12 de enero de 2011

Crónicas rusas: San Petersburgo en colores (sobre todo el blanco)

(Este artículo salió publicado en la revista Argentinos.es, en la edición Enero/Febrero de 2012)


El 29 de diciembre nos esperaba el vuelo a San Petersburgo con escala en Amsterdam. A las 3.30 am y casi totalmente despiertos nos dirigimos hacia Barajas. Dejamos el auto en un estacionamiento gratuito que descubrió mi cuñado cuando trabajaba en el aeropuerto. Solo teníamos valijas de manos (se había insistido repetidamente en que facilitaría el viaje) pero les gastamos las ruedas recorriendo los 2 km hasta llegar a la terminal que nos correspondía.

Ya en Barajas nos reunimos con el resto de la tropa: sumábamos 7 (suegros, cuñados, marido y yo). Check-in, migraciones, aduana… toda la parafernalia. Después de unos sándwiches holandeses muy extraños, llegamos a Amsterdam, donde nos aguardaban unas 4 hs de espera.

Nos adueñamos de 2 sillones y unas cuantas mesas de Starbucks y pedimos cuantiosos cafés para todos. En total armonía con el ambiente aeroportuario. Pero claro, 4 hs es mucho tiempo, así que después de terminar los cafés nos dimos cuenta que estábamos despiertos desde las 3.30 am y nos relajamos un poquito. Y nos dormimos, y nuestra sección empezó a parecerse a un asentamiento gitano. Finalmente, se hizo la hora y abandonamos el Starbucks, ante la mirada agradecida de los empleados holandeses, ávidos por recuperar el control de su negocio.

Dos sándwiches raros más (con “raros” me refiero a agridulces, mermelada y carne en un mismo sándwich) y llegamos a San Petersburgo. 11 grados bajo cero. El primer shock térmico fue bravo, pero nada que nuestras múltiples capas de ropa no pudieran soportar. Subestimamos la temperatura, que nos pasó factura cuando, de camino al hotel, se nos empezaron a congelar los dedos de los pies y las manos.

Lo primero que me llamó la atención de Rusia fue la cantidad de nieve. Yo conocía la nieve, la había visto y pisado; pero nunca había estado en un lugar con una capa de 1 metro de nieve recién caída, sobre todas las superficies quietas de la ciudad. Los techos de los autos, las plazas, los bulevares en medio de las avenidas. Todo blanco y acolchado de nieve.

Tomamos la Avenida Moscovita y entramos en San Petersburgo. Quedé gratamente sorprendida ante la belleza de la ciudad y también por el tamaño de todo. Inmensos edificios de colores bordeaban la avenida, cada tanto cruzábamos gigantescos parques, iglesias, plazas y monumentos. Todo descomunal, de proporciones formidables.

La ciudad me resultó mucho más linda y colorida de lo que esperaba. Se me hacía que Rusia era un país gris y taciturno. Habría de descubrir lo taciturno, pero de gris, nada. Los múltiples edificios de colores, decorados con balcones y todo tipo de ornamentos y la ciudad vestida de Navidad me hicieron cambiar de idea rápidamente. Toda la urbe parecía iluminada con luces navideñas, árboles decorados en cada esquina y encantadoras guirnaldas de luces que cruzaban las calles. San Petersburgo brillaba por la Navidad, sin recortes energéticos ni nada que se le parezca.

De a poco se fue instalando en mí la idea de lo que fue Rusia, un país de zares y zarinas que, cuando alcanzó records históricos con su economía y producción, se dedicó a crear ciudades impresionantes. Pareciera que quisieron trasladar lo gigantes y poderosos que se sentían a la edificación de éstas metrópolis.

En el hotel nos esperaban con un vodka de bienvenida, que nos desentumeció los dedos y nos devolvió el calor al cuerpo. Un dicho popular dice que los rusos tienen grasa por fuera y vodka por dentro, y así soportan los inviernos.

A la hora de salir a cenar nos chocamos con la peor barrera de todas: el idioma. El alfabeto ruso es cirílico y, por más que hay muchas letras iguales a nuestro alfabeto, es diferente. Aprendiendo a identificar algunas letras rusas, resulta fácil leer las palabras (la mayor parte de ellas es identificable, porque al leerlas suenan a inglés o a castellano incluso). Por ejemplo, “PECTOPAH” se pronuncia “RESTORAN”, ya que la P es R, la C es S y la H es N. Les estoy haciendo un enredo bárbaro, pero lo importante que, al cabo de unos días y prestando atención, uno puede leer ruso.

Ahora, comunicarse es otra historia. Solo un pequeñísimo porcentaje de la población habla inglés (y con dificultad) y casi no hay carteles en otro idioma que no sea ruso. Así que comunicarse es muy penoso. Y no hablo de los puestitos de souvenirs (probablemente ahí encontrarás rusos que hablen 3 idiomas), me refiero a lugares donde deberían saber inglés, como museos, restaurantes elegantes e inclusive la misma taquilla del Teatro Bolshoi (el Colón ruso).

Por supuesto que, cuando hay voluntad, uno puede comunicarse. Como me sucedió cuando pregunté en un negocio de qué estaba hecho un gorro y la señora se puso las manos en cucharita encima de la cabeza y pegó un salto imitando a un conejo. Ja!

La historia fue que caímos en un restaurant-bar muy top para cenar. La moza hablaba un poquito de inglés pero la carta estaba totalmente en ruso. Era seleccionar alguna cosa al azar o preguntarle a la señorita que intentó enunciarnos algunos platos del menú. En cuanto dijo “sausages” (salchichas) nos apuntamos todos a las salchichas y eso fue lo que comimos.

Dejando de lado aisladas ocasiones, los rusos son bastante maleducados. No se comunican con uno, ni lo intentan, tampoco dicen gracias ni perdón, te empujan en las colas, y abren y cierran las puertas vaivén del subte con una violencia que, de estar distraída, te arrancan los dientes. En cuanto a ir a comer afuera, hay que armarse de paciencia porque las probabilidades de recibir lo que uno pidió y más o menos en tiempo razonable son escasas, por decir algo.



San Petersburgo es una ciudad construida en un gran delta, por lo tanto está formada por distintas islas y atravesada ampliamente por canales y ríos. Esta pintoresca localidad fue fundada en 1703 por el zar Pedro el Grande, un personaje que se inspiró en sus viajes por Europa para buscar el progreso de su país. Fue influenciado sobre todo por la flota naval de Holanda, elemento del cual carecía Rusia ya que basaba todo su poder económico en los amplios territorios. Es por esto que decidió buscar un lugar donde construir sus barcos. Lo encontró en la desembocadura del río Neva, uno de los pocos territorios con salida al mar.

Con ayuda de ingenieros holandeses, se empezaron a construir barcos y a su vez, la ciudad misma. La primera gran construcción fue la Fortaleza de San Pedro y San Pablo que tenía el objetivo de proteger la zona y vigilar el tráfico fluvial. Luego se fueron construyendo palacios, edificios y parques inspirados en las teorías urbanísticas de los europeos. Al llamado del zar, que se había instalado en dicha fortaleza, acudieron los nobles a vivir en la nueva ciudad de San Petersburgo que, en 1712, se convertiría en la capital de Rusia por unos años. Con el tiempo, se llamaría Petrogrado, Leningrado y finalmente volvería a su nombre original gracias a un referéndum popular. Y, por último (en cuanto a acontecimientos históricos) sería la ciudad donde se germine la Revolución Rusa de 1917.

El primer día de paseo por la ciudad de San Petersburgo nos fuimos a tomar el subte, que sería nuestro medio de transporte para todo el viaje. El nuestro y el de los rusos en general, ya que con el frío y la nieve, los transportes terrestres suelen ir muy lentos y atascados. El viaje en subte cuesta 22 rublos (costaba, porque con el comienzo del 2011, pasó a costar 28 rublos), que son unos 50 centavos de dólar, y se materializan en un cospel. Como los de antes.

Vuelta a lidiar con el alfabeto ruso para averiguar la dirección correcta. Me chocó muchísimo que, como prevención a las inundaciones, ciertas paradas de subte son compartimientos estancos; es decir, hay una especie de arcadas cerradas con cortinas metálicas que coinciden con las puertas del vagón de subte. En caso de inundación, estas cortinas metálicas quedan cerradas y el agua no llega al túnel del metro.

El subte en San Petersburgo es normal y corriente, algunas líneas me hicieron acordar a las de Buenos Aires hace 10 años. Una imagen para guardar en el recuerdo: una señora muy señorial, que viajaba sentada al lado nuestro, sacó de su cartera una botella de vodka y le pegó un saque que nos dejó mareados a todos. Frío? Qué frío?

Rápidamente llegamos a nuestro destino: la plaza Troitskaya. Cruzando el puente de San Iván (Iván es Juan en ruso) se llega a la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. En la Fortaleza se puede visitar la Catedral donde se encuentran 32 tumbas de la dinastía Romanov, entre las que destaca la de Pedro el Grande.

También están enterrados el zar Nicolás II y toda su familia que fueron fusilados por los rebeldes en 1918, dando por finalizada la era de los zares en Rusia. De la familia de este zar se identificaron todos los cuerpos menos el de una de las hijas, suceso que dio origen a la leyenda de Anastasia, la última heredera perdida del zarismo ruso.

También dentro del recinto, se puede visitar el Museo de Historia de San Petersburgo (del que rescato una increíble casa de muñecas alta como yo, totalmente amueblada) y el Museo del Cosmos, donde podrán ver una copia del Sputnik (primer satélite artificial), la nave en la que viajó Laika (primera perra en ir al espacio; que después me vine a enterar que solo fue, ya que nunca volvió) y artefactos varios pertenecientes a Gagari (primer astronauta del mundo).

A través del Puente Kirovskij (que mi guía traduce como Puente de la Trinidad), se cruza por encima del río Neva hacia la isla de enfrente, que es la más importante en cuanto a atracciones turísticas. Allí se encuentra la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada, llamada así por haber sido construida en el lugar donde murió asesinado el zar Alejandro II. Una de las iglesias más curiosas que vi, totalmente cubierta de ornamentos y detalles, y con varias cúpulas de bulbo, algunas doradas y otras decoradas con cerámicas y piedras de colores. Impresionante! Es como ver un dibujo de colores en medio de la ciudad. Por adentro, es un despliegue tremendo de pinturas e imágenes religiosas. Realmente distinta a nuestras iglesias e increíblemente recargada. No te alcanzan los ojos para ver todos los detalles que encierra esta iglesia.

Al otro día (el invierno ruso limitaba nuestras facultades físicas y se hacía de noche a las 4 de la tarde, así que el día no nos rendía demasiado), fuimos a caminar por la populosa calle Nevski Prospekt, donde vale la pena sacarle una foto a la Catedral de Kazán, al edificio Singer (construido a pedido de la fábrica de máquinas de coser y que hoy es una gran librería) que en la punta tiene una escultura de hombres sosteniendo el globo terráqueo; y al Palacio Strogonov (donde se inventó el lomo strogonov, stroganof o como quieran llamarlo).

Al final de la Nevski Prospect se encuentra la Catedral de San Isaac. Esta imponente iglesia, con capacidad para 14.000 fieles se construyó para festejar la victoria sobre las tropas napoleónicas. El interior es verdaderamente extraordinario (el más lindo que vería en este viaje), de estilo italiano, con paneles de oro y mármol, y columnas de granito rojo y lapislázuli.

Desde San Isaac, se puede caminar a un lado del Almirantazgo, un inmenso edificio amarillo y llegar a la Plaza del Palacio, donde se localiza el Museo del Hermitage (formado por 6 antiguos palacios, siendo el más bonito, el Palacio de Invierno). Esta plaza está rodeada de algunos de los edificios más hermosos de San Petersburgo, y también más imponentes… pero lo que sorprende son los colores, el Palacio de Invierno pintado de verde agua y blanco, y el resto de los edificios de amarillo. Desde luego no es el ambiente gris con el que imaginaba Rusia.

Hago un paréntesis para recordarles un asunto: la temperatura. Hacía muuucho frío, estaba abrigada con lo que llamé “nivel 5” de ropa que consiste en doble media, polainas, calzas, pantalones, doble camiseta, pullover, chaleco, campera, guantes, gorro, orejeras y bufanda. No es fácil moverte en ese atuendo pero tiene dos ventajas: no tenés tanto frío y, dado que todo San Petersburgo estaba cubierto de una hermosísima capa de hielo resbaladizo, es menos doloroso caerte. Obvio que me caí de pompis en la plaza. Pero el frío se siente igual, no se engañen, te azota el cachete, te congela los dedos de los pies y de las manos, los copos de nieve se te pegan en las pestañas y las botas se cubren de barro y nieve a cada paso que das. Ideal!

Por eso es que se agradece tanto cuando la visita es a un sitio cerrado, como el Museo del Hermitage, que, por otro lado, es majestuoso. Es como el Louvre, el Prado y la National Gallery todos juntos (al menos en tamaño), pero tiene el plus de estar adentro de un palacio increíble, donde cada habitación es una obra de arte en sí misma. Del museo subrayo los pisos (con diseños increíbles, hechos en madera, colocados pieza por pieza), los techos (lo que se imaginen con oro y pinturas) y las arañas inmensas que cuelgan de ellos.

Por muy agradable que se estuviera en el Hermitage (que en ruso se escribe Ermitage), no deja de ser un museo que tiene pocos lugares donde sentarse. Así que seguimos viaje por la Nevski Prospekt hasta un centro comercial inmenso, donde tomamos el subte de vuelta al hotel. Esa noche era 31 de diciembre, nos esperaban los festejos en una humilde mesa para 7 en la Fiesta de Año Nuevo de un hotel.

Los agasajos resultaron bastante parecidos a los nuestros: mucha comida, mucha bebida (en este caso vodka y jugos, los rusos tienen debilidad por los jugos naturales), música en vivo, una especie de tango, una odalisca, aplausos y bailes. 5 minutos antes de las 12, nos traen el último plato, que engullimos vorazmente para que no se nos pase la hora de brindar.

En cuanto nuestro reloj da las 12, nos empezamos a abrazar y a brindar como buenos argentinos que somos… pero las demás mesas no comparten nuestro jolgorio: en la televisión, el presidente da un discurso. Metida de pata. Nos quedamos calladitos y escuchamos atentos. Llegan oficialmente las 12, suenan las campanadas y ahora sí! Brindamos, y nos abrazamos… otra vez nos adelantamos. Todos los rusos están contando las campanadas y van por la 4. Esperamos y hacemos como que contamos en ruso hasta la bendita campanada 12… Y brindamos y nos abrazamos y reímos y nos fundimos en la alegría general (al fin, ya nos estaba dando vergüenza)!!

El “Abuelo Frío y su nieta”, sucedáneos de Papá Noel y algo así como Heidi, en Rusia, brindan con nosotros también. A la hora del baile, la moza nos trae una botella de champagne, regalo de un extraño personaje sentado en una mesa solitaria. Brindamos con él, solo para descubrir que está un tanto borracho, no sabe ni una gota de inglés y además, tiene una amiga que quiere abusar de uno de mis cuñados. Hasta ahí llegó el festejo!

Esa noche llegaríamos al record mínimo de temperatura registrada por nuestros aparatos termostáticos: -16°C, que nos azotaron las pocas cuadras de vuelta a nuestra habitación.
Al día siguiente, camino al punto panorámico de la ciudad, nos agarró una tormenta de nieve que, estoy segura, quebró ese record; pero no había forma de constatarlo! Caminamos entre ráfagas de viento y nieve por la rivera del río congelado, que se veía realmente preciosa. A lo lejos (cuando la nieve lo permitía) veíamos el Hermitage, el Palacio de Verano y los puentes de hierro que cruzan el río.

El punto panorámico está determinado por dos grandes columnas, una especie de faros, en cuya punta se enciende el fuego durante la noche. Foto panorámica con poca visibilidad debido a la nieve, y seguimos rumbo hacia el crucero Aurora, atracado en una de las márgenes del río Neva. Este gran barco fue el que la noche del 25 de Octubre de 1917, con su tripulación del lado de los bolcheviques, se situó frente al Palacio de Invierno y abrió fuego, dando comienzo al estallido revolucionario.

Después de un chocolate caliente (a esta altura ya empezaba a estar un poco disgustada) tomamos el metro con la intención de visitar el Monasterio Alexander Nevski que, cuando llegamos, ya había cerrado. Nos conformamos con vagar por sus inmediaciones. Y, pese a estar relativamente desaconsejado, nos introdujimos sigilosamente en la iglesia del monasterio para presenciar una misa ortodoxa.

Es sumamente rara ya que no hay asientos, la gente se mantiene parada durante toda la ceremonia. Al entrar a la iglesia, los fieles saludan a ciertas imágenes haciéndose tres veces la señal de la cruz (tocándose el hombro derecho antes que el izquierdo, raro) y apoyando la frente en ellas. Luego, un sacerdote pasea con un gran incensario y los fieles agachan la cabeza a su paso. El resto de la ceremonia es misterioso, ya que se desarrolla en un recinto donde está el altar, de espaldas al público y a puertas cerradas.

Camino al hotel, nos metimos en una Feria de Invierno, llena de puestitos de comida y golosinas, con una gran pista de hielo para patinar y un escenario donde cantaban y bailaban mujeres vestidas con atuendos característicos. Miramos un rato el espectáculo pero no participamos en una ronda gigante que hizo el público porque no entendíamos bien las instrucciones, además ya nos costaba bastante estar de pié sin caernos como para ponernos a bailar con los rusos!

Para despedirnos de San Petersburgo buscamos un restaurante autóctono para ir a cenar. Lo más típico que encontramos fue un encantador restaurante ucraniano, con música y bailes representativos. Y donde comimos unos riquísimos platos, como la sopa borsh (con remolacha, verduras y trocitos de carne), los dumplings rusos (una especie de ravioles gorditos rellenos de carne) y un postre que nos sorprendió muchísimo por su ingrediente principal: el dulce de leche! Parece que los ucranianos también consumen dulce de leche desde tiempos inmemoriales! Intercambio cultural? No lo sé, ellos lo llaman “caramel”.

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