El Mont Saint Michel era una de esas historias de viajes que se
contaban una y otra vez en la sobremesa de mi familia política. Parecía un
lugar inalcanzable para la viajera inexperta e inculta que representaba en ese
momento. Y yo siempre odié las recomendaciones que empiezan con “Tenés que ir
a…” y también las preguntas del estilo de “No fuiste a…?!” con cara de te-perdiste-lo-mejor-y-sos-un-idiota.
Es más, a lo largo de estos años descubrí que la mejor respuesta a esa pregunta
(inequívocamente mala onda) es “No, no fui porque no tenía ganas”. A eso no hay
con qué darle… y además podés rellenar los espacios con el lugar que quieras,
así como también con puteadas varias. Ejemplo: “No, no fui al #[&¿! Coliseo
porque no se me cantó el ¡$!#”.
Esa combinación hizo que
hasta ahora el Monte Saint Michel me importara bastante poco. Aparte, por
alguna razón desconocida, pensaba que era un castillo construido en medio de
una gran salina. Va a ser que no. No es ni castillo, ni salina. ¿Cómo puede uno
ir por la vida así de ignorante? Cualquier día me estampo contra la Gran
Barrera de Coral y pregunto dónde queda el salar de Uyuni.
Así que empecemos de nuevo
porque ahora tengo que parecer una viajera experta y culta: Érase una vez el
Monte Saint Michel, que quedaba en Francia, más específicamente en Normandía, y
era un parte de un pueblo construido en un peñón rocoso que se alzaba sobre el
estuario del río Cuesnon. Dos veces al día la marea subía varios metros (hasta
14, 5 mts) convirtiéndolo en una pequeña isla solitaria.
Cuenta la leyenda que el monte solía
estar rodeado del bosque de Scissy, habitado por grupos celtas que llamaron al promontorio
"Tumba de Belenus"; pero la marea del año 709 fue especialmente
violenta y engulló el bosque. Desde ese momento, el peñón solo fue accesible
por mar durante la marea alta y por tierra durante la marea baja por cientos de
años. Hoy en día hay un puente elevado eco-friendly
que respeta las idas y venidas del agua, la flora, la fauna y a los turistas
también.
Llegamos a Saint Michel como llegamos
a todos lados últimamente: auto + sillita para niños. A causa a la revolución
ecológica que hubo en esta zona hace unos años, solo se puede llegar por tu
cuenta (por decirlo de alguna manera) hasta los enormes parkings que hay fuera
del pueblo propiamente dicho de Saint Michel, a unos kilómetros del islote.
Desde allí, se va al sitio turístico en los colectivos gratuitos, o caminando
sobre el puente elevado (40 minutos de felicidad si el tiempo lo permite). Colectivo
para nosotros porque nuestro niño no es eco-friendly
y ama las ruedas.
Ya una vez al pie del monte, el
conjunto de edificios con sus 92 metros de altura se alza imponente como una
isla rocosa que hubiera emergido del mar en la Edad Media. Aunque en realidad,
las antiguas construcciones datan del siglo IV. Los primeros en construir algo
fueron los cristianos, que edificaron un oratorio y los ermitaños llegaron a
velar por el lugar. Del siglo VIII al IX se construyó la abadía actual y se
instalaron allí los monjes benedictinos. Los guerreros bretones lo incendiaron
todo en el año 1204 y hubo que edificar un nuevo monasterio llamado de la
Maravilla, de estilo normando.
En 2003 sirvió de inspiración para Minas Tirith de El Señor de los Anillos
(esto lo leí en la Wikipedia, ya que, como sabrán mis viejos lectores, nunca
logré ver más de 15 minutos de una película). Pero les dejo el dato para los
fans y para los demás también porque me parece que transmite la idea de lo
singular que es este paisaje.
Se imaginen lo que se imaginen, el
Monte Saint Michel impresiona, sobre todo durante la marea baja cuando parece
una isla extraterrestre en medio de la nada. Lo rodea una muralla con torreones
circulares y, justo por encima, empiezan los edificios de viviendas con techos
azules y miles de ventanas, de estilo francés. Levantando un poco más la vista
se alcanzan a ver las gigantescas paredes de la abadía y en lo más alto, el
pináculo del monasterio coronado con una estatua del Arcángel Miguel (que le da
el nombre a éste lugar).
A contrario de mi desinformada idea
previa, el monte por dentro es como un pueblito en miniatura, con la estructura
de la sociedad feudal que lo construyó: Dios en la punta (donde están la abadía
y el monasterio), debajo los enormes salones, más abajo las viviendas, y fuera
de los muros las casas de los pescadores y granjeros.
Cuando ciertos grupos esotéricos
dedicados a la alquimia ocuparon el lugar, la casa real francesa
abandonó el monte. En 1791 los últimos monjes benedictinos dejaron la abadía a
causa de la Revolución Francesa y todo se convirtió en una prisión hasta 1863.
Durante el siglo XIX escritores y pintores románticos comenzaron a llegar al
lugar (por ejemplo, Guy de Maupassant) atraídos por su exotismo; y a partir de
ahí, se convirtió en un destino turístico a nivel internacional que recibe 3.2
millones de visitantes al año.
En la actualidad hay hoteles,
restaurantes y tiendas de suvenires. Tiene 97 hectáreas repartidas de la manera
más intrincada posible y las callecitas se cortan y vuelven sobre sí mismas a
veces. La entrada al pueblo es libre aunque, además de pasear un poco por sus
callecitas y subir mil millones de escaleras de piedra, se puede entrar a la
abadía y recorrer los salones que conforman el monasterio, que no es gratuito.
Desde 2009 vive allí una comunidad de
monjes y monjas (es la primera vez que reparo en estas dos palabras juntas) de
una fraternidad de Jerusalén que reemplazó a los benedictinos. Aunque el islote
llegó a tener una población de más de mil
habitantes en 1851, y hoy cuenta con unos tristes 36 incluidos monjes y monjas
(ahora no puedo parar de decirlo).
Después de subir el primer millón de
escaleras con el cochecito y Matías arriba como Luis XIV, decidimos abandonar su
transporte real en un negocio (arriesgándonos a que nos lo roben! Es chiste,
acá nadie se roba cochecitos y menos si le dejábamos a Matías adentro, aunque no
lo hicimos).
El otro millón de escaleras que
faltaban lo hicimos en varios tramos con Matías de la mano, Matías upa, Matías
en los hombros, Matías llorando descontroladamente, descansamos sentados en un
escalón durante un rato, y otra vez de la mano, upa, llorando
descontroladamente. Y llegamos finalmente a lo alto de la abadía, desde donde
se ve la vista más increíble del Monte Saint Michel. Por debajo nuestro, se
extendía el territorio vacío, fangoso, que espera la vuelta del agua. Todo esto,
que durante gran parte del día es el fondo del mar, está surcado por líneas que
dejan las corrientes y el oleaje.
Nada crece aquí porque es engullido por el mar
dos veces al día, que alguna vez hasta engulle también el puente elevado por
donde se accede al peñón. Es una geografía inusual y única en el mundo. Es una
de esas maravillas naturales que el hombre tuvo la fortuna de mejorar con sus
construcciones, tanto antiguas como modernas. Ya estuve ahí, ahora al fin puedo continuar con mi vida.
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