ale de que pidiéramos un desayuno, teníamos hambre de almuerzo. Así que comimos unos sándwiches elegantes, mirando el puente, el Bósforo y la costa asiática.
El cruce del puente de Bogazici, que une la parte asiática de Estambul con la europea y viceversa, ya es un paseo en sí mismo. De día se ve un gran panorama de la ciudad, a lo lejos quedan Santa Sofía y el Palacio de Topkapi, la Torre de Gálata siempre resaltando en lo alto. Y, de vez en cuando, los magníficos cruceros se detienen en la parte europea y hacen que el vecino Palacio de Dolmabahçe parezca una choza. De noche, iluminan el puente con luces que van cambiando de color y de formas, la ciudad empieza a brillar mientras se pone el sol detrás de Santa Sofía, sobre el Mar de Mármara.

La gran aventura estando del lado asiático es tomar uno de los numerosos ferries que conectan con la parte europea. Desde la estación de Kadiköy, a la que llegamos en “dolmus” (una combi amarilla que es como un colectivito, y que cuando se llena de pasajeros sentados, ya no para más), salen los barcos hacia diferentes destinos: Eminönü, Karaköy, las Islas Príncipe, Kabatas, Besiktas, etcétera.
Tras pagar en una máquina dos liras turcas cada uno, obtuvimos un “jeton”,  una especie de cospel antiguo. Molinetes, gente y sala de espera. Llega el ferry, que puede ser de los modernos, con aire acondicionado y un bar muy elegante, o de los un poco ruinosos, con los pisos de madera consumidos por la sal de mar y las paredes mostrando capa sobre capa de pintura blanca. Primero baja la gente y nosotros esperamos dentro de la sala, con las puertas abiertas (porque hace mucho calor) y una cinta que las cruza para que no pasemos.
En cuanto nos habilitan, la masa de personas se abalanza rápida pero ordenadamente hasta la entrada. Los más osados evitan los puentes de metal y saltan los escasos centímetros que nos separan del bote. La gente se esparce por el barco y en las horas pico no quedan asientos libres. Los turistas siempre vamos a la parte superior, subimos por una escalera de madera intentando averiguar si vamos hacia la proa o la popa. Con unos viajes más, ya sabemos distinguirlas sin esfuerzo.
El viaje en ferry dura unos veinte minutos pero es relajante. El lento bamboleo del barco, el viento en la cara, el sonido de los pájaros… todo contribuye a que sea un paseo agradable. Por supuesto que el estrecho del Bósforo es una zona muy transitada, con embarcaciones de todo tamaño, así que tampoco es raro escuchar la grave bocina de un transatlántico cuando nos cruzamos por el frente. Esos inmensos barcos van muy rápido y, sobre todo, son muy difíciles de frenar, así que impresiona.

Cuando vamos llegando al embarcadero de Eminönü, junto al Puente de Gálata, se distinguen claramente las siluetas de las mezquitas, las viejas murallas marítimas de la ciudad, los restaurantes de pescado debajo del puente y la Torre de Gálata en la parte más alta de Estambul.
Desde el embarcadero se puede ir caminando hasta la zona de Sultanahmet, que es el principal atractivo turístico de la ciudad. Eso hicimos el primer día, pero fue un sacrificio porque las callecitas suben y suben desde el nivel del mar hasta la plaza del Hipódromo, y hacía demasiado calor para caminatas con inclinación. Lo bueno de Estambul, y que me recuerda mucho a Buenos Aires, es que según la necesidad, aparecen los vendedores. Así como aquel día de lluvia en que nos quedamos varadas dentro de Santa Sofía con mi prima Inés y aparecieron como por arte de magia los vendedores de paraguas; ante tanto calor, había vendedores de agua, sandías y cosas refrescantes. Y cobran aún más barato de lo que a uno le saldría comprar en el supermercado. Eso sí que es insólito.

Me había aprendido concienzudamente la historia del Hipódromo, ubicada en pleno Sultanahmet, una gran plaza ovalada que sirvió de hipódromo en la época romana y después cayó en el abandono cuando llegaron los otomanos y no supieron qué uso darle. Está decorada con obeliscos, uno traído de Egipto, otro de Grecia y una columna de serpientes, construida por Constantino.
Entre el calor que hacía (rondaba los 40 grados) y la mucha imaginación que hay que poner para figurarse el hipódromo en la época romana (hoy es simplemente una linda plaza), la visita duró poco y corrimos a refugiarnos en los jardines de la Mezquita Azul o de Sultanahmet. Era la hora del rezo y los turistas no podíamos acceder, así que nos sentamos en el patio interno, viendo como entraban hombres y mujeres del islam, luego de lavarse los pies y las manos, descalzarse y cubrirse la cabeza y los hombros con un pañuelo, en el caso de las mujeres.

La precisa observación que hicieron mis padres de la vestimenta de las mujeres estambuleñas, dio por resultado unas tres categorías: aquellas que se visten con normalidad y llevan el pañuelo cubriéndoles el cabello; otras que llevan una especie de pilotos largos hasta las pantorrillas, cubiertas por completo y también llevan el pañuelo; y luego, las más tradicionales, vestidas completamente de negro, con el burka hasta los pies, algunas tienen la cara descubierta, otras solo los ojos y, las más extremas, llevan anteojos negros sobre todo eso. Son un poco inquietantes, a decir verdad. Y se parecen un poco al nombre que les pusieron mis padres: las “tío cosa”.
Todo depende de los barrios y de las familias, evidentemente. Caminando por la zona donde vivimos nosotros, la gente va vestida totalmente occidental. Riesgosamente occidentales, en algunos casos. Pero también puede verse por aquí y por allá, sobre todo en mujeres grandes, algún pañuelo en la cabeza.

La Mezquita Azul es imponente. Principalmente por su tamaño, sus miles de azulejos, sus grandes candelabros colgantes que llegan casi hasta las cabezas de todos. Dicen que su construcción, que se inició en 1609, consumió todos los recursos de la ciudad, algunas obras, incluso se pararon para abastecer de material a la mezquita. A medida que se iba acabando el dinero, los azulejos (todos ellos hechos a mano) empezaron a bajar de calidad, pero como los techos son tan altos, no se veían los detalles. Así que es acertado asumir que los bellos tulipanes que decoran los azulejos a unos pocos metros del suelo, se van convirtiendo en grotescas flores hechas con la indignación de quién no está cobrando bien.
Después de almorzar en la terraza de un restaurante frente a Santa Sofía, fuimos a visitar la Cisterna del Palacio. Ya una vez hablé de ella con, no lo niego, un poco de desprecio. Pero esta vez fue muy agradable bajar unos cuantos metros hasta la frescura de ese ambiente húmedo que es la cisterna. Hasta recibimos con cierta diversión las esporádicas gotas de agua que suelen caerte en la cabeza mientras paseábamos por los pasillos, entre columnas. A nuestros pies, debajo de los puentes de madera que conectan todo, una laguna de agua poco profunda en la que nadan unos cuantos peces koi. Es verdad que pueden sacarse fotos maravillosas ahí debajo, con las columnas iluminadas de colores y esa ambientación tan lúgubre.
Caminamos hasta llegar a las famosas cabezas de Medusa, puestas en la base de dos columnas, una de costado y la otra al revés. Nadie sabe por qué y eso ha creado una especie de leyenda urbana. Estas dos columnas están bien al fondo de la cisterna, con lo cual, me atrevo a pensar que los albañiles estaban realmente podridos cuando les alcanzaron los temibles cráneos para que ubicaran en algún lado específico.

Hay una curiosa costumbre en algunos lugares de Estambul y es que la gente encuentra un agujero en alguna columna y empieza a meter el dedo, tanto lo hace que se vuelve una tradición. Y en, al menos, dos lugares diferentes de la ciudad (la Cisterna y Santa Sofía) hay sendas columnas con un hoyo y la gente mete su dedo pulgar y da una vuelta entera de su mano, o al menos, lo intenta. “Es para volver”, dijo alguien, como si fuera un deseo. Así que también lo hicimos. Un turista tiene derecho a hacer las tonterías que correspondan a la ocasión.

El mihrab es una especie de puerta o arco que se coloca en una de las paredes de las mezquitas e indica a los fieles la orientación de la Kaaba (lugar sagrado en la ciudad de La Meca). Suele ser muy ornamentado y es una de las piezas centrales de la decoración. Sobre todo, teniendo en cuenta que no hay demasiadas cosas en las mezquitas, solo alfombras y grandes candelabros, el mihrab y el mimber, una escalera donde el equivalente a un sacerdote acompaña los rezos del Corán.
Lo interesante de los mihrabs (o como sea su plural) es que todos deben estar orientados hacia La Meca, pero eso requiere una gran precisión topográfica. Dicen que debido a un error en las coordenadas de no sé que cosa, durante muchos años se construyeron mezquitas con el mihrab mirando para cualquier lado. Me pregunto si los musulmanes corrigen su posición al rezar o simplemente obvian el asunto por completo.

Volvimos en “tramway” (el moderno tranvía que, aún con aire acondicionado, no logra suavizar los olores a axila que pueblan esta ciudad en verano) hasta Eminönü y decidimos visitar la Yeni Cami o mezquita nueva. El acceso a las mezquitas es gratuito, y la mayor parte de ellas tienen pañuelos para que los turistas (las turistas, mejor dicho) podamos cubrirnos para visitarlas. La Yeni Cami es muy parecida a la Mezquita Azul, pero su patio interno es más bonito. Lo estaban decorando con plantas y flores.
Frente a ella se encuentra el Bazar Egipcio o de las Especias. De proporciones mucho más cómodas y manejables que el Gran Bazar, se caracteriza por las tiendas de especias y tés, pero también tiene montones de joyerías, souvenirs y todo tipo de mercaderías atractivas para turistas y locales. Mis padres no pudieron resistir la tentación y se volvieron a casa con unas cuantas cosas.
Es imposible no comprar cosas en Estambul, la cantidad de colores y los brillos te llaman como con un megáfono, tampoco es difícil dejarse llevar por la exótica mezcla de olores, entre tés y especias, que solo puede sentirse en estos lugares. Y, como si fuera poco, todo es muy barato… al menos para los estándares europeos y, curiosamente también, para los argentinos.

2 comentarios:

  1. Me encanto el relato! Como siempre, leer tus Cronicas me transporta hacia el lugar del cual hablas!, lo que es un verdadero placer.

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    1. Gracias, Moi!! Me encanta que puedas viajar conmigo =)
      Un beso enorme!

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