(Este cuento fue seleccionado para participar de la antología "Cuentos, Poesías y vos", de Ed. Pasión de Escritores, que se publicará en 2012 en Argentina.)
Aunque
alguna vez, siendo pequeña, había sucedido esto mismo, el hecho no dejó de
sorprenderme. Y, por mucho esfuerzo que hice, no logré recordar si había podido
solucionarse.
El
asunto probablemente se debiera a que la totalidad de las paredes de mi casa
estaban cubiertas de libros. Estanterías que iban del suelo al techo ocupadas
por textos de todo tipo y en completo desorden. Era imposible encontrar algo.
Los libros lo encontraban a uno.
Esto
sumado a mi condición había hecho caer sobre mí la prohibición de leer
historias atrapantes. Mi madre me lo había advertido desde niña. Me contó la
historia familiar, los episodios de la abuela Amelia y de algunas tías. Así
que, durante muchos años, vagué entre manuales de zoología, cuadernos de recetas
de cocina, textos de poesía abstracta y enciclopedias botánicas. “Nada
atrapante ni fascinante”, había insistido mi madre.
Una
mañana desperté disgustada. No sabía si eran gritos o alguien que cantaba, pero
lo que fuera me había producido un horrible dolor de cabeza que me obligó a
despertar. Estaba todo oscuro.
Los
gritos o cantos seguían llegando desde el exterior de la habitación. Estiré una
mano para prender la lámpara y no la encontré. Así que me levanté en medio de
la oscuridad y di unos pasos hacia el baño pero no llegué porque tropecé con
algo y caí al piso. Hubiera esperado que con el ruido que estaba haciendo
apareciera alguien, aunque no fue así. Oscuridad y esos terribles cantos.
Tuve
un feo presentimiento que, entre el dolor de cabeza y los gritos, no terminé de
identificar. Me quedé sentada en el suelo hasta que mis ojos se acostumbraron a
la penumbra y vi lo que parecían cortinas de una ventana. Las abrí de par en
par.
No
sé qué esperaba ver. Creo que en el fondo de mi mente ya me había dado cuenta
que no estaba en mi casa. Pero la vista igual me impresionó. Una ciudad de
edificios viejos y torres de mezquitas hasta donde me alcanzaba la vista. Eran
las 5 de la mañana y lo que me había despertado era el llamado a la oración en alguna
ciudad del mundo, que me contemplaba a través de la ventana. A mis espaldas,
una habitación desconocida a la que no tenía idea de cómo había llegado.
En
unos pocos segundos, mi mente corrió de idea en idea, de historia en historia y
entendí todo. No pude evitar una sonrisa triste.
Del
otro lado del mundo, en mi habitación, mi madre descubría afligida un libro abierto
sobre mi cama: Las noches de Estambul.
Como había sucedido con la abuela Amelia muchos años antes, su hija se había
perdido en un libro.
Precioso, Cintia. Me ha encantado!!!!!!
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