13 de febrero de 2012

Tic, tac

Había aprendido a querer mi cuerpo a través de los años. En especial, porque me habían marcado como cicatrices las mujeres que había conocido: 

Algunas con verdadera vocación estética, dedicando toda su energía a la belleza corporal. Horas, fortunas, angustias, implantes y dietas. Pensaba en ellas como en una especie de competidoras olímpicas, para las que nunca llega la fecha. Y, peor, cuanto más tiempo pasaba, más se alejaban de las categorías en las que querían competir.

También estaban aquellas otras, despreocupadas de la estética y con orgullo. Se dejaban llevar porque no les importaba estar dentro de los criterios belleza, y no se daban cuenta de que empezaban a salir de los criterios de salud también. Para ellas era lo mismo que para las otras, cuanto más tiempo, más daño. Y el tiempo no espera a nadie.

Esas cicatrices, aunque no eran mías, se llevaban impresas en la piel; y me parecían aún menos elegantes que la celulitis. Así que había intentado flotar en medio de las dos locuras y acabé siendo bastante normal.


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