18 de agosto de 2014

Verde Copenhague


 Antes de hablar de Copenhague, o tal vez para hablar de eso precisamente, me gustaría contarles sobre una tradición que tenemos con mi Mamá: cada vez que nos estamos por separar (ya sea porque yo fui a la Argentina o ella vino a donde sea que esté), ella me esconde papelitos con mensajes entre la ropa, en la valija y hasta en mi cartera. Es una tradición que empezó hace mucho tiempo, en las primeras despedidas y, aunque cada nuevo mensajito me arranca unas lágrimas, es como si ella estuviera conmigo en el momento que lo encuentro. A veces los descubro todos durante los primeros días y algunas veces, debo admitirlo, los busco con ilusión. Al principio yo también le dejaba papelitos a ella, pero me ponía a llorar en mismo instante en que los empezaba a escribir, así que dejé de hacerlo. ¡Prometo juntar coraje para el próximo viaje!

Al bajar del tren en la estación de Copenhague, llovía copiosamente (aunque les juro que mientras aterrizábamos era un día espléndido de sol). Me metí en un negocio de la estación que vendía paraguas y compré uno, sin saber bien cuánto costaba porque todavía estaba sorprendida de que en Dinamarca no hubiera euros (la moneda local es el kron, que me sonó a bestia mitológica). El indio que atendía el negocio me saludó con una sonrisa, mientras observaba a los clientes que se le acumulaban junto a la caja registradora. Todos, indefectiblemente, con un paraguas en la mano.


Salí a la calle, armada con mi nueva adquisición y mi valijita de manos, en busca del hotel en el que me esperaba Alejo, que estaba a unas cuadras. Al llegar a la esquina me percaté de que si bien yo estaba magníficamente cubierta por mi paraguas, mi valija (que viajaba medio metro por detrás de mí) se estaba mojando. Así que saqué las tiras que tiene escondidas en un cierre y que la convierten en mochila (detalle que ya me había granjeado una mirada de odio de mi hermano cuando caminamos cientos de cuadras por Barcelona hasta aquel hostel multitudinario). (*) 
Entre el mapa, la mochila/valija, mi cartera y el paraguas, se me complicó un poco la situación. Y en eso estaba, cuando voló un papel por el aire y fue a parar al río de agua que bajaba por la calle. Temerosa de que fuera algo importante, salté a buscarlo (metiendo la pata en un charco en el proceso) y pesqué triunfal el papel que ya estaba blando. Lo miré: “Bichita, estamos tan orgullosos de vos!!! Mamá y Papá”. Me reí todo el camino al hotel, y eso que me perdí y caminé unas cuadras de más. 

Al paraguas solo lo volví a usar una vez más: cuando llevé a Ale a conocer los jardines del Castillo de Rosenborg. Para ese entonces, tan solo tres días después de haber llegado a Copenhague, ya me movía por la ciudad como una danesa más (me pregunto por qué no logro orientarme todavía en mi ciudad natal, Mercedes, y sí en Copenhague). El paraguas sirvió de poco porque enseguida se puso a llover torrencialmente y además andábamos en bicicleta. Luego de mi intento de pedalear y tener el paraguas a la vez (que falló porque me mojaba igual, no porque no pudiera hacer las dos cosas), se descuajeringó un poco y lo abandonamos en el alféizar de una ventana.



Me queda para siempre el recuerdo de andar por las calles de Copenhague en bicicleta debajo de la lluvia. Yo feliz, pasando por cuanto charco encontrara y levantando los pies al hacer olas; y Ale menos feliz, diría que hasta un poquito enojado de empaparse y acusándome en velocidad de que iba a agarrarse una pulmonía. No pasó nada, evidentemente. Con qué cara puede reprocharme algo una persona que anduvo, al menos dos veces contabilizadas por mí, en bermudas bajo la nieve . Pero mucho antes de abandonar el paraguas y de ponernos ropa seca en el baño del hotel para salir hacia el aeropuerto, tuve tres días para disfrutar de la capital danesa.


Copenhague se me apareció como un extraño que te invita a su casa (desconocida, pero en el amigable entorno de la Unión Europea). Por supuesto que Ale estaba allá trabajando y, aunque tenía ganas de quedarme a disfrutar de nuestra nueva casita madrileña, ¿qué sería de mí si dejara pasar las oportunidades que se me cruzan en el camino? Menos escritora, lo sé. Así que allá fui: sin saber ni dónde quedaba Dinamarca en el mapa.
Dinamarca forma parte de los llamados “países escandinavos”, junto con Noruega y Suecia. Está formado por una península y 407 islas, rodeadas por el Mar Norte y el Mar Báltico, incluso Groenlandia pertenece a Dinamarca. Es el país menos corrupto del mundo, tiene una de las poblaciones más felices de la tierra y además una de las más altas tasas de suicidio. No sé bien como combinar toda esta información. Si son felices, ¿por qué se suicidan? ¿Se suicidarían menos si fueran corruptos o estuvieran tristes? No sé. Como diría una amiga, los dejo con la inquietud. Además de estos datos tan curiosos, es famosa en el mundo por ser el país más destacado en desarrollo de energía eólica. Sus parques eólicos de ultramar, formados por cientos de gigantescos molinos de viento, se ven desde el avión y son impresionantes. Han logrado que un 20% de la energía danesa provenga del viento. Y su capital, que comenzó siendo un pequeño pueblo de pescadores vikingos, es hoy una de las ciudades más “verdes” del mundo.


Copenhague tiene esa arquitectura tan bonita que caracteriza al norte de Europa (parecida a Ámsterdam y a Múnich), de casas flacas de colores, con muchas ventanas en cada piso y techos oscuros de teja. Con lo cual, caminar por las calles de la ciudad ya es un paseo en sí mismo.

Comencé por volver sobre mis pasos hasta la estación de tren. Frente a ella se encuentran los jardines de Tivoli, uno de los parques de atracciones más antiguos del mundo. Cuenta la historia que su fundador convenció al rey Cristián VIII de construirlos (en el 1800) diciéndole que “cuando el pueblo se divierte, no piensa en política”. Cuanta razón llevaba. Hoy en día es un precioso parque que ocupa varias manzanas en el centro de la ciudad. Tiene montañas rusas y juegos de feria, pero también cuenta con lujosos restaurantes y cafés, centros de exposiciones y un escenario donde se hacen conciertos durante todo el verano. Es un lugar absolutamente maravilloso, un oasis de fantasía en medio de Copenhague.




Desde que pisé la ciudad bajo la lluvia, empecé a mirar con cariño una de las atracciones del parque: una columna de la que colgaban sillas que giraban a su alrededor, mientras iban subiendo hasta lo alto (acompaño foto explicativa porque no pueden haber entendido mi descripción). Quise subirme a ese juego desde que llegué y mi marido, aunque no le causaba mucha gracia, accedió finalmente a acompañarme. Imaginen mi sorpresa cuando, ya felizmente sentada en las sillitas colgantes, empezamos a subir y no me gustó la sensación. Todo se agravó aún más cuando de pronto esas sillas empezaron a girar cada vez más rápido, alrededor de la columna. Solo recuerdo que Copenhague daba vueltas por todos lados a mi alrededor, yo no veía nada, Alejo me gritaba “¡No cierres los ojos!” y el juego demoníaco no terminaba nunca. Creo que besé el piso como el Papa cuando me bajé. Cuando se me pasó el pánico, me negué rotundamente a aceptar mi mareo (y tal vez mi vejez) y me subí a una súper montaña rusa que me encantó. Recuperé así un poco de mi dignidad perdida.
Del otro lado del parque está la Plaza de la Municipalidad, o Radhuspladzen (como ven, el danés es un idioma muy sencillo de pronunciar) donde se encuentra, evidentemente, el edificio de la municipalidad. En él destaca la estatua dorada de Absalon, un arzobispo del siglo XII que es considerado el padre de la iglesia danesa y un personaje recordado por su política expansionista. Desde uno de los costados de la plaza, sale la bonita e impronunciable peatonal de Frederiksberggade que cruza el centro de la ciudad y pasa por pequeñas plazoletas con fuentes (un recorrido tan hermoso como pintoresco) hasta llegar a la Kongens Nytorv (en criollo, “plaza del rey”). La plaza está en remodelación, pero tiene una “Pared feliz” llena de cuadraditos como ventanas de colores en donde la gente deja sus mensajes felices. Es muy divertido acercarse a abrir las ventanitas y leer frases como “Te amo”, “Sonríe” o “los libros son maravillosos” y, justo al lado, “y las tetas también”. Otro que llevaba razón.

A unos pocos metros está el canal de la famosa calle Nyhavn. El canal fue excavado por prisioneros suecos y era una antigua salida al mar, estaba abierto para que los barcos fueran y vinieran durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando el transporte terrestre ganó protagonismo, el canal quedó desierto, pero les gustaba tanto a los daneses la pintoresca imagen que los barcos le daban a este lugar (que, durante la época de marineros, se había convertido en la zona roja de la ciudad), que decidieron cerrar la salida del canal y dejar los barcos ahí como Puerto Museo de embarcaciones veteranas, ancladas para siempre en la mejor calle de Copenhague. 



Además de sus profundas raíces marítimas, Dinamarca tiene también una de las monarquías más antiguas del mundo. En la ciudad se pueden ver varios castillos y palacios: Christiansborg, el tercero de su especie (los dos primeros se quemaron), donde funciona el Parlamento danés, la oficina del Primer Ministro y la Suprema corte (espero que los terroristas no estén leyendo estas crónicas, les acabo de pasar un dato importante porque es el único edificio del mundo en albergar los tres poderes de un estado). El Castillo de Rosenborg está rodeado por un foso, al estilo medieval; cuenta con unos jardines maravillosos y la colección de joyas de la corona. Y Amalienborg, la residencia de invierno de la familia real danesa, a donde se trasladó luego de que Christiansborg se quemara (se quemaban bastante las cosas en Copenhague).
Los daneses, que tan solo son cinco millones, se caracterizan por ser una sociedad que cuida mucho a sus habitantes. Les pongo dos ejemplos que me parecieron muy llamativos. El primero es, digamos, divertido. Parece que en la época de la fundación de Copenhague, cuando todavía no existían las cloacas en la ciudad, la gente colocaba sus desechos en una bolsa que recogía un señor todas las noches. Les daba tanta pena el trabajo de este señor que, como disculpándose, los habitantes de Copenhague empezaron a dejarle junto a las bolsas una copita de schnapps (un licor que se toma para Navidad). Imagínense que el recolector, al cabo de unas cuantas casas, ya estaba tan borracho que su desagradable trabajo no le daba pena porque ni se acordaba cuál era.
El segundo ejemplo de la naturaleza generosa de los daneses ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando las tropas alemanas llegaron a Dinamarca, el rey, consciente de que los daneses eran tan pocos que no podían resistirse, decidió dejar que los Nazis se establecieran, haciendo base en el Hotel D’Angleterre, y los alemanes a cambio, mantuvieron las autoridades danesas. Con el avance de la guerra, este arreglo empezó a tambalear. Un día los daneses se enteraron de que los alemanes prendían llevar acabo allí también la operación punto final (aquella por la que enviaban a todos los judíos a campos de concentración). Se envió al famoso físico danés Niels Bohr (cuya madre era judía) a reunirse con el rey de Suecia. Los americanos requerían urgentemente a Bohr para el Proyecto Manhattan pero él se negó a subir al avión hasta que Suecia emitiera un comunicado diciendo que sus fronteras quedaban abiertas para dar asilo a los judíos daneses. En pocos días, siete mil doscientos judíos se trasladaron a Suecia en barcos pesqueros, ferries e incluso kayaks. Así fue como en Dinamarca, solo el 1% de los judíos terminó en campos de concentración. Un ejemplo de generosidad del pueblo danés con sus compatriotas y de algo parecido a la cooperación internacional.

Menos auténtica pero más conocida, es la historia de La Sirenita, que comenzó siendo un cuento del escritor danés Hans Christian Andersen y luego fue llevada a la fama internacional por Disney. Las historias, predeciblemente, no coinciden. En la de Hans (la versión nórdica-cruda, como se imaginan), la sirenita sufre mucho más al obtener sus piernas (un dolor como si la atravesara una espada), desarrolla un instinto homicida cuando el príncipe se casa con otra y termina convertida en aire (que es “muerta” en versión cuento infantil). La de Disney ya la conocemos, termina fabulosamente y, aunque la Sirenita se pasó de viva vendiendo su voz a cambio de piernas a la Bruja Malvada (error donde los haya), no sufrió ni una consecuencia mala por sus acciones. Además, se quedó con las piernas, con el Príncipe y éste, encima, ligó branquias. No sé qué versión preferirán contarle ustedes a sus hijos… yo me quedo con la de Disney porque me encanta la Ariel pelirroja a la que todo le sale bien. Ídola.

Y ya que estamos hablando de fantasías, solo me queda por contarles sobre el barrio de Christiania, una ex zona militar, ahora es una comuna hippie que se auto-proclamó “pueblo libre” y se considera fuera de las normas de la Unión Europea. Es uno de los atractivos turísticos de Copenhague. No sé como ponerles esto de la manera menos agresiva posible… Los hippies no son lo mío. No por su filosofía de amor libre y de compartir recursos, que me parece genial; sino por su aversión a las reglas en general (que por algo las hacemos, ¿no?). Cuando pasamos por el arco donde comienza Christiania, un cartel nos avisa que estamos fuera de las leyes europeas; pero mágicamente empezamos a estar bajo la jurisdicción de Christiania que, aunque más liberal en cuanto a su consumo de drogas, regulación de residuos y propiedad horizontal, nos establece otras normas como por ejemplo, que no podemos sacar fotos. Vaya respeto al derecho humano de la fotografía libre. Por lo demás, hay muchos grafitis, carpas camufladas donde se vende marihuana y hachís, tiendas de artesanía con los mismos precios que en la Comunidad Europea y gente que tampoco fue demasiado amable. Al final están muy preocupados por el tema de las fotos y porque son una especie de okupas, y todavía no saben de dónde van a sacar la plata para comprar el terreno en el que se asienta el barrio (llegaron a ese acuerdo con el gobierno danés). En fin: Christiania, barrio hippie, valió la pena el paseo en bicicleta, pero para ver casas destartaladas, gente drogada y pastos crecidos, no hace falta venir hasta Europa.

Siguiendo mi absurda costumbre de no actuar fuera de la ley, obviamente no consumimos drogas, pero sí un montón de especialidades locales. Por la calle no hay ni que elegir, ¡es todo salchichas! Y qué diversidad además… de todo tamaño y color, incluso rellenas de queso o envueltas en panceta. Algo fabuloso. Ya poniéndonos más elegantes, nos sentamos en un restaurante muy tradicional dentro del parque Tivoli, para probar la especialidad danesa: los smorrebrod, que consisten en rodajas de pan negro o de centeno, untadas con manteca, que llevan arriba todo tipo de ingredientes. El más común es el de arenque ahumado, tiene un sabor un poco fuerte a sal y a mar, pero es igualmente delicioso.

Así es como, luego de unos días muy productivos en Dinamarca, sigo sin saber exactamente dónde queda Copenhague, pero ahora sé muchas otras cosas. Como que no hay euros y que la Reina es fanática del Señor de los Anillos. Valió la pena no quedarme a disfrutar mi casita madrileña (que ahora sí disfruto, mientras escribo estas crónicas) porque ahora somos todos un poquito más sabios.



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