21 de marzo de 2017

Mont Saint Michel: el lugar de las fotos.

El Mont Saint Michel era una de esas historias de viajes que se contaban una y otra vez en la sobremesa de mi familia política. Parecía un lugar inalcanzable para la viajera inexperta e inculta que representaba en ese momento. Y yo siempre odié las recomendaciones que empiezan con “Tenés que ir a…” y también las preguntas del estilo de “No fuiste a…?!” con cara de te-perdiste-lo-mejor-y-sos-un-idiota. Es más, a lo largo de estos años descubrí que la mejor respuesta a esa pregunta (inequívocamente mala onda) es “No, no fui porque no tenía ganas”. A eso no hay con qué darle… y además podés rellenar los espacios con el lugar que quieras, así como también con puteadas varias. Ejemplo: “No, no fui al #[&¿! Coliseo porque no se me cantó el ¡$!#”.

Esa combinación hizo que hasta ahora el Monte Saint Michel me importara bastante poco. Aparte, por alguna razón desconocida, pensaba que era un castillo construido en medio de una gran salina. Va a ser que no. No es ni castillo, ni salina. ¿Cómo puede uno ir por la vida así de ignorante? Cualquier día me estampo contra la Gran Barrera de Coral y pregunto dónde queda el salar de Uyuni.

Así que empecemos de nuevo porque ahora tengo que parecer una viajera experta y culta: Érase una vez el Monte Saint Michel, que quedaba en Francia, más específicamente en Normandía, y era un parte de un pueblo construido en un peñón rocoso que se alzaba sobre el estuario del río Cuesnon. Dos veces al día la marea subía varios metros (hasta 14, 5 mts) convirtiéndolo en una pequeña isla solitaria.

Cuenta la leyenda que el monte solía estar rodeado del bosque de Scissy, habitado por grupos celtas que llamaron al promontorio "Tumba de Belenus"; pero la marea del año 709 fue especialmente violenta y engulló el bosque. Desde ese momento, el peñón solo fue accesible por mar durante la marea alta y por tierra durante la marea baja por cientos de años. Hoy en día hay un puente elevado eco-friendly que respeta las idas y venidas del agua, la flora, la fauna y a los turistas también. 

Llegamos a Saint Michel como llegamos a todos lados últimamente: auto + sillita para niños. A causa a la revolución ecológica que hubo en esta zona hace unos años, solo se puede llegar por tu cuenta (por decirlo de alguna manera) hasta los enormes parkings que hay fuera del pueblo propiamente dicho de Saint Michel, a unos kilómetros del islote. Desde allí, se va al sitio turístico en los colectivos gratuitos, o caminando sobre el puente elevado (40 minutos de felicidad si el tiempo lo permite). Colectivo para nosotros porque nuestro niño no es eco-friendly y ama las ruedas.


Ya una vez al pie del monte, el conjunto de edificios con sus 92 metros de altura se alza imponente como una isla rocosa que hubiera emergido del mar en la Edad Media. Aunque en realidad, las antiguas construcciones datan del siglo IV. Los primeros en construir algo fueron los cristianos, que edificaron un oratorio y los ermitaños llegaron a velar por el lugar. Del siglo VIII al IX se construyó la abadía actual y se instalaron allí los monjes benedictinos. Los guerreros bretones lo incendiaron todo en el año 1204 y hubo que edificar un nuevo monasterio llamado de la Maravilla, de estilo normando.

En 2003 sirvió de inspiración para Minas Tirith de El Señor de los Anillos (esto lo leí en la Wikipedia, ya que, como sabrán mis viejos lectores, nunca logré ver más de 15 minutos de una película). Pero les dejo el dato para los fans y para los demás también porque me parece que transmite la idea de lo singular que es este paisaje.

Se imaginen lo que se imaginen, el Monte Saint Michel impresiona, sobre todo durante la marea baja cuando parece una isla extraterrestre en medio de la nada. Lo rodea una muralla con torreones circulares y, justo por encima, empiezan los edificios de viviendas con techos azules y miles de ventanas, de estilo francés. Levantando un poco más la vista se alcanzan a ver las gigantescas paredes de la abadía y en lo más alto, el pináculo del monasterio coronado con una estatua del Arcángel Miguel (que le da el nombre a éste lugar).

A contrario de mi desinformada idea previa, el monte por dentro es como un pueblito en miniatura, con la estructura de la sociedad feudal que lo construyó: Dios en la punta (donde están la abadía y el monasterio), debajo los enormes salones, más abajo las viviendas, y fuera de los muros las casas de los pescadores y granjeros.

Cuando ciertos grupos esotéricos dedicados a la alquimia ocuparon el lugar, la casa real francesa abandonó el monte. En 1791 los últimos monjes benedictinos dejaron la abadía a causa de la Revolución Francesa y todo se convirtió en una prisión hasta 1863. Durante el siglo XIX escritores y pintores románticos comenzaron a llegar al lugar (por ejemplo, Guy de Maupassant) atraídos por su exotismo; y a partir de ahí, se convirtió en un destino turístico a nivel internacional que recibe 3.2 millones de visitantes al año. 

En la actualidad hay hoteles, restaurantes y tiendas de suvenires. Tiene 97 hectáreas repartidas de la manera más intrincada posible y las callecitas se cortan y vuelven sobre sí mismas a veces. La entrada al pueblo es libre aunque, además de pasear un poco por sus callecitas y subir mil millones de escaleras de piedra, se puede entrar a la abadía y recorrer los salones que conforman el monasterio, que no es gratuito.

Desde 2009 vive allí una comunidad de monjes y monjas (es la primera vez que reparo en estas dos palabras juntas) de una fraternidad de Jerusalén que reemplazó a los benedictinos. Aunque el islote llegó a tener una población de más de mil habitantes en 1851, y hoy cuenta con unos tristes 36 incluidos monjes y monjas (ahora no puedo parar de decirlo).

Después de subir el primer millón de escaleras con el cochecito y Matías arriba como Luis XIV, decidimos abandonar su transporte real en un negocio (arriesgándonos a que nos lo roben! Es chiste, acá nadie se roba cochecitos y menos si le dejábamos a Matías adentro, aunque no lo hicimos).

El otro millón de escaleras que faltaban lo hicimos en varios tramos con Matías de la mano, Matías upa, Matías en los hombros, Matías llorando descontroladamente, descansamos sentados en un escalón durante un rato, y otra vez de la mano, upa, llorando descontroladamente. Y llegamos finalmente a lo alto de la abadía, desde donde se ve la vista más increíble del Monte Saint Michel. Por debajo nuestro, se extendía el territorio vacío, fangoso, que espera la vuelta del agua. Todo esto, que durante gran parte del día es el fondo del mar, está surcado por líneas que dejan las corrientes y el oleaje. 

Nada crece aquí porque es engullido por el mar dos veces al día, que alguna vez hasta engulle también el puente elevado por donde se accede al peñón. Es una geografía inusual y única en el mundo. Es una de esas maravillas naturales que el hombre tuvo la fortuna de mejorar con sus construcciones, tanto antiguas como modernas. Ya estuve ahí, ahora al fin puedo continuar con mi vida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario