11 de noviembre de 2014

Nueva Zelanda burbujeante bajo la superficie


Desde Auckland, casi todo Nueva Zelanda queda hacia el sur (y hay mucho, porque el país tiene unos 1.600 kilómetros de largo aunque unos escasos 400 de ancho), así que hacia el sur fuimos, tan lejos como nos lo permitiera el corto fin de semana.

Nuestra primera parada fue el pueblito de Cambridge, a una hora de Auckland y que era territorio conocido para Ale porque por esa zona está la obra que estudia. Cambridge nos esperaba con todas sus galas: con un mercado de variedades en la calle principal (cuando digo variedades, me refiero a cosas útiles como mermeladas y libros, y también a todo tipo de antigüedades y porquerías) y con la banda local tocando música escocesa mientras los lugareños desayunaban en mesitas al sol. También nosotros desayunamos al sol y disfrutamos un rato de este pueblito tan pintoresco y tan parecido a los que salen en las películas, con mujeres que vendían galletas caseras y señores con delantales que asaban salchichas.

Dejamos la calidez pueblerina y la reemplazamos por la intensa actividad geotérmica de la zona de Rotorua, una ciudad a dos horas y media de Auckland. Nueva Zelanda está encima de una falla geológica, o sea justo donde se unen dos placas tectónicas, así que es un país montañoso y que burbujea bajo la superficie. Aquí la corteza terrestre (esa que nos separa del magma y otros líquidos aterrorizantes) parece más fina que en el resto de la Tierra y eso fuimos a visitar, los huecos por donde el centro líquido de nuestro planeta sale a la superficie y se deja ver… y oler.

Ya al llegar a la ciudad de Rotorua se empieza a sentir ese característico olor a huevo podrido que revela la presencia de azufre. En la plaza principal y en los parques de los alrededores se ven columnas de vapor que se elevan unos cuantos metros e indican lugares entre las piedras del suelo por el que se cuelan los gases o bien enormes pozos llenos de agua burbujeante. Para apreciar este fenómeno en toda su expresión, nos fuimos al parque geotérmico de Wai-O-Tapu y en un oloroso recorrido de unas horas, visitamos las pozas más maravillosas de la región. Cada una de ellas es de diferente color dependiendo de los químicos presentes en el agua, las hay verdes fosforescentes, azules como el mar, amarillas y naranjas, negras y aceitosas llenas de petróleo, rojas, blancas… de todos los colores. No sin razón, llamaron a la colorida pileta principal “La paleta del artista”.

El paisaje es a la vez maravilloso y aterrorizante. La belleza de los colores en el agua y el emplazamiento del parque en medio del bosque son algo absolutamente asombroso. Pero son también esos colores y el olor, tan claro indicio de toxicidad; junto a las burbujas y el calor tremendo que desprende la tierra, lo que transmiten una sensación de que algo terrible está sucediendo debajo de nuestros pies. No eran de la misma idea los primeros europeos que llegaron a esta zona y que vieron en todas estas piletas de agua caliente, un gran spa. Temo cómo les habrá ido luego de sumergirse un rato en aquella piscina verde llena de cianuro o en los pequeños jacuzzis empetrolados.




Extasiados de los colores y asqueados de los olores que nos brindaba la naturaleza, nos dirigimos al Kerosene Creek, un arrollo de agua caliente (pero inofensiva) que se forma en un rincón del bosque y donde solo los locales y los turistas con espíritu aventurero llegan. Nos sumergimos en una pileta que formaba el arroyo, debajo de una pequeña cascada, con el agua cálida y transparente bañándonos el cuerpo. Ahora que lo pienso, ya vendrán crónicas de futuras viajeras como yo que teman por nuestra suerte al sumergirnos en aquel arroyo… no somos nada, vamos avanzando con el poquito de información que tenemos.
 
El último lugar que visitamos (aunque nos quedaba muchísimo por ver en Rotorua, no nos alcanzaba el tiempo) fue el extraordinario Redwood Forest (o bosque de secoyas). Las secoyas son esos árboles gigantes, un tanto rojizos, que viven decenas y hasta miles de años y tienen el honor de ser los más altos y los más grandes del mundo. El bosque es como una fantasía, un Disney de la naturaleza, con secoyas que necesitarían cinco personas para abrazarlas por completo, lianas que cuelgan por decenas de metros, troncos llenos musgo que cubren los senderos y enormes helechos. Caminamos un rato por ahí adentro, alucinados por la exuberancia de la naturaleza. Y pronto fue hora de volver a casa, así que nos subimos al autito y partimos rumbo a Auckland, dejando atrás las extensas praderas llenas de ovejas y vacas, para cambiarlas por los consabidos raros que habitan el centro cuando se pone el sol.




***

Los neozelandeses son gente única… quizás como todos los isleños, tienen su propio ritmo para todo. Esto produce uno de dos efectos en los occidentales: o los pone muy nerviosos o los convierte al relajado estilo kiwi. Ya hablé sobre su inusual sentido de la moda (acentuado especialmente en el departamento del calzado) que es la razón por la que no existe Vogue Nueva Zelanda, pero también responde al rechazo que le tienen los neozelandeses a ostentar, es de mala educación para ellos. Y también me referí en crónicas anteriores a la despreocupación con la que viven la paternidad, los niños kiwis andan un gran porcentaje del tiempo descalzos, se meten en las fuentes y son felices como animalitos salvajes.

Tal vez sea hora de referirme a otra práctica local que se me está pegando y sé que me va a meter en problemas en cuanto vaya a la Argentina o vuelva a España. Los kiwis tienen la absurda costumbre de sonreír a los extraños. Es tan sencillo como eso: uno va por la calle y mira a alguien sin intención alguna y se encuentra, indefectiblemente, con una sonrisa del otro lado (con excepción de los colectiveros, cuyo malhumor parece ser un requisito internacional).

Alejo fue el primero en notar esto y asumo que al principio pensó que las neozelandesas y los neozelandeses también, lo encontraban atractivo. Comprendo la confusión de mi marido que es terriblemente atractivo, pero resulta que en este caso la totalidad de la población no estaba intentando levantárselo, es solo que los kiwis sonríen. Mucho. Todo el tiempo. Y encima, si uno les pregunta a neozelandeses y extranjeros por igual, todos dicen que son felices... eso me llena de desconfianza. No sé si son felices de verdad; si es un efecto del aislamiento geográfico que les obliga a elegir entre ser felices o comprar pasajes de avión carísimos para huir de acá; o están todos jodidos igual que el resto de la humanidad pero se complotaron para que pensemos que no y vengamos de vacaciones. No lo tengo decidido todavía, pero es un asunto que me tiene profundamente confundida.



Para concluir con el tema, al menos por hoy, los kiwis sonríen, dicen que son felices, crían a sus hijos con despreocupada naturalidad y carecen del sentido de la moda. Un caso de estudio: Nueva Zelanda podría ser así el paraíso para la mitad de los habitantes del mundo y el infierno terrenal para el resto. 



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