29 de octubre de 2014

Paciencia al estilo kiwi


El aislamiento geográfico de Nueva Zelanda no es una novedad, durante 80 millones de años estuvo lejos y además deshabitado. Fue el último gran territorio del mundo en ser poblado, recién entre 1250 y 1300 un grupo de polinesios decidió instalarse en la zona, iniciando lo que luego se convirtió en la cultura Maorí. Su curiosa ubicación también creó en este lugar un ecosistema único en el mundo, donde las aves como el kiwi, el kakapo y el takahe no vuelan porque nunca tuvieron depredador natural y las especies como los conejos o las ratas se vuelven plaga rápidamente y aterrorizan a los agricultores por la misma razón.


Aunque desde la llegada del hombre se cree que casi el 50% de las especies de vertebrados se extinguieron, la gran riqueza de Nueva Zelanda sigue siendo principalmente su naturaleza. Y poca naturaleza íbamos a ver desde el centro de Auckland, así que había que empezar a moverse. Aunque el tiempo no nos acompañó, el primer fin de semana de aventuras nos fuimos a la vecina isla de Rangitoto.

Rangitoto Island es, como casi todas las demás del golfo de Hauraki, una isla de formación volcánica. Más específicamente, la última que se formó, hace tan solo 600 años. La comunidad Maorí, o iwi, presenció el momento de su formación y mucha de su mitología se creó a partir de este evento. Hoy en día, la isla es un reducto casi 100% salvaje que se utiliza para hacer senderismo, tiene varios caminos señalizados (bastante señalizados) por los que se va hasta la cima del volcán, al cráter, a las cuevas o simplemente se bordea la isla hasta llegar al embarcadero.  La isla, que se ve desde la costa de Auckland, queda a unos 7 minutos en ferry y hay que prever la excursión con cuidado porque, una vez allá, no hay nada. Así que hay que llevar agua, algo para comer y tal vez una linterna, para visitar alguna de las cuevas.

Allá fuimos en el ferry junto a las familias semi-salvajes de Auckland (sin exagerar pero búsquenme alguien que se vaya con sus hijos pequeños a pasar el día a un lugar donde no hay ni siquiera agua potable… aún más: de camping). Compramos nuestras provisiones en el ferry, obviamente. Si hay algo por lo que no nos caracterizamos ni Ale ni yo, es por ser precavidos. Nos bajamos en el rudimentario embarcadero de Rangitoto y nos encaminamos por el sendero que conduce a la cima. El camino es estrecho y todo en subida, pero es bastante curioso porque se ven amplias extensiones de piedra volcánica negra en medio de la vegetación. La piedra es porosa y parece que se pegoteara entre sí (llamada scoria), lo cual le da a estos espacios un aspecto de hormigueros enormes.


En la cima del Rangitoto se aprecia una hermosa vista de la silueta de Auckland y de las islas vecinas. También se ve el enorme cráter del volcán que ahora está cubierto de vegetación. Me desilusionó un poco que, luego del esfuerzo de subir hasta allí, no hubiera nada en la cima, solo una vieja habitación de cemento y un deck de madera desde donde sacar fotos. No es que me esperara un restaurante giratorio, pero qué se yo… Las cuevas, por otro lado, son muy chiquitas y algunas forman interesantes pasadizos entre la roca de la montaña. Son simpáticas (me abstraje mentalmente de la imagen de murciélagos y arañas caminando por el techo de la cueva mientras yo pasaba), pero hay que llevar linterna porque no se ve nada por momentos.

Después de un poco glamoroso pic-nic, refugiados de la lluvia y del viento en la construcción de cemento de la cima (junto a otros aventureros refugiados), emprendimos la vuelta. Bajamos al embarcadero por un camino que cruza la isla y por el que se puede apreciar la vegetación (que es más bien baja, de arbustos y árboles pequeños) y las antiguas casas de colores, o baches, en las que la gente de Auckland vacacionaba durante los años 1920 y 1930. Las edificaciones luego fueron prohibidas y muchas de ellas demolidas cuando se declaró a la isla de Rangitoto reserva escénica. Una vez en la costa, volví a extrañar algún símbolo de civilización, preferiblemente en forma de cafetería, donde tomarme un café con leche para combatir el viento helado mientras esperábamos el ferry que nos devolvería a Auckland.

El sábado siguiente salió el sol y nosotros teníamos un auto alquilado en nuestro poder (combinación satisfactoria si las hay), así que pusimos rumbo a las atracciones turísticas cercanas a la ciudad pero no tanto como para aparecer en el mapa. Primer destino, el punto más del llamado istmo de Auckland: el Monte Edén.



Este es otro de los 48 volcanes que rodean la ciudad pero no forma una isla, sino que se ve como un monte verde al sur del CBD, que es como se llama al centro financiero (donde está nuestra casita neozelandesa, aunque no sé si califique como “casita”). Desde la cima, a 196 metros sobre el nivel del mar, se tiene una vista increíble de los diferentes barrios aucklandeses y sus alrededores, así como del impresionante cráter, una vez más, cubierto completamente de largos pastos. Es un paisaje singular y muy bonito, y desde allí se pueden tomar las fotos más lindas de Auckland.


Dejamos atrás el Mount Eden y nos dirigimos hacia el oeste de la ciudad, cruzamos el puente Harbour Bridge y llegamos a una península que contiene el pintoresco barrio de Devonport. De un lado de la península está la marina llena de barquitos, las elegantes casas veraniegas de madera y la vista de la silueta de Auckland desde la costa. Del otro lado es una larga playa serena, en la que cuando el agua se retira, uno puede caminar cientos de metros por esa arena fangosa, adentrándose en el mar pero con el agua en los tobillos.

Para terminar el día nos esperaba el barrio de Mission Bay, del lado opuesto de Auckland, llamado así por el asentamiento anglicano que se estableció allí en 1840. Esta bahía, junto a muchas otras que se suceden a medida que nos alejamos de la ciudad, está formada por una pequeña playa y una calle comercial que corre paralela al mar. Mission Bay quizás sea la más famosa y la preferida de los locales para pasar el fin de semana, y es realmente un lindo barrio, lleno de vida y del típico ambiente relajado de los kiwis.


Al final Auckland sí que necesitaba un poco de paciencia, un auto y un mapa un poco más grande. Parece que lugares lindos de la ciudad se escondían a simple vista (quizás el vagabundo raro no me dejaba ver el bosque). Todo en total coordinación con la idea de turismo neozelandés, que es mantener el país lo más natural posible y para ello no queda otra que hacernos complicado el acceso a los molestos pero incansables seres humanos.




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