Desde Auckland, casi todo Nueva Zelanda queda hacia el sur
(y hay mucho, porque el país tiene unos 1.600 kilómetros de largo aunque unos
escasos 400 de ancho), así que hacia el sur fuimos, tan lejos como nos lo permitiera
el corto fin de semana.



El paisaje es a la vez maravilloso y aterrorizante. La belleza
de los colores en el agua y el emplazamiento del parque en medio del bosque son
algo absolutamente asombroso. Pero son también esos colores y el olor, tan
claro indicio de toxicidad; junto a las burbujas y el calor tremendo que desprende
la tierra, lo que transmiten una sensación de que algo terrible está sucediendo
debajo de nuestros pies. No eran de la misma idea los primeros europeos que
llegaron a esta zona y que vieron en todas estas piletas de agua caliente, un
gran spa. Temo cómo les habrá ido luego de sumergirse un rato en aquella
piscina verde llena de cianuro o en los pequeños jacuzzis empetrolados.

El último lugar que visitamos (aunque nos quedaba muchísimo
por ver en Rotorua, no nos alcanzaba el tiempo) fue el extraordinario Redwood
Forest (o bosque de secoyas). Las secoyas son esos árboles gigantes, un tanto
rojizos, que viven decenas y hasta miles de años y tienen el honor de ser los
más altos y los más grandes del mundo. El bosque es como una fantasía, un
Disney de la naturaleza, con secoyas que necesitarían cinco personas para
abrazarlas por completo, lianas que cuelgan por decenas de metros, troncos
llenos musgo que cubren los senderos y enormes helechos. Caminamos un rato por
ahí adentro, alucinados por la exuberancia de la naturaleza. Y pronto fue hora
de volver a casa, así que nos subimos al autito y partimos rumbo a Auckland,
dejando atrás las extensas praderas llenas de ovejas y vacas, para cambiarlas
por los consabidos raros que habitan el centro cuando se pone el sol.
***
Los neozelandeses son gente única… quizás como todos los
isleños, tienen su propio ritmo para todo. Esto produce uno de dos efectos en
los occidentales: o los pone muy nerviosos o los convierte al relajado estilo
kiwi. Ya hablé sobre su inusual sentido de la moda (acentuado especialmente en
el departamento del calzado) que es la razón por la que no existe Vogue Nueva
Zelanda, pero también responde al rechazo que le tienen los neozelandeses a
ostentar, es de mala educación para ellos. Y también me referí en crónicas
anteriores a la despreocupación con la que viven la paternidad, los niños kiwis
andan un gran porcentaje del tiempo descalzos, se meten en las fuentes y son
felices como animalitos salvajes.
Tal vez sea hora de referirme a otra práctica local que se
me está pegando y sé que me va a meter en problemas en cuanto vaya a la
Argentina o vuelva a España. Los kiwis tienen la absurda costumbre de sonreír a
los extraños. Es tan sencillo como eso: uno va por la calle y mira a alguien
sin intención alguna y se encuentra, indefectiblemente, con una sonrisa del
otro lado (con excepción de los colectiveros, cuyo malhumor parece ser un
requisito internacional).
Alejo fue el primero en notar esto y asumo que al principio
pensó que las neozelandesas y los neozelandeses también, lo encontraban
atractivo. Comprendo la confusión de mi marido que es terriblemente atractivo,
pero resulta que en este caso la totalidad de la población no estaba intentando
levantárselo, es solo que los kiwis sonríen. Mucho. Todo el tiempo. Y encima,
si uno les pregunta a neozelandeses y extranjeros por igual, todos dicen que
son felices... eso me llena de desconfianza. No sé si son felices de verdad; si
es un efecto del aislamiento geográfico que les obliga a elegir entre ser
felices o comprar pasajes de avión carísimos para huir de acá; o están todos
jodidos igual que el resto de la humanidad pero se complotaron para que pensemos
que no y vengamos de vacaciones. No lo tengo decidido todavía, pero es un
asunto que me tiene profundamente confundida.
Para concluir con el tema, al menos por hoy, los
kiwis sonríen, dicen que son felices, crían a sus hijos con despreocupada naturalidad
y carecen del sentido de la moda. Un caso de estudio: Nueva Zelanda podría ser así
el paraíso para la mitad de los habitantes del mundo y el infierno terrenal
para el resto.
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