6 de abril de 2012

Los diferentes


Alba entró y se sentó en una de las sillas de plástico del fondo. No había demasiada gente todavía. Algunos estaban sentados y leían el diario o miraban al vacío. Otros tomaban café junto a la máquina que estaba en un rincón. Nadie hablaba con nadie.

De a poco todos fueron sentándose y se llenó la sala. Una mujer gorda con el pelo rojo furioso subió a la pequeña tarima que había frente a las sillas. Suspiró un momento y empezó a hablar.

Llevaba un buen rato en la reunión cuando se puso a mirar al resto de asistentes. Los había jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Era un grupo que no recordaba a nada, todos diferentes. Miró al chico que tenía sentado al lado, parecía un adolescente con el pelo sucio. Vestía de calle, jeans y un abrigo. A Alba le sorprendió que no se hubiera sacado la campera porque hacía bastante calor en la sala. El chico tenía cara de fastidio y, con el abrigo puesto, parecía a punto de irse.

-¿Qué mira, señora?- dijo, de repente. La miró solo de reojo.

-Nada, querido, disculpame. No te miraba por nada en particular.

Alba se encogió de hombros y volvió la vista al frente, a la señora gorda que seguía hablando.

A la tercera o cuarta reunión, vio que el chico se sacaba la campera y la ponía a un lado. Pareció que ya no quería salir huyendo. Una y otra vez volvía a encontrarse con él en las reuniones, pero no se sentaban cerca. Un día coincidieron en la máquina del café, antes de empezar la sesión, y Alba quiso hablarle.

-Venís siempre, ¿no? –empezó, -la primera vez te sentaste al lado mío.

-Sí, me acuerdo -dijo él con poco interés, sin mirarla.

-¿Cuántos años tenés? Me hacés acordar a mi hijo, que vive en New York -insistió Alba, y luego pensó que había metido la pata, por la cara que puso él. Pero después el chico se rió y unas arrugas le aparecieron en los costados de los ojos. A Alba le pareció un poco más viejo. También vio que le faltaban algunos dientes. Deseó que él no notara la repulsión que eso le produjo.

-Bueno, usté no se parece en nada a mi vieja- siguió sonriendo- pero si le viera los collares y los anillos, se los afana. De una.

Alba se asustó un poco. El chico la miraba sonriente, después se dio vuelta y fue a sentarse.

Siguieron viéndose en las reuniones durante muchos meses. Alba se acostumbró a su forma de hablar, a los huecos de los dientes desaparecidos y a la misma campera, siempre la misma. Cuando ya casi terminaba el año, él vino a sentarse al lado de ella. Le preguntó “¿Cómo anda, doña?”. Pero ella tenía un mal día y no le contestó. Él se dio cuenta, y se quedó ahí en silencio durante toda la reunión. De camino al auto, se le acercó y le dio un papelito doblado.

-Tome. Si alguna vez necesita algo, mándeme un mensaje. No le prometo nada, porque nunca tengo guita en el celular. Pero si ando con suerte, me invita a tomar un café.

Y se alejó sonriendo, con sus huecos. Alba se quedó mirando el papelito, había un número anotado en letra minúscula y, abajo, un nombre: Javier.

Javier y ella no se hicieron amigos, no podían serlo. Pero una vez que ella tenía otro mal día lo llamó desde la barra de un bar. Y él la fue a buscar y tomaron café en Mc Donald’s.

Las reuniones duraron mucho tiempo más. Y ellos iban y venían, a veces desaparecía alguno por un tiempo. Y luego regresaba, abatido, y se sentaba al fondo del salón. Pareció que se pasaban la vida entre reuniones.

La vez que operaron a la hija de Javier, ella fue al hospital. Le dio un sobre con dinero y él lo aceptó. Después le mandó un mensaje que decía “La piba está bien, la salvamo”.

Y así fue, se hicieron compañía a lo lejos. Se entendían en las reuniones y también las otras veces, los días malos.

La tarde que enterraron a Alba, Javier lloró. Le dejó de recuerdo la campera, pero después volvió a buscarla, porque era la única que tenía.


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