29 de enero de 2012

El jíbaro y el tiesto


  La lluvia golpea en los vidrios de las ventanas y el viento hace remolinos de hojas en el patio de una casa. Sentado en un viejo sofá, un señor contempla una fotografía.

  No sabe cuánto tiempo lleva ahí sentado. No escucha la lluvia ni siente el viento. La fotografía con sus bordes gastados de tanto tocarla, lo tiene abstraído. En ella, de pie, el señor y un jíbaro. De fondo, la espesura de la selva.

  El señor ya no está ahí. Se encuentra en otro tiempo y a miles de kilómetros. Una aventura, una excursión planeada con tanto cuidado y que, sin embargo, salió mal. En una noche de tormenta el grupo se perdió. Se desesperaron, enfermaron, se fueron muriendo. Él se alejó de todo eso porque quería sobrevivir. Y vagó por la selva. Nunca supo si pasaron días, semanas o meses. Una tarde, aparecieron, justo al lado suyo, unos pies. Pies que se convirtieron en toda una persona. Un jíbaro. Los había visto en algunas revistas.

  La lanza que sostenía apuntaba directamente a su pecho y, con una mirada desafiante (aunque ¿cómo podía él interpretar las miradas de los jíbaros?), le indicó algo. La selva, que siempre parecía tan llena de sonidos, se quedó esperando. "Sígame" fue la muda indicación, y así lo hizo el señor. Tenía miedo pero también estaba maravillado. Ahí, en medio de la selva, siguiendo a un jíbaro que probablemente iba a matarlo. Era una historia que superaría cualquiera de las que solían contar sus amigos las tardes de cartas.

  No lo mató, lo llevó a una pequeña población en un claro de la selva. Lo mostró como quien muestra una presa de caza. Lo contemplaron, lo alimentaron, le hicieron dormir en una choza de caña. Y así pasaron los días. Cuando aprendió las actividades de los habitantes, los copió y los ayudó. Y ellos le dejaron. Les fue regalando todo, solo guardó su libreta, en la que escribía lo que iba sucediendo.

  El último día, aunque él no sabía que era el último, sacó la cámara de fotos. Fotografió la aldea y a los jíbaros en su vida cotidiana. A la mañana siguiente, pusieron en su mochila agua, alimentos y una bolsa de semillas. Uno de ellos le hizo otra vez la seña. Se despidió de la población en silencio como cuando había llegado. El jíbaro lo guió por la selva durante mucho tiempo.

  Volvió a la civilización. A su casa, a su patio. Escribió un libro contando la historia. 

  Ahora levanta la mirada de la fotografía para ver hacia el fondo del patio. Húmedo, bajo la lluvia, yace el tiesto en el que sembró las semillas.

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