23 de febrero de 2017

El norte argentino bien vale una boda

Alguna gente me pide consejos turísticos de la Argentina y me da vergüenza e ira admitir que no conozco tantos lugares como quisiera. Las recomendaciones desde Ushuaia hasta La Quiaca se las debo. También les debo la temporada de esquí, los glaciares y la diferencia entre Santa Teresita y Mar Azul. Humildemente puedo recomendar algún triste restaurante en Buenos Aires que, probablemente, ya haya pasado de moda o quizás cerró. Perdón. Hay muchos lugares de mi propio país que me faltan conocer. También convengamos que la Argentina es muy grande, enorme, gigante. Y generalmente las preguntas turísticas vienen de gente que si maneja 5 horas en cualquier dirección, se sale del país, o se cae al agua.

Este año me falta menos que el año pasado porque fuimos al Norte. El Norte Argentino suena un poco como el Wild West americano, ¿no?

(No empiecen con “Americanos somos todos, en todo caso se dice Norte Americano.” Porque tampoco, en Norte América también están los mexicanos. Y “Estadounidenses” tampoco vale porque: ¿a que no saben cómo se llama México en realidad? Estados Unidos Mexicanos. Así que no hinchen, todos me entienden cuando digo “americanos”. Y los que se quejan, a veces son los mismos que dicen “árabes” a los turcos o “turcos” a los egipcios, y “chinos” a los japoneses. Si nos vamos a poner así, no nos comunicamos más.)

Volamos a Salta porque teníamos un casamiento. En el pasillo del avión, Ale me estaba diciendo “En este vuelo seguro hay gente que también va a la boda…”, cuando una señora le dijo “Hola Alejo” y era la madre del novio, que lo había reconocido por una foto que Ale acababa de mandar al grupo de Whatsapp creado para el casamiento. Vaya mundo tecnológico en el que vivimos. Les doy un minuto para procesar y releer el párrafo si lo precisan.

El vuelo Buenos Aires-Salta fue muy movido, Ale palideció mientras intentaba recordar los fundamentos físicos que hacen que un avión vuele y no se caiga, mientras yo leía y Mati dormía a pata revoleada. Aterrizamos en el adorable aeropuerto de Salta y buscamos nuestras valijas mientras nos empezábamos a encontrar más gente conocida. El casamiento puede decirse que empezó en el avión. A la americana (ver referencia anterior).

Auto alquilado con sillita para bebés. Matías ya ni protesta, todo en su mundo es intercambiable (ojalá que le estemos enseñando desapego a las cosas materiales y no desapego a la realidad, el tiempo dirá).


Mientras recorríamos las calles desproporcionadamente grandes de la ciudad de Salta (donde caben hasta 4 autos en paralelo), yo miraba por la ventana en busca de aquella belleza que hizo crear el slogan: Salta, la linda. La frase la inventó un profesor del Colegio Nacional llamado José Vicente Solá y, aunque cada tantos años la provincia intenta crear un slogan nuevo, la gente sigue repitiendo “Salta, la linda” y no hay forma de hacerle entrar en la cabeza otro adjetivo para Salta. La sencillez hace a la frase y es probablemente la mejor campaña turística que se haya visto desde Nueva Zelanda (…link a crónica…..). El slogan, luego habría de saber, que se refiere a la provincia. Porque lo que es la ciudad, no la describiría como linda. Quizás confortable, práctica, amplia, con mucho movimiento. ¿Pero linda? No. Admito que “Salta, la aceptable”, era un slogan horrendo.

La ciudad de Salta fue fundada en 1582 por el español Hernando de Lerma, para comunicar el Valle Calchaquí con Lima, Perú. Y se llamó así por la tribu que habitaba esa zona en aquella época: los salta. Las peatonales llenas de gente, con faroles coloniales y miles de negocios, me trajeron recuerdos de México y del norte de Perú. Ese aire colonial, mestizo y tropical que tienen éstas ciudades es muy similar.

Paseamos por el centro, las peatonales, la catedral, la plaza. A veces es más significativo sentarse a tomar un helado que entrar a museos e iglesias. Ésta no era una de esas veces, puesto que Salta tiene un enorme valor histórico y hay ciertas cosas que valen la pena ver. El Cabildo es una. En 1813, Manuel Belgrano derrotó a los realistas españoles en la Batalla de Salta, liberando así el territorio argentino, y en el Cabildo de la ciudad se enarboló la primera bandera argentina libres del poder colonial.

Además del Cabildo, aunque estábamos limitados por un niño de un año (me gustaría revisar la palabra “limitados” y cambiarla por “redirigidos a otras actividades”), pienso que valdrá mucho la pena visitar el Museo de Arqueología de Alta Montaña (o MAAM, genial el nombre) para ver las Momias de Llulliallaco, tres niños congelados hace 500 años como ofrenda incaica al volcán.

Nosotros cambiamos museos e iglesias por un helado en la peatonal y corretear por la plaza juntando limas del suelo; pero estuvimos ahí, mirando el balcón en el que habrá flameado orgullosa la bandera argentina.

Cenamos en la calle Balcarce, el lugar donde están los restaurantes con espectáculos folklóricos y los bares de moda. También tuvimos nuestra cuota de cena-show en la Peña Boliche Balderrama, un lugar tan tradicional como turístico. Aunque aburren bastante a todo el mundo con un documental de cómo se creo la peña; la verdad es que tienen un espectáculo asombroso y unos artistas con gran talento. Matías luchó por mantenerse despierto ante el alucinante despliegue de ponchos pero se durmió entre zapateos y chacareras. Puede ser que se me haya caído una lágrima cuando salieron al escenario con la bandera argentina y me sentí turista en mi propio país.

Al día siguiente nos esperaba el camino hacia el norte y teníamos dos opciones: la autopista o la ruta por la selva. Ruta por la selva fue la decisión unánime de mi marido, porque él valora estas cosas, y yo algunas veces me arrepiento de las horas de más en el auto (sobre todo si Matías se aburre y enloquece), pero otras muchas veces está todo bien, y miramos el paisaje y llegamos a destino más o menos sin contratiempos. Por suerte, ésta fue una de esas veces.

La selva es increíble, se cerraba sobre la ruta haciendo un techo verde por el que no pasaban los rayos de sol. Lejos y muy por debajo nuestro, se veía el río. A los costados de la ruta colgaban lianas y al bajar la ventanilla entraban curiosos sonidos tropicales al auto.

La selva dio paso a otra ciudad, y en el camino cambiamos de provincia. Llegamos a Jujuy, a la capital San Salvador de Jujuy más precisamente (para mis lectores extranjeros o aquellos que no se aprendieron las capitales de las provincias en el colegio). Se la llama “La tacita de plata” pero intentaré no averiguar los orígenes del slogan así no arruino la reputación turística de otra ciudad más… Además Jujuy me gustó mucho, es pequeña, también colonial, más limpia y con la mitad de gente. Quizás se debiera a que era feriado, pero de cualquier modo, me causó una mejor impresión (tanto es así que ni me fastidió el hippie que vino a vendernos sus artesanías porque estaba juntando plata para volver a Uruguay para las fiestas, supuestamente).

La provincia de Jujuy también tiene historias para contar: en 1812 Manuel Belgrano se hace cargo del ejército que luchaba por la independencia argentina. Ante un inminente ataque español, Belgrano ordenó la evacuación de toda la zona diciendo “Llegó pues la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reunirnos al Ejército de mi mando, si como aseguráis queréis ser libres…”.Y, como al heroísmo hay que ayudarlo un poco, amenazó con pasar por las armas a quien no cumpliera. El 23 de Agosto, 1500 personas con todas sus posesiones, abandonaron la ciudad de San Salvador y recorrieron los 360 kilómetros que los separaban de Tucumán, arrasando todo a su paso para no ayudar a las tropas realistas. Dieron así origen al llamado “Éxodo Jujeño”.

La provincia de Jujuy se divide en tres regiones: la Puna, la Quebrada de Humahuaca y los Valles Orientales. A diferencia de lo que yo pensaba antes de llegar, la Quebrada de Humahuaca no es un punto específico, sino todo un valle de 155 kilómetros entre montañas de colores. Es un surco de origen tectónico-fluvial, recorrido por el Río Grande. Allí se encuentran los principales pueblos turísticos: Purmamarca, Tilcara y la Humahuaca.


Es difícil describir algo que uno ha visto millones de veces en fotos, para gente que probablemente lo vio antes que yo. Yo lo vi en los manuales del colegio, en las propagandas de la tele, en las agencias de turismo y hasta en un están del Fitur (Feria Internacional de Turismo) en Madrid antes de llegar en persona. No me decepcionó. La Quebrada de Humahuaca es majestuosa, enorme, tornasolada e inhóspita. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad (acá en París) en 2003, lo cual produjo una bifurcación cerebral en sus habitantes que se enfurecieron porque los precios se dispararon y a la vez se beneficiaron económicamente del flujo de turismo e inversiones. Una encrucijada que no hay persona que no nombre al menos una vez.



Nuestra primer parada fue el colorido pueblito de Purmamarca en el que, fundamentalmente, hay dos cosas: tierra y artesanías. Éstas últimas son preciosas y ¿a quién no le gusta pasear por un mercado de artesanías estando de vacaciones? Y la tierra, color rojo pálido, deja de molestar en cuanto uno alza un poco la vista y se encuentra con el increíble Cerro de los Siete Colores (en el que yo pude contar con toda la furia, cinco, y eso usando colores inventados como el cremita). Purmamarca (que en aimara significa “ciudad del desierto”) es un pueblito como tantos otros de la zona, quizás con superpoblación de puestos de artesanías y un número de hoteles boutique más elevado de lo que uno se esperaría. Pero todo se funde perfectamente con el paisaje y están pero no están, son carísimos pero son rústicos (y, sobre todo, no aceptan tarjetas de crédito). Todo está en ese equilibrio turístico raro que se crea para los jubilados europeos.

El recorrido más impresionante de Purmamarca se puede hacer en auto o a pie y es el Paseo de los Colorados, un camino que se mete entre los cerros y da la vuelta por detrás del pueblo. Los colores de las montañas y el contraste con el cielo azul son algo de otro mundo, nunca había visto una cosa así. Pareciera que los ojos te engañan, pero no, los cerros son rojos, rosas, blancos, grises y marrones, y cuando el sol cambia de posición y los cerros cambian de colores.

Tilcara fue el siguiente pueblo y además, nuestro lugar de hospedaje. Nos esperaban la prima de Alejo, cuya respuesta al mensaje que le habíamos mandado preguntándole su dirección fue “No tengo dirección jajaja”. Nos reímos (en silencio, para no despertar a Mati) y seguimos sus coordenadas unidas a puntos de referencia tales como un “Bienvenidos a Tilcara” escrito en la montaña. Un rato después, llegamos a la casita de adobe más adorable del mundo y con la mejor vista del cerro. Me encantaron sus paredes y suelos coloridos, pintados con pigmentos naturales, sus ventanas a un Tilcara que encendía poquitas luces de noche, su galería llena de plantas y flores amarillas, y el gato de la casa, al que Matías atormentó durante dos días. No podríamos haber elegido un mejor lugar para quedarnos. Y con el agregado de que tuvimos guía turística al día siguiente, que nos fue diciendo los nombres de los cerros, mostrando miradores, enseñándonos el cruce del Trópico de Capricornio y contándonos sobre mil asuntos locales que hacen tanto para entender esta tierra.


Hay indicios de presencia humana en esta región desde hace 10.000 años. Omaguacas, uquías, quechuas y tilcaras fueron algunas de las tribus indígenas que habitaron desde el 1000 al 1480. Hoy en día se los llama “pueblos originarios” para evitar la palabra “indio” que es usada de manera peyorativa, y están esparcidos por los lugares más remotos de la cordillera. Además de nuestro adorable hospedaje, una prima, restaurantes elegantes que no aceptan tarjetas de crédito y peñas folklóricas, hay una leyenda popular en Tilcara.

La llamada Maldición de Tilcara cuenta que la Selección Argentina de Fútbol visitó la ciudad antes del Mundial México 86 con la intención de aclimatarse a la altura. Los jugadores hicieron promesas a la Virgen de Punta Corral (la patrona de la ciudad) de volver si ganaban el Mundial. Aunque ganamos… no cumplieron sus promesas y hasta que no vuelvan a Tilcara, dice la leyenda, que no volveremos a ganar.

Llegamos a Humahuaca que nos recibió con su enorme Monumento a los Héroes de la Independencia. Por las escalinatas, bajamos a la plaza principal de la ciudad, con sus infaltables puestos de artesanías y su simpática iglesia blanca de adobe. Paseamos, comimos tamales y humitas (de las cosas más deliciosas que he probado), compramos artesanías… Y se hizo la hora de las despedidas y de la vuelta. Vuelta a Salta, vuelta a Buenos Aires, vuelta a París. Miren que damos vueltas para llegar a casa. Pero valen la pena los miles de kilómetros, los aviones y las despedidas, si es para recibir enormes dosis de cariño y esta vez, además, una dosis gigante de orgullo por los maravillosos rincones de nuestro país que tuvimos la suerte de descubrir en este viaje. 

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