Mi primer acercamiento a la cultura neozelandesa fue que
descargué (ilegalmente, debo admitirlo) el libro “El Señor de los Anillos”. No
sé qué me hizo pensar que podría leer el libro cuando me había quedado dormida
durante los primeros 15 minutos de la película… dos veces. Como “plan B”, agarré
un libro amarillento proveniente de las amplias y misteriosas estanterías de la
casa de mis padres: “El pájaro canta hasta morir”, cuya historia sucede en
parte en Nueva Zelanda y en parte en Australia. También había sobre la mesa del
escritorio (dejado ahí a propósito por mi marido) una guía Lonely Planet de
Nueva Zelanda. Pero eso no me atrajo en lo más mínimo. “A dónde ir”, “qué ver”,
etcétera, son datos poco relevantes para quien se traslada un poco a
regañadientes a la otra punta del planeta.
Para serles completamente sincera, ya a esa altura estaba
cansada de que la gente me hablara maravillas de Nueva Zelanda. No se olviden
de que para mí, cada nuevo lugar puede ser “mi lugar en el mundo” y temía encontrarme
eso. Y tan lejos… ese era el miedo: que el paraíso en la tierra quede tan lejos
de mi casa. La casa antigua y la nueva, que ahora está en Madrid, flamante y
esperando que nos dejemos de pavear por el mundo y la usemos un poco.

Nueva Zelanda se instaló así en mi vida como ese vecinito
molesto con el que tu mamá te dice que tenés que jugar, pero vos no querés y
además tenés buenas razones para ello. Un vuelo de 28 horas, 3 mil dólares cada
pasaje, 15 horas de diferencia horaria son buenas razones. Mi marido huyó con
su característica rapidez para tomar aviones de una casita madrileña todavía
ocupada por las visitas argentinas que habían venido al casamiento de mi cuñado,
y de una esposa en estado irregular, necesitando algunos días en paz para
volver a mi yo interior (tengo una amiga poeta que me enseña estas frases).
Allá fue Alejo y allá quedé yo rezagada… con otra valija imposible que hacer,
huéspedes que echar y una casa que cerrar por cuatro meses.
Lo de la valija fue la parte más fácil: puse un poco de ropa
de diversas estaciones que nunca combinó entre sí y ahora ando por Auckland
muerta de frío o bien, semi-ridícula (pero combino con el estilo local). Con la
valija hecha, “El Señor de los Anillos” listo para leer, los invitados
finalmente embarcados hacia sus respectivos países y la casa cerrada, tomé el
vuelo más largo del mundo para trasladarme a las antípodas de España. Fueron siete
horas de vuelo y una escala en Dubai, luego trece horas y una escala en
Brisbane, finalmente tres horas y media más y llegué a Auckland.
Mi paciencia con “El Señor de los Anillos” duró unos diez
días… lo bastante como para leer un aceptable 30% del libro y para enterarme
qué era Hobbiton, una ciudad que ya tendremos que visitar en Nueva Zelanda. Me
salteé olímpicamente “El pájaro canta hasta morir” y ni hablar de la guía
Lonely Planet. Y al fin me encuentro en paz entre las hojas de otra maravillosa
novela romántica de Florencia Bonelli. No hay que exigirle tanto al cerebro,
bastante tuve con la valija imposible y el nuevo destino.
Ya en paz literaria, me dediqué a observar concienzudamente
la ciudad de Auckland. Siempre le doy unos días a las ciudades nuevas, hasta
Casma (Perú) mereció el beneficio de la duda durante unos días. Y, aunque jamás
osaría comparar Auckland con Casma (cierto es que la segunda me quedaría más
cerca de casa), la verdad es que también la ciudad neozelandesa me decepcionó.
Reconozco que es contraproducente hacerse expectativas
desmedidas de un país, eso puede haber colaborado a mi desazón… pero poco
podría haber hecho por callar a la gente que me hablaba. Habría sido descortés
negarles la posibilidad de convertir mi vida en una película de Hollywood, una
vez más. Los que entienden de estas cosas, entienden; los que no, sueñan. Y a
ambos les agradezco enormemente sus palabras de ánimo… unos me acompañan y
otros me impulsan.
Auckland no es la capital de Nueva Zelanda, pero es su
ciudad más poblada, con casi un cuarto de los habitantes del país. Se asienta
sobre una falla geológica y está rodeada de 48 volcanes inactivos en forma de
picos, cráteres, lagos o montes. Con lo cual casi ninguna calle de la ciudad es
llana, todas suben y bajan abruptamente, los parques están llenos de colinas y
desde muchos lugares se tienen vistas maravillosas de la bahía.
El centro de la ciudad no es muy lucido, consta básicamente
de una avenida principal llamada Queen Street con minúsculas peatonales y
galerías comerciales que salen desde allí. Esta calle termina sobre el mar,
donde hay muelles con cafés y restaurantes, el Museo Náutico, un puerto
deportivo y modernos galpones donde se hacen actividades los fines de semana. No
es que Auckland sea fea, pero no tiene nada especialmente lindo. Hay algunos
rincones pintorescos pero el centro de la ciudad carece de ese aire único de
lugar para recordar.
Sus atractivos turísticos son el Skywalk, un pincho altísimo
que se ve desde todos lados y de noche se ilumina de colores, y los parques. El
Albert’s Park se llena de universitarios por las tardes y tiene una preciosa
fuente en el centro. Y el Domain Park es el enorme pulmón de la ciudad, que
tiene adentro el Museo Nacional y bellísimos senderos como el Lover’s Walk a
través de una tupida vegetación casi tropical, con palmeras de varios metros de
altura, o el Centenial Walk, para caminar entre árboles centenarios y terminar
en un monte de cerezos en flor.

Quizás ahora que llega la primavera finalmente y sale el sol
algunos días, le estoy empezando a tomar cariño… pero Auckland es una ciudad
definitivamente rara. Los neozelandeses son raros. Para empezar se visten de
una manera muy poco tradicional, acá no se ve gente de traje ni mujeres con
vestidos y tacos. Todo el mundo va con un estilo informal, casual. A medida que se hace de noche y los comercios empiezan a
cerrar (a las 6 pm), aparecen los personajes verdaderamente extraños de la
ciudad: gente que no logro definir, así que a falta de adjetivos, los llamo
“raros”. Algunos son vagabundos, gente que vive en la calle, pero tienen bolsas
de dormir y camperas de nieve; hay mucha gente joven como si aquellos que
vienen en el programa de Work and Travel
se hubieran quedado sin plata. Después están los grupos religiosos que hacen
coreografías, cantan o reparten panfletos en las esquinas. Y finalmente, los
músicos de dudosa procedencia y, si se me permite, de talento controvertido.
Toda esta gente rara toma las calles una vez que se hace de noche, lo cual no
lo hace peligroso (los neozelandeses son muy amables y muy respetuosos) pero sí
le da a la ciudad un aspecto al menos incompatible con las halagüeñas
cualidades de primer mundo que se le atribuyen.
Así que esta va a ser la primera crónica
neozelandesa: una desalentadora pero muy coherente con mis impresiones de las
primeras semanas. Pero no desesperemos… Los últimos días todo empezó a cambiar
y finalmente me parece estar descubriendo la cara extraordinaria de Nueva
Zelanda de la que tanto me hablaban. Será cuestión de tener paciencia.
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