4 de abril de 2012

Crónicas turcas: El aullido a la oración


Nuestra vida en Turquía sucede con apacible tranquilidad, cualquiera diría que nacimos acá. Si no fuera por esas pequeñas cosas… como el idioma, o las costumbres, o la religión. Bueno, tal vez nuestros días no sean tan normales pero, no me hago ni una pizca de problema. Es así. Y, además, tiene sus ventajas: siempre puedo escribir crónicas de todas esas cosas increíbles que pasan y (un gran beneficio de no hablar turco) no tengo que tener esas inútiles conversaciones con preguntas como “¿de dónde sos?” o “¿por qué viniste a vivir a Turquía?”.

No es que sea antisocial, que lo soy; pero es cansador andar contándole la vida de una a todo el mundo. En especial, a aquella gente que sé que no voy a volver a ver jamás. Como a los agentes inmobiliarios.


La mayoría las ciudades son un poco iguales, tienen sus sitios turísticos, sus barrios paquetes, sus zonas feas. Uno se siente incómodo hasta que tiene identificado todo eso. Y después aparecen esas rarezas de la vida local, que le recuerdan a uno que está en otro lado. Distinto.

El llamado a la oración y las siluetas de las mezquitas serían las primeras de esas cosas. El idioma, por supuesto. Que un día pasamos por el estadio del Fenerbahçe y había un partido solo para mujeres, eso es raro. También que, cuando pedimos las facturas (las tenemos que presentar para la empresa) nos dan un mini recibo microscópico que parece un chiste. ¿Será para ahorrar papel? Y la última rareza fue el cine.

Este domingo fuimos a un centro comercial llamado Capitol. Es gigante y muy bonito. Después de pasear de arriba abajo por sus cuatro pisos, de comer en el patio de comidas (yo comí algo turco pero Ale, qué barbárico, comió en Burger King) y de sentarnos a mirar el espectáculo de luces de la fuente, nos acercamos tímidamente al cine.

Un cine es un cine, ¿qué tan difícil puede ser? Así que allá fuimos y compramos las entradas y entramos a la sala y vimos la película. Hasta que se cortó y se prendieron las luces. Nos miramos con incredulidad porque tuvimos bastantes experiencias insólitas con los cines del mundo y, sin saber qué hacer, nos quedamos ahí sentaditos, como todo el mundo. Buscamos en internet (en internet está todo) la pregunta “cómo son las películas en los cines turcos”; descubrimos que tenían un intermedio de diez minutos para hacer pis o comprar cositas. Sacando eso, es un muy buen cine, con butacas cómodas y apoyabrazos donde caben dos codos. Excelente.

Tomamos un taxi una de estas tardes, para volver al hotel. A los pocos metros, el taxi se detiene y se sube una mujer, que empieza a hablar animadamente con el conductor, en turco. No sabiendo si reírnos o qué, nos encogimos de hombros y esperamos a ver qué pasaba. Dos o tres cuadras más adelante, se bajó la señora y el taxista la saludó como si nada. Digamos que acercamos a una pasajera unas cuadras. Que impunidad la del taxista, de enchufarnos una invitada así porque sí.


Aunque hubiera pensado que iba a escuchar el llamado a la oración todo el día, la verdad es que pasa bastante desapercibido. Solo tenemos una mezquita realmente cerca, la del cementerio. Y, ya que lo menciono, el de Ahmet Karaca es el cementerio más grande de musulmanes de Estambul. Es, verdaderamente, inmenso. Está dividido en partes, ya que de estar todo junto impediría el tránsito de manera brutal. Cada sección se encuentra rodeada de un muro con pequeñas columnas de piedra. Mientras escribo estas palabras, las están limpiando con esas máquinas de aire comprimido, así que pasan de ser de un color arena y verde musgo, a un blanco reluciente. Va a estar bueno mi cementerio.

Además, por ser tan grande y curioso, es un punto de referencia. Al menos para nosotros, que vivimos en el inestable equilibrio entre estar un poco orientados o definitivamente perdidos. Cuando vemos aparecer los muros del cementerio, sabemos que estamos llegando a casa.

El llamado a la oración, para aquellos que no lo conozcan y con perdón de la comunidad musulmana, son unos cantos desafinados que duran unos minutos y se transmiten por altoparlantes puestos en las torres de las mezquitas. Hacen las veces de nuestras campanas de la iglesia, llamando a los musulmanes para se pongan a rezar.  Esto sucede cinco veces por día. La primera oración se realiza poco antes del amanecer y dura hasta que sale el sol. Y la última es ya de noche.

Este llamado a la oración congrega a los musulmanes y a los perros del terreno de en frente, que se ponen a aullar en una ronda con cada llamado. Incluso empiezan a aullar justo antes de que lo haga el muaddin. Es muy gracioso. Cuando terminan los cantos, los perros se quedan ahí como pensando “¿ya está?”, y tardan un rato en volver a echarse.

Alguna gente me dijo que los tranquilizaba escuchar estos cánticos. Yo no sé como eso puede tranquilizar a nadie. Los muaddines desafinan en serio y además, es a propósito. Es como la gracia del cántico. Leí que los cantos flamencos venían de ahí… Y podría ser tranquilamente, tienen el mismo estilo. Pero por acá se escuchan como desde lejos. Molestan más las bocinas de los barcos (¿se llaman bocinas?) que suenan cada tanto cuando se acercan a la orilla. Y esas sí, retumban por toda la habitación.


El idioma es todo un asunto, por más que distingamos algunas palabras. Descubrí que la clave es tener paciencia y no intentar aparentar ser turco, porque, aunque parezca una locura, éste es el primer lugar donde nos confunden con locales. Y, por acá, todos son muy conversadores.

Los turcos están lejos de ser esos señores con piel aceituna y grandes bigotes que se nos instalaron en la mente vaya uno a saber cuándo. Aunque también los hay de ese estilo, son más parecidos a los europeos. Tal vez no a los alemanes, pero a los mediterráneos en general. Entonces, nos mezclamos entre ellos sin destacarnos demasiado. Tan diferente de México y Perú, donde andábamos como con un cartel en la frente… ¿quién lo iba a decir?

Un fin de semana me tocaron salidas típicas con el grupo de los españoles, el nuevo gueto. Fuimos a comer a un elegante restaurant en el centro, donde nos reímos de los bollos idiomáticos que se nos están haciendo en el cerebro. En la mesa se oían frases como “no propin” (para referirse a que no iban a dejar propina) o “more pain” (para pedir más pan). Palabras que, o no pertenecen a ningún idioma, o usan varios idiomas a la vez… lo que no ayuda al entendimiento. No sé si no será más útil olvidarnos alguno de los idiomas que sabemos antes de ingresar uno nuevo. Más que bilingüe, me siento trabilingüe.

Con la comida tenemos más suerte que con el idioma porque, en general, hay fotos de los platos más frecuentes. Así que, al menos, vemos si lo que vamos a comer es un omelette o un sándwich. Eso es algo. Y cuando la carta está totalmente en turco, buscamos entre el menú, alguna palabra que sepamos, como “tavuk” (pollo) o “et” (carne). ¡El resto es sorpresa!

Cuando fuimos una noche a cenar pescado, al barrio de Moda, Ale preguntaba “¿qué es esto?” y le respondían. En turco. Por supuesto que no entendíamos una palabra de la respuesta. Así que era un esfuerzo en vano, totalmente. Lo destacado de aquella noche fue que yo pedí más pan y un tenedor. Qué lujo. ¡No me van a embromar con los cubiertos a mí!


Para hacer los trámites de la residencia nos pidieron fotos, dieciséis cada uno. Las deben coleccionar. Así que fuimos a la casa de fotografía más cercana pero mi marido no me dejó leer antes mi “Guía de Turco”(y eso que había una página dedicada a la visita a la casa de fotografía más cercana) y entramos así nomás. Sin preparación. Imposible, después del “Merhaba” (hola) empezamos a señalar las fotos carnet como los monos. Los bueno es que, cuando uno quiere comunicarse, lo logra. Y también que el fotógrafo hablaba un poco de inglés. Un rato después, salimos con las dieciséis fotos y una factura muy razonable (de precio, el tamaño era miniatura).

Viajamos a Ankara a hacer los trámites. Fuimos y vinimos en el día porque el vuelo dura solo cuarenta minutos. Nos esperaba un auto en el aeropuerto. Lo primero que me sorprendió de Ankara fue que había nieve por todos lados. Y en medio de las grandes extensiones nevadas, algunos grupitos de edificios. De a dos o tres, como saliendo de la nada. Y, más importante, a los que no parecen llegar caminos ni rutas. Insólito. Es que el crecimiento urbanístico de la ciudad está yendo un poco desparejo.

También vimos muchos edificios administrativos, como ministerios y sedes del gobierno, pero el centro de Ankara no me pareció demasiado lindo. Si tuviera que compararlo con algo, diría que es similar al barrio porteño de Once, con apretados edificios de departamentos, muchos negocios con sus productos en las veredas, y puestitos para comer cosas en la calle. No voy a criticar mi queridísimo barrio de Once pero convengamos que tiene una belleza exótica, no es para hacer turismo precisamente.


De vuelta en Estambul. Algunos de los barrios del lado asiático, a contrario de lo que se pensaría, son más occidentales que los del lado europeo. Pero no este barrio en el que estamos ahora, el de Üsküdar, que no es turístico y sí,  francamente, un poco feo.

Luego, bajando por el lado asiático, paralela al Bósforo, hay una calle comercial muy linda, llamada Bagdat Cadesi, que cruza los elegantes barrios de Caddebostan y Suadiye. En esa zona, Estambul se parece al barrio bonaerense de Palermo. Tiene todas las tiendas internacionales, restaurantes para cada gusto, mesitas en la calle, árboles y flores, y edificios de departamentos paquetes. Es de esas zonas lindas que tienen todas las capitales del mundo. Donde vivir es caro y confortable, y muy pocas cosas le recuerdan a uno el país en el que está.

En estos barrios tan bonitos viven los gatos. Muchos, miles de gatos. Es increíble la cantidad de gatos y de pájaros que contiene esta ciudad. Lo de los pájaros lo entiendo, teniendo tanto puerto y tanto barco, se esperan tantos pájaros. Pero los gatos, no sé. Vi a unas cuantas señoras alimentando gatos al azar, puede que tenga que ver con eso.

Almorzamos en Bagdat Cadesi y miramos departamentos en busca del nuevo hogar. Vimos algunos muy lindos… Uno colorinche y decorado como si Federico Klem hubiera peleado con Marta Minujín. Y algunos verdaderamente feos. De esos que, ni bien uno abre la puerta, tiene ganas de volver a cerrarla. Además, como nos es tan dificultoso comunicarnos a veces, poco importaba que les dijéramos que no nos llevaran a ver cosas sin ascensor. Así que nos limitábamos a entrar en los departamentos erróneos y a desempeñar esa pequeña obra teatral que consiste en decir “pero qué hermoso”, “si obviamos los agujeros, está lindo el living ” y “me gusta el inodoro en diagonal, te da otra perspectiva”. Nos terminábamos riendo, para variar. Si igual no entendían nada.

Confío en el criterio de mi marido, que tiene en mente una cosa y vaga por los departamentos en busca de ese “algo”. Porque yo tiendo a odiar (o, mejor dicho, me da lo mismo) cualquier clase de casa o departamento en el que tenga que vivir, al menos durante las primeras semanas. Después se va convirtiendo en un hogar, y eso ya lo arregla todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario