Alba entró y se sentó en una de las sillas de
plástico del fondo. No había demasiada gente todavía. Algunos estaban sentados
y leían el diario o miraban al vacío. Otros tomaban café junto a la máquina que
estaba en un rincón. Nadie hablaba con nadie.
De a poco todos fueron sentándose y se llenó la sala.
Una mujer gorda con el pelo rojo furioso subió a la pequeña tarima que había
frente a las sillas. Suspiró un momento y empezó a hablar.
Llevaba un buen rato en la reunión cuando se puso a
mirar al resto de asistentes. Los había jóvenes y viejos, hombres y mujeres.
Era un grupo que no recordaba a nada, todos diferentes. Miró al chico que tenía
sentado al lado, parecía un adolescente con el pelo sucio. Vestía de calle, jeans
y un abrigo. A Alba le sorprendió que no se hubiera sacado la campera porque
hacía bastante calor en la sala. El chico tenía cara de fastidio y, con el
abrigo puesto, parecía a punto de irse.
-¿Qué mira, señora?- dijo, de repente. La miró solo
de reojo.
-Nada, querido, disculpame. No te miraba por nada en
particular.
Alba se encogió de hombros y volvió la vista al
frente, a la señora gorda que seguía hablando.
A la tercera o cuarta reunión, vio que el chico se
sacaba la campera y la ponía a un lado. Pareció que ya no quería salir huyendo.
Una y otra vez volvía a encontrarse con él en las reuniones, pero no se sentaban
cerca. Un día coincidieron en la máquina del café, antes de empezar la sesión,
y Alba quiso hablarle.
-Venís siempre, ¿no? –empezó, -la primera vez te
sentaste al lado mío.
-Sí, me acuerdo -dijo él con poco interés, sin
mirarla.
-¿Cuántos años tenés? Me hacés acordar a mi hijo, que
vive en New York -insistió Alba, y luego pensó que había metido la pata, por la
cara que puso él. Pero después el chico se rió y unas arrugas le aparecieron en
los costados de los ojos. A Alba le pareció un poco más viejo. También vio que
le faltaban algunos dientes. Deseó que él no notara la repulsión que eso le
produjo.
-Bueno, usté no se parece en nada a mi vieja- siguió
sonriendo- pero si le viera los collares y los anillos, se los afana. De una.
Alba se asustó un poco. El chico la miraba sonriente,
después se dio vuelta y fue a sentarse.
Siguieron viéndose en las reuniones durante muchos
meses. Alba se acostumbró a su forma de hablar, a los huecos de los dientes
desaparecidos y a la misma campera, siempre la misma. Cuando ya casi terminaba
el año, él vino a sentarse al lado de ella. Le preguntó “¿Cómo anda, doña?”.
Pero ella tenía un mal día y no le contestó. Él se dio cuenta, y se quedó ahí
en silencio durante toda la reunión. De camino al auto, se le acercó y le dio
un papelito doblado.
-Tome. Si alguna vez necesita algo, mándeme un
mensaje. No le prometo nada, porque nunca tengo guita en el celular. Pero si ando
con suerte, me invita a tomar un café.
Y se alejó sonriendo, con sus huecos. Alba se quedó
mirando el papelito, había un número anotado en letra minúscula y, abajo, un
nombre: Javier.
Javier y ella no se hicieron amigos, no podían serlo.
Pero una vez que ella tenía otro mal día lo llamó desde la barra de un bar. Y
él la fue a buscar y tomaron café en Mc Donald’s.
Las reuniones duraron mucho tiempo más. Y ellos iban
y venían, a veces desaparecía alguno por un tiempo. Y luego regresaba, abatido,
y se sentaba al fondo del salón. Pareció que se pasaban la vida entre
reuniones.
La vez que operaron a la hija de Javier, ella fue al
hospital. Le dio un sobre con dinero y él lo aceptó. Después le mandó un
mensaje que decía “La piba está bien, la salvamo”.
Y así fue, se hicieron compañía a lo lejos. Se
entendían en las reuniones y también las otras veces, los días malos.
La tarde que enterraron a Alba, Javier lloró. Le dejó
de recuerdo la campera, pero después volvió a buscarla, porque era la única que
tenía.
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