Cuando iba al colegio no había
calefacción. Si, así es. Y no estudiaba en un campo de concentración ni nada
parecido. Simplemente, no había calefacción, ni aire acondicionado.
Iba al colegio en bicicleta
con mis amigos y, los días de frío, se me ponía roja la nariz, y también los
dedos, porque siempre me olvidaba los guantes. Cuando llegábamos a la escuela,
había escarcha en la cancha de fútbol y la niebla flotaba sobre el pasto. Mi
tío me cargaba diciendo que estudiaba en el campo, pero en realidad mi colegio
quedaba solo un poco alejado del centro de la ciudad.
Nos formábamos en el patio de
lajas (de menor a mayor altura) al aire libre, para izar la bandera. Y era una
desgracia que te eligieran para esta tarea porque los cables metálicos del
mástil estaban medio oxidados y no corrían bien por los engranajes… así que
costaba mucho ir subiendo la bandera hasta lo alto y a veces se quedaba
trabada. Tarea que se dificultaba aún más si tenías los dedos congelados de
haberte olvidado los guantes.
Después del “acto de la
bandera” y una breve oración religiosa, caminábamos lentamente a los salones,
como tratando de atrasar a máximo el momento de empezar las clases.
Para calentar las aulas había
estufas de gas. Dos compañeros cruzaban el colegio e iban a buscar las estufas,
que consistían en una pequeña garrafa de gas y una pantalla. Venían arrastrando
todo el apartejo hasta el salón. Lo encendíamos, con un fósforo o un encendedor
y había que esperar un rato hasta que se empezaba a calentar la estancia.
Temprano a la mañana hacía
mucho frío, así que nos turnábamos en las alargadas aulas, y la estufa estaba
un rato en cada extremo. Pasaban las horas y ya cerca del mediodía, cuando el
sol y el calor humano habían calentado el salón, nadie se acordaba de la estufa
y alguno la apagaba.
Muchos son mis recuerdos con
estas pantallas de gas. Alguna vez alguien se achicharró la punta de una
campera, debíamos tener cuidado de no acercarnos demasiado si teníamos medias
de lycra y, cuando era chica, solía acercar los chocolates y los alfajores para comerlos
calientes y medio derretidos.
Un día, alguien movió la
estufa y abrió la puerta al mismo tiempo y, por un brevísimo segundo, se
prendieron fuego las cortinas. La misma persona, temiendo más una “firma” que
un incendio forestal, las apagó con el borrador. Y ahí se quedaron las cortinas
(que eran 98% polyester) medio chamuscadas y llenas de tiza.
Algunas veces tenía mucho frío
y me dejaba puesta la campera durante la clase. Al día siguiente, me ponía una
camiseta o dos medias y solucionaba el problema. Los días que llevaba guantes,
igual me los tenía que sacar para escribir (es imposible escribir con guantes
de lana).
Por eso me acuerdo que cuando
iba al colegio no había calefacción. Lo digo con orgullo porque fue un
obstáculo, un problema a resolver que supimos superar. Nadie se murió de frío,
ni se enfermó, ni se prendió fuego y falleció calcinado. Todos aprendimos a
abrigarnos, a tener cuidado con las estufas y a contentarnos con lo que había. Porque
no le deseo a nadie penurias ni vejaciones cuando vayan a la escuela, pero sí
les deseo los suficientes obstáculos como para que aprendan algo en el camino
(algo más que matemática y lengua)… y si mis hijos tuvieran la misma experiencia
que tuve yo cuando fui al colegio, sé que serían felices, valientes y normales.
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