7 de febrero de 2017

Días A y B (en Normandía)

Hay lugares que me encantaron, en los que la pasé genial y que realmente me gustaría recomendar a mis lectores… No por eso se me hace más fácil escribir sobre ellos. A veces me pierdo leyendo y releyendo historias para contarles algo interesante y luego tengo tanto que contar que me agobio antes de empezar. Otras el tiempo pasa y me voy olvidando de los detalles más simpáticos. Algunas veces, simplemente, me parece que no tengo nada que decir. “Es hermoso. (foto)” es una crónica bastante pobre y poco confiable. Lo malo de haber empezado a escribir hace 10 años, desde mi Casita Inn Puebla, es que ahora me siento presa de mis propias crónicas. No puedo parar. Me imagino a mi misma sentada en un silloncito en una residencia geriátrica, releyendo mis aventuras pasadas y pensando “Pero si yo fui a San Francisco una vez…” pero como no hay crónica, lo olvidaré y formará parte de mi demencia senil y nadie me creerá. Es lo mismo que nos está pasando con las fotos: si no hay foto, no fuiste, no estuviste, no la pasaste bien. Así me pasa con las crónicas. Mi mente me dice “Vas -2, te faltan Normandía y Norte Argentino” y yo me siento abatida frente a mi hojita virtual, así que empiezo por esto: la introducción a la introducción. Como decía una profesora que tuve en Madrid “Hay que escribir, escribir, escribir. Algo saldrá.”

***

En auto abandonamos París hacia el noroeste, más precisamente hacia Normandía, una zona de costa y acantilados frente a Reino Unido, que es famosa en el mundo gracias al desembarco aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, nuestra primera parada oficial fue en Ruán o Rouen, una ciudad que pasó a la historia por ser donde quemaron en la hoguera a Juana de Arco. En aquel lugar, llamado Vieux-Marché (viejo mercado), hoy se alza una iglesia con un techo extrañísimo de tejas negras, que hace olas y termina en picos puntiagudos sobre la peatonal.

¿Les resumo en pocas palabras quién fue Juana de Arco? Escuché un sí en el fondo, así que ahí va. Fue una joven muy religiosa que con solo 17 años lideró el ejército francés mientras éste luchaba por expulsar a los ingleses. Fue capturada y entregada a sus enemigos que, con argumentos tan irrefutables como que vestía como hombre, que abandonó a sus padres y que oía voces demoníacas, la condenaron a la hoguera. Así murió Juana de Arco en Ruán en 1431. Muchísimos años después se revisaría su juicio y se la absolvería de los cargos. Es más, un Papa la haría santa en 1920 y hoy es la Patrona de Francia. Que alivio, porque alguien podría pensar que yo también abandoné a mis padres… además hoy me puse un jean, y les podría jurar que hay una canción en la que Steven Tyler me susurra “Cinti”.

Dejando a un lado su triste pasado, Ruán es una ciudad preciosa con un estilo arquitectónico muy singular y unas cuantas cosas para ver. Lo primero que nos encontramos fue el mercado en funcionamiento en el Vieux-Marché. Haciendo honor a esta tradición tan francesa, caminamos entre puestos de flores, de pescados, de verduras y de pan. Matías hizo honor a otra tradición muy francesa y se subió al carrusel (en criollo, calecita) que parece no marearlo nunca.

Paseamos por la peatonal hasta dar con el Gran Reloj, un reloj gigante (el nombre ya lo delataba) y dorado, del siglo XIV. Más adelante, se alza la gigantesca Catedral de Ruán, con su curiosa Torre de la Mantequilla (llamada así porque se construyó con el dinero que se recolectaba de los permisos para comer manteca durante la Cuaresma). La Torre Linterna, coronada por una flecha de hierro, mide 151 metros y es la más alta de Francia. Y la Catedral, construida durante la alta Edad Media, es de estilo gótico flamígero, con interminables bóvedas de crucero y ventanas de vitreaux que hacen juegos de luces en las viejas paredes.

El característico estilo normando de los edificios de Ruán le da a la ciudad un atractivo especial. Quizás lo comparta con toda la región (y hasta con los países vecinos, porque también se puede ver un estilo parecido en Ámsterdam o en Brujas), pero no dejan de ser especiales esas casas de colores, con techos de madera oscura y vigas de madera también, haciendo cruces en las fachadas y sobre los dinteles de las ventanas. Muy lindo. Y especialmente lindo lo vimos por la mañana, con un café au lait y los infaltables croissants, de por medio.


Muy cerca de Ruán, hay otro monumento histórico para visitar: la Abadía de Jumièges. En realidad, lo que queda de ella… que son unas impresionantes ruinas a cielo abierto, emplazadas en un parque de colinas verdes. Todo es como un cuadro. La abadía fue un monasterio benedictino que se fundo en el año 654 y dejó de funcionar tras la Revolución Francesa. Las ruinas, especialmente las de la Iglesia, son algo digno de ver: los antiquísimos muros sostenidos por contrafuertes, las aberturas, los pequeños pasillos que quedaron en pie, las baldosas originales. Todo el conjunto es extraordinario y el parque que lo rodea es ideal para pasar la tarde pateando hojas y contemplando los enormes racimos de hongos.

Mientras se ponía el sol entre los muros de la abadía, nos despedimos de Jumièges y volvimos a Ruán, solo para encontrarnos con una gigantesca Feria de Atracciones junto al río. Mi reacción ante la feria la puedo resumir en una palabra: alucinante. Los juegos de un parque de diversiones, las luces, los puestos de golosinas cuyos empleados vestían delantales rosas y blancos a rayas. No hay nada que hacer, los franceses cuidan todos los detalles, aún en las ferias ambulantes.


Ahora sí: agotados, nos arrastramos por la costanera del río, entreteniéndonos con las enormes telas de arañas de los faroles (no todos los detalles, eh?) de vuelta al hotel para, al fin, descansar un poco.

Al día siguiente nos esperaba el pueblo costero de Étretat, junto al Canal de la Mancha (y, a grandes rasgos, el Océano Atlántico). A un lado del pueblo, hay una colina verde que mira al mar, con una iglesia en la punta, y la gente sube por caminitos hasta lo alto. Los pequeños barcos de pescadores están acostados a la orilla del mar; y los acancantilados altísimos recortan la costa haciendo formas y arcos increíbles, el más famoso de ellos se llama “El ojo del águila”. Aún así, la belleza del pueblito casi no llega a compensar el desencanto que nos produjeron algunas otras cosas.

Primero, el tema de estacionar. Quizás no sea el pueblo más famoso de Francia pero es bastante turístico, bastante. Y la mayor parte de la gente llega en auto, pero no hay lugar donde dejarlo (literalmente, no hay). La única opción es dar vueltas y vueltas y vueltas hasta que alguien de los reducidísimos espacios disponibles, se va y te deja su lugar. Un Cubo de Rubic infernal que desluce mucho la experiencia.

La otra queja es gastronómica. No es que el servicio en Francia se caracterice por ser especialmente amable o rápido, pero uno se acostumbra. En Étretat todo estaba lleno, todo tenía colas interminables, todo se estaba acabando en cuanto te sentabas a comer, todo tardaba mil años. Súmenle a esto un niño de un año y medio que enseguida se pudrió de comer pan y ver dibujitos en el celular, y otro de 35 añitos que, por mucho hambre que tuviera, se sintió ofendido cuando el mozo trajo la comida para la mesa de al lado antes que para la nuestra. Conclusión: mal, Étretat. Aún así, las fotos son increíbles… La experiencia real fue un tanto menos placentera. Y turismo es también lo que no sale en las fotos.



Dato curioso sobre Étretat: desde allí se vio por última vez L’Oiseau Blanc (el pájaro blanco), un avión que intentaba hacer el primer vuelo sin escalas París-Nueva York y se convirtió en uno de los misterios más grandes de la aviación cuando desapareció sobre el Atlántico. Unos días después, Charles Lindbergh lograría esta proeza en sentido contrario a bordo del Spirit of Saint Louis.

Desencantados y hambrientos, nos fuimos de ahí, y en el camino vimos carteles que señalaban la dirección a Le Havre. Ninguno de los dos (podría decir los tres, pero Matías dormía profundamente sin interés alguno en el rumbo que tomáramos nosotros) sabía qué había en Le Havre, pero sonaba prometedor. No lo era. No hace falta que vayan, no hay nada especial.

Así que seguimos camino hasta Honfleur y, con los últimos rayos de sol que quedaban, entramos en este pueblito encantador y además estacionamos el auto en un parking enorme y lleno de felicidad automotriz. Tal vez sea que las comparaciones son odiosas, pero en Honfleur todo salió bien. El lugar en sí ya es precioso, tiene un puerto antiguo lleno de barquitos con vela que fue la inspiración de muchos pintores impresionistas, como Claude Monet. Alrededor se apretujan decenas de pequeños restaurantes muy pintorescos y que ofrecen especialidades locales (casi todas con pescado). El primer record escrito de la ciudad data de 1027 y su bien llamado centro histórico tiene edificios medievales todavía en pie. Se destaca la Iglesia de Santa Catalina que, con su diseño de barco invertido (construida con piezas de barcos), es la iglesia de madera más grande de Francia. Todo Honfleur parece sacado de las ilustraciones de los libros de cuentos.
 
Y hasta ahí llegamos. Esta vez las memorias de la Segunda Guerra Mundial nos quedaron lejos, será la próxima (quizás hasta les esté escribiendo estas crónicas mientras volvemos del Cementerio de Omaha Beach). En cambio, paseamos sobre encantadoras bahías con acantilados temibles (casi tanto como estacionar en sus alrededores), fotografiamos viejos puertos que fueron pintados mil veces por los impresionistas, y recorrimos calles de adoquines por las que habrán caminado ilustres personajes como Ricardo Corazón de León y Juana de Arco (en diferentes estados de ánimo).

Normandía es verde pasto y marrón como la madera de sus construcciones; carga con historias tremendas de muerte y misterios de aviación; lleva el ritmo tranquilo de la vida de campo y el ímpetu del mar. Quedan muchas más cosas por descubrir… de algún modo, queda aún lo más importante. Pero, como dice mi Papá: “Paciencia, todo llega”.

***

Qué bueno estaría para ustedes, y sobre todo para mí, poder decirles que ahora voy -1 y, por ende, que quedé solo a una mísera crónica de estar al día geográfica-turística y literariamente… pero va a ser que no. Porque escribo estas palabras unos meses más tarde, mientras Alejo maneja de vuelta a casita parisina. Mont Saint Michel y las playas del Día D quedan aún por relatar y se me agolpan en el cerebro empujando aún más al fondo a mis imprecisos recuerdos del Norte Argentino. Escribir, escribir, escribir. 


2 comentarios:

  1. Como siempre...un placer leer tus crónicas,es como viajar con vos!!!!!Quizás,algún día,pueda conocer alguno de los maravillosos lugares descritos tan increíblemente por vos,mi pequeña y bella escritora,y diré:"Yo estuve aquí!!!"Voy a confesarte que,cuando viajé,supe hacer migraciones y algún tramite,por tus Crónicas!!!Tía Cholula!!

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    1. Ay tía Cholula, no sabés lo que me alegra leer eso!! Gracias por tu hermoso mensaje, como siempre. Sigo escribiendo a ver si alguna vez me pongo al día... jejejeje Besos enormes!

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