Al bajar del tren en la estación de
Copenhague, llovía copiosamente (aunque les juro que mientras aterrizábamos era
un día espléndido de sol). Me metí en un negocio de la estación que vendía
paraguas y compré uno, sin saber bien cuánto costaba porque todavía estaba
sorprendida de que en Dinamarca no hubiera euros (la moneda local es el kron,
que me sonó a bestia mitológica). El indio que atendía el negocio me saludó con
una sonrisa, mientras observaba a los clientes que se le acumulaban junto a la
caja registradora. Todos, indefectiblemente, con un paraguas en la mano.
Salí a la calle, armada con mi nueva
adquisición y mi valijita de manos, en busca del hotel en el que me esperaba
Alejo, que estaba a unas cuadras. Al llegar a la esquina me percaté de que si
bien yo estaba magníficamente cubierta por mi paraguas, mi valija (que viajaba
medio metro por detrás de mí) se estaba mojando. Así que saqué las tiras que
tiene escondidas en un cierre y que la convierten en mochila (detalle que ya me
había granjeado una mirada de odio de mi hermano cuando caminamos cientos de
cuadras por Barcelona hasta aquel hostel multitudinario). (*)
Entre el mapa, la mochila/valija, mi
cartera y el paraguas, se me complicó un poco la situación. Y en eso estaba,
cuando voló un papel por el aire y fue a parar al río de agua que bajaba por la
calle. Temerosa de que fuera algo importante, salté a buscarlo (metiendo la
pata en un charco en el proceso) y pesqué triunfal el papel que ya estaba
blando. Lo miré: “Bichita, estamos tan orgullosos de vos!!! Mamá y Papá”. Me
reí todo el camino al hotel, y eso que me perdí y caminé unas cuadras de más.

Al paraguas solo lo volví a usar una
vez más: cuando llevé a Ale a conocer los jardines del Castillo de Rosenborg.
Para ese entonces, tan solo tres días después de haber llegado a Copenhague, ya
me movía por la ciudad como una danesa más (me pregunto por qué no logro
orientarme todavía en mi ciudad natal, Mercedes, y sí en Copenhague). El
paraguas sirvió de poco porque enseguida se puso a llover torrencialmente y
además andábamos en bicicleta. Luego de mi intento de pedalear y tener el
paraguas a la vez (que falló porque me mojaba igual, no porque no pudiera hacer
las dos cosas), se descuajeringó un poco y lo abandonamos en el alféizar de una
ventana.

Me queda para siempre el recuerdo de
andar por las calles de Copenhague en bicicleta debajo de la lluvia. Yo feliz,
pasando por cuanto charco encontrara y levantando los pies al hacer olas; y Ale
menos feliz, diría que hasta un poquito enojado de empaparse y acusándome en
velocidad de que iba a agarrarse una pulmonía. No pasó nada, evidentemente. Con
qué cara puede reprocharme algo una persona que anduvo, al menos dos veces
contabilizadas por mí, en bermudas bajo la nieve . Pero mucho antes de
abandonar el paraguas y de ponernos ropa seca en el baño del hotel para salir
hacia el aeropuerto, tuve tres días para disfrutar de la capital danesa.
Copenhague se me apareció como un extraño
que te invita a su casa (desconocida, pero en el amigable entorno de la Unión
Europea). Por supuesto que Ale estaba allá trabajando y, aunque tenía ganas de
quedarme a disfrutar de nuestra nueva casita madrileña, ¿qué sería de mí si
dejara pasar las oportunidades que se me cruzan en el camino? Menos escritora,
lo sé. Así que allá fui: sin saber ni dónde quedaba Dinamarca en el mapa.
Dinamarca forma parte de los llamados
“países escandinavos”, junto con Noruega y Suecia. Está formado por una
península y 407 islas, rodeadas por el Mar Norte y el Mar Báltico, incluso Groenlandia
pertenece a Dinamarca. Es el país menos corrupto del mundo, tiene una de las
poblaciones más felices de la tierra y además una de las más altas tasas de
suicidio. No sé bien como combinar toda esta información. Si son felices, ¿por
qué se suicidan? ¿Se suicidarían menos si fueran corruptos o estuvieran tristes?
No sé. Como diría una amiga, los dejo con la inquietud. Además de estos datos
tan curiosos, es famosa en el mundo por ser el país más destacado en desarrollo
de energía eólica. Sus parques eólicos de ultramar, formados por cientos de
gigantescos molinos de viento, se ven desde el avión y son impresionantes. Han
logrado que un 20% de la energía danesa provenga del viento. Y su capital, que
comenzó siendo un pequeño pueblo de pescadores vikingos, es hoy una de las ciudades
más “verdes” del mundo.

Copenhague tiene esa arquitectura tan
bonita que caracteriza al norte de Europa (parecida a Ámsterdam y a Múnich), de
casas flacas de colores, con muchas ventanas en cada piso y techos oscuros de
teja. Con lo cual, caminar por las calles de la ciudad ya es un paseo en sí
mismo.
Comencé por volver sobre mis pasos
hasta la estación de tren. Frente a ella se encuentran los jardines de Tivoli,
uno de los parques de atracciones más antiguos del mundo. Cuenta la historia
que su fundador convenció al rey Cristián VIII de construirlos (en el 1800)
diciéndole que “cuando el pueblo se divierte, no piensa en política”. Cuanta
razón llevaba. Hoy en día es un precioso parque que ocupa varias manzanas en el
centro de la ciudad. Tiene montañas rusas y juegos de feria, pero también
cuenta con lujosos restaurantes y cafés, centros de exposiciones y un escenario
donde se hacen conciertos durante todo el verano. Es un lugar absolutamente
maravilloso, un oasis de fantasía en medio de Copenhague.

Desde que pisé la ciudad bajo la
lluvia, empecé a mirar con cariño una de las atracciones del parque: una columna
de la que colgaban sillas que giraban a su alrededor, mientras iban subiendo
hasta lo alto (acompaño foto explicativa porque no pueden haber entendido mi
descripción). Quise subirme a ese juego desde que llegué y mi marido, aunque no
le causaba mucha gracia, accedió finalmente a acompañarme. Imaginen mi sorpresa
cuando, ya felizmente sentada en las sillitas colgantes, empezamos a subir y no
me gustó la sensación. Todo se agravó aún más cuando de pronto esas sillas
empezaron a girar cada vez más rápido, alrededor de la columna. Solo recuerdo
que Copenhague daba vueltas por todos lados a mi alrededor, yo no veía nada,
Alejo me gritaba “¡No cierres los ojos!” y el juego demoníaco no terminaba
nunca. Creo que besé el piso como el Papa cuando me bajé. Cuando se me pasó el
pánico, me negué rotundamente a aceptar mi mareo (y tal vez mi vejez) y me subí
a una súper montaña rusa que me encantó. Recuperé así un poco de mi dignidad
perdida.
Del otro lado del parque está la
Plaza de la Municipalidad, o Radhuspladzen
(como ven, el danés es un idioma muy sencillo de pronunciar) donde se
encuentra, evidentemente, el edificio de la municipalidad. En él destaca la
estatua dorada de Absalon, un arzobispo del siglo XII que es considerado el
padre de la iglesia danesa y un personaje recordado por su política
expansionista. Desde uno de los costados de la plaza, sale la bonita e
impronunciable peatonal de Frederiksberggade
que cruza el centro de la ciudad y pasa por pequeñas plazoletas con fuentes
(un recorrido tan hermoso como pintoresco) hasta llegar a la Kongens Nytorv (en
criollo, “plaza del rey”). La plaza está en remodelación, pero tiene una “Pared
feliz” llena de cuadraditos como ventanas de colores en donde la gente deja sus
mensajes felices. Es muy divertido acercarse a abrir las ventanitas y leer
frases como “Te amo”, “Sonríe” o “los libros son maravillosos” y, justo al lado,
“y las tetas también”. Otro que llevaba razón.
A unos pocos metros está el canal de la
famosa calle Nyhavn. El canal fue excavado por prisioneros suecos y era una
antigua salida al mar, estaba abierto para que los barcos fueran y vinieran
durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando el transporte terrestre ganó
protagonismo, el canal quedó desierto, pero les gustaba tanto a los daneses la
pintoresca imagen que los barcos le daban a este lugar (que, durante la época
de marineros, se había convertido en la zona roja de la ciudad), que decidieron
cerrar la salida del canal y dejar los barcos ahí como Puerto Museo de
embarcaciones veteranas, ancladas para siempre en la mejor calle de Copenhague.
Además de sus profundas raíces
marítimas, Dinamarca tiene también una de las monarquías más antiguas del
mundo. En la ciudad se pueden ver varios castillos y palacios: Christiansborg, el
tercero de su especie (los dos primeros se quemaron), donde funciona el
Parlamento danés, la oficina del Primer Ministro y la Suprema corte (espero que
los terroristas no estén leyendo estas crónicas, les acabo de pasar un dato
importante porque es el único edificio del mundo en albergar los tres poderes
de un estado). El Castillo de Rosenborg está rodeado por un foso, al estilo
medieval; cuenta con unos jardines maravillosos y la colección de joyas de la
corona. Y Amalienborg, la residencia de invierno de la familia real danesa, a
donde se trasladó luego de que Christiansborg se quemara (se quemaban bastante
las cosas en Copenhague).
Los daneses, que tan solo son cinco
millones, se caracterizan por ser una sociedad que cuida mucho a sus
habitantes. Les pongo dos ejemplos que me parecieron muy llamativos. El primero
es, digamos, divertido. Parece que en la época de la fundación de Copenhague,
cuando todavía no existían las cloacas en la ciudad, la gente colocaba sus
desechos en una bolsa que recogía un señor todas las noches. Les daba tanta
pena el trabajo de este señor que, como disculpándose, los habitantes de
Copenhague empezaron a dejarle junto a las bolsas una copita de schnapps (un licor que se toma para
Navidad). Imagínense que el recolector, al cabo de unas cuantas casas, ya estaba
tan borracho que su desagradable trabajo no le daba pena porque ni se acordaba
cuál era.
El segundo ejemplo de la naturaleza
generosa de los daneses ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando las
tropas alemanas llegaron a Dinamarca, el rey, consciente de que los daneses
eran tan pocos que no podían resistirse, decidió dejar que los Nazis se
establecieran, haciendo base en el Hotel D’Angleterre, y los alemanes a cambio,
mantuvieron las autoridades danesas. Con el avance de la guerra, este arreglo
empezó a tambalear. Un día los daneses se enteraron de que los alemanes
prendían llevar acabo allí también la operación punto final (aquella por la que
enviaban a todos los judíos a campos de concentración). Se envió al famoso
físico danés Niels Bohr (cuya madre era judía) a reunirse con el rey de Suecia.
Los americanos requerían urgentemente a Bohr para el Proyecto Manhattan pero él
se negó a subir al avión hasta que Suecia emitiera un comunicado diciendo que
sus fronteras quedaban abiertas para dar asilo a los judíos daneses. En pocos
días, siete mil doscientos judíos se trasladaron a Suecia en barcos pesqueros,
ferries e incluso kayaks. Así fue como en Dinamarca, solo el 1% de los judíos
terminó en campos de concentración. Un ejemplo de generosidad del pueblo danés
con sus compatriotas y de algo parecido a la cooperación internacional.
Menos auténtica pero más conocida, es
la historia de La Sirenita, que comenzó siendo un cuento del escritor danés
Hans Christian Andersen y luego fue llevada a la fama internacional por Disney.
Las historias, predeciblemente, no coinciden. En la de Hans (la versión
nórdica-cruda, como se imaginan), la sirenita sufre mucho más al obtener sus
piernas (un dolor como si la atravesara una espada), desarrolla un instinto
homicida cuando el príncipe se casa con otra y termina convertida en aire (que
es “muerta” en versión cuento infantil). La de Disney ya la conocemos, termina
fabulosamente y, aunque la Sirenita se pasó de viva vendiendo su voz a cambio
de piernas a la Bruja Malvada (error donde los haya), no sufrió ni una
consecuencia mala por sus acciones. Además, se quedó con las piernas, con el
Príncipe y éste, encima, ligó branquias. No sé qué versión preferirán contarle
ustedes a sus hijos… yo me quedo con la de Disney porque me encanta la Ariel
pelirroja a la que todo le sale bien. Ídola.
Y ya que estamos hablando de
fantasías, solo me queda por contarles sobre el barrio de Christiania, una ex
zona militar, ahora es una comuna hippie que se auto-proclamó “pueblo libre” y
se considera fuera de las normas de la Unión Europea. Es uno de los atractivos
turísticos de Copenhague. No sé como ponerles esto de la manera menos agresiva
posible… Los hippies no son lo mío. No por su filosofía de amor libre y de
compartir recursos, que me parece genial; sino por su aversión a las reglas en
general (que por algo las hacemos, ¿no?). Cuando pasamos por el arco donde comienza
Christiania, un cartel nos avisa que estamos fuera de las leyes europeas; pero
mágicamente empezamos a estar bajo la jurisdicción de Christiania que, aunque
más liberal en cuanto a su consumo de drogas, regulación de residuos y
propiedad horizontal, nos establece otras normas como por ejemplo, que no
podemos sacar fotos. Vaya respeto al derecho humano de la fotografía libre. Por
lo demás, hay muchos grafitis, carpas camufladas donde se vende marihuana y
hachís, tiendas de artesanía con los mismos precios que en la Comunidad Europea
y gente que tampoco fue demasiado amable. Al final están muy preocupados por el
tema de las fotos y porque son una especie de okupas, y todavía no saben de dónde van a sacar la plata para
comprar el terreno en el que se asienta el barrio (llegaron a ese acuerdo con
el gobierno danés). En fin: Christiania, barrio hippie, valió la pena el paseo
en bicicleta, pero para ver casas destartaladas, gente drogada y pastos
crecidos, no hace falta venir hasta Europa.
Siguiendo mi absurda costumbre de no
actuar fuera de la ley, obviamente no consumimos drogas, pero sí un montón de
especialidades locales. Por la calle no hay ni que elegir, ¡es todo salchichas!
Y qué diversidad además… de todo tamaño y color, incluso rellenas de queso o
envueltas en panceta. Algo fabuloso. Ya poniéndonos más elegantes, nos sentamos
en un restaurante muy tradicional dentro del parque Tivoli, para probar la
especialidad danesa: los smorrebrod, que consisten en rodajas de pan negro o de
centeno, untadas con manteca, que llevan arriba todo tipo de ingredientes. El
más común es el de arenque ahumado, tiene un sabor un poco fuerte a sal y a
mar, pero es igualmente delicioso.
Así es como, luego de unos días muy
productivos en Dinamarca, sigo sin saber exactamente dónde queda Copenhague,
pero ahora sé muchas otras cosas. Como que no hay euros y que la Reina es
fanática del Señor de los Anillos. Valió la pena no quedarme a disfrutar mi
casita madrileña (que ahora sí disfruto, mientras escribo estas crónicas)
porque ahora somos todos un poquito más sabios.
(*) Referencia a "Cataluña, tierra de valientes"
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