Nuestra vida en Turquía sucede con apacible tranquilidad,
cualquiera diría que nacimos acá. Si no fuera por esas pequeñas cosas… como el
idioma, o las costumbres, o la religión. Bueno, tal vez nuestros días no sean
tan normales pero, no me hago ni una pizca de problema. Es así. Y, además,
tiene sus ventajas: siempre puedo escribir crónicas de todas esas cosas
increíbles que pasan y (un gran beneficio de no hablar turco) no tengo que
tener esas inútiles conversaciones con preguntas como “¿de dónde sos?” o “¿por
qué viniste a vivir a Turquía?”.
No es que sea antisocial, que lo soy; pero es cansador andar
contándole la vida de una a todo el mundo. En especial, a aquella gente que sé
que no voy a volver a ver jamás. Como a los agentes inmobiliarios.
…
La mayoría las ciudades son un poco iguales, tienen sus
sitios turísticos, sus barrios paquetes, sus zonas feas. Uno se siente incómodo
hasta que tiene identificado todo eso. Y después aparecen esas rarezas de la
vida local, que le recuerdan a uno que está en otro lado. Distinto.
El llamado a la oración y las siluetas de las mezquitas
serían las primeras de esas cosas. El idioma, por supuesto. Que un día pasamos
por el estadio del Fenerbahçe y había un partido solo para mujeres, eso es
raro. También que, cuando pedimos las facturas (las tenemos que presentar para
la empresa) nos dan un mini recibo microscópico que parece un chiste. ¿Será
para ahorrar papel? Y la última rareza fue el cine.
Este domingo fuimos a un centro comercial llamado Capitol.
Es gigante y muy bonito. Después de pasear de arriba abajo por sus cuatro
pisos, de comer en el patio de comidas (yo comí algo turco pero Ale, qué
barbárico, comió en Burger King) y de sentarnos a mirar el espectáculo de luces
de la fuente, nos acercamos tímidamente al cine.
Un cine es un cine, ¿qué tan difícil puede ser? Así que allá
fuimos y compramos las entradas y entramos a la sala y vimos la película. Hasta
que se cortó y se prendieron las luces. Nos miramos con incredulidad porque
tuvimos bastantes experiencias insólitas con los cines del mundo y, sin saber
qué hacer, nos quedamos ahí sentaditos, como todo el mundo. Buscamos en
internet (en internet está todo) la pregunta “cómo son las películas en los
cines turcos”; descubrimos que tenían un intermedio de diez minutos para hacer
pis o comprar cositas. Sacando eso, es un muy buen cine, con butacas cómodas y
apoyabrazos donde caben dos codos. Excelente.
Tomamos un taxi una de estas tardes, para volver al hotel. A
los pocos metros, el taxi se detiene y se sube una mujer, que empieza a hablar
animadamente con el conductor, en turco. No sabiendo si reírnos o qué, nos
encogimos de hombros y esperamos a ver qué pasaba. Dos o tres cuadras más
adelante, se bajó la señora y el taxista la saludó como si nada. Digamos que
acercamos a una pasajera unas cuadras. Que impunidad la del taxista, de
enchufarnos una invitada así porque sí.
…
Además, por ser tan grande y curioso, es un punto de
referencia. Al menos para nosotros, que vivimos en el inestable equilibrio
entre estar un poco orientados o definitivamente perdidos. Cuando vemos
aparecer los muros del cementerio, sabemos que estamos llegando a casa.
El llamado a la oración, para aquellos que no lo conozcan y
con perdón de la comunidad musulmana, son unos cantos desafinados que duran
unos minutos y se transmiten por altoparlantes puestos en las torres de las
mezquitas. Hacen las veces de nuestras campanas de la iglesia, llamando a los
musulmanes para se pongan a rezar. Esto sucede
cinco veces por día. La primera oración se realiza poco antes del amanecer y
dura hasta que sale el sol. Y la última es ya de noche.
Este llamado a la oración congrega a los musulmanes y a los
perros del terreno de en frente, que se ponen a aullar en una ronda con cada
llamado. Incluso empiezan a aullar justo antes de que lo haga el muaddin. Es
muy gracioso. Cuando terminan los cantos, los perros se quedan ahí como
pensando “¿ya está?”, y tardan un rato en volver a echarse.
Alguna gente me dijo que los tranquilizaba escuchar estos
cánticos. Yo no sé como eso puede tranquilizar a nadie. Los muaddines desafinan
en serio y además, es a propósito. Es como la gracia del cántico. Leí que los
cantos flamencos venían de ahí… Y podría ser tranquilamente, tienen el mismo
estilo. Pero por acá se escuchan como desde lejos. Molestan más las bocinas de
los barcos (¿se llaman bocinas?) que suenan cada tanto cuando se acercan a la
orilla. Y esas sí, retumban por toda la habitación.
…
El idioma es todo un asunto, por más que distingamos algunas
palabras. Descubrí que la clave es tener paciencia y no intentar aparentar ser
turco, porque, aunque parezca una locura, éste es el primer lugar donde nos
confunden con locales. Y, por acá, todos son muy conversadores.
Los turcos están lejos de ser esos señores con piel aceituna
y grandes bigotes que se nos instalaron en la mente vaya uno a saber cuándo.
Aunque también los hay de ese estilo, son más parecidos a los europeos. Tal vez
no a los alemanes, pero a los mediterráneos en general. Entonces, nos mezclamos
entre ellos sin destacarnos demasiado. Tan diferente de México y Perú, donde
andábamos como con un cartel en la frente… ¿quién lo iba a decir?
Un fin de semana me tocaron salidas típicas con el grupo de
los españoles, el nuevo gueto. Fuimos a comer a un elegante restaurant en el
centro, donde nos reímos de los bollos idiomáticos que se nos están haciendo en
el cerebro. En la mesa se oían frases como “no propin” (para referirse a que no
iban a dejar propina) o “more pain” (para pedir más pan). Palabras que, o no
pertenecen a ningún idioma, o usan varios idiomas a la vez… lo que no ayuda al
entendimiento. No sé si no será más útil olvidarnos alguno de los idiomas que
sabemos antes de ingresar uno nuevo. Más que bilingüe, me siento trabilingüe.
Cuando fuimos una noche a cenar pescado, al barrio de Moda, Ale
preguntaba “¿qué es esto?” y le respondían. En turco. Por supuesto que no
entendíamos una palabra de la respuesta. Así que era un esfuerzo en vano,
totalmente. Lo destacado de aquella noche fue que yo pedí más pan y un tenedor.
Qué lujo. ¡No me van a embromar con los cubiertos a mí!
…
Para hacer los trámites de la residencia nos pidieron fotos,
dieciséis cada uno. Las deben coleccionar. Así que fuimos a la casa de
fotografía más cercana pero mi marido no me dejó leer antes mi “Guía de
Turco”(y eso que había una página dedicada a la visita a la casa de fotografía
más cercana) y entramos así nomás. Sin preparación. Imposible, después del
“Merhaba” (hola) empezamos a señalar las fotos carnet como los monos. Los bueno
es que, cuando uno quiere comunicarse, lo logra. Y también que el fotógrafo
hablaba un poco de inglés. Un rato después, salimos con las dieciséis fotos y una
factura muy razonable (de precio, el tamaño era miniatura).
Viajamos a Ankara a hacer los trámites. Fuimos y vinimos en
el día porque el vuelo dura solo cuarenta minutos. Nos esperaba un auto en el
aeropuerto. Lo primero que me sorprendió de Ankara fue que había nieve por
todos lados. Y en medio de las grandes extensiones nevadas, algunos grupitos de
edificios. De a dos o tres, como saliendo de la nada. Y, más importante, a los
que no parecen llegar caminos ni rutas. Insólito. Es que el crecimiento
urbanístico de la ciudad está yendo un poco desparejo.
También vimos muchos edificios administrativos, como
ministerios y sedes del gobierno, pero el centro de Ankara no me pareció
demasiado lindo. Si tuviera que compararlo con algo, diría que es similar al
barrio porteño de Once, con apretados edificios de departamentos, muchos
negocios con sus productos en las veredas, y puestitos para comer cosas en la
calle. No voy a criticar mi queridísimo barrio de Once pero convengamos que
tiene una belleza exótica, no es para hacer turismo precisamente.
…
De vuelta en Estambul. Algunos de los barrios del lado
asiático, a contrario de lo que se pensaría, son más occidentales que los del
lado europeo. Pero no este barrio en el que estamos ahora, el de Üsküdar, que no
es turístico y sí, francamente, un poco
feo.
En estos barrios tan bonitos viven los gatos. Muchos, miles
de gatos. Es increíble la cantidad de gatos y de pájaros que contiene esta
ciudad. Lo de los pájaros lo entiendo, teniendo tanto puerto y tanto barco, se
esperan tantos pájaros. Pero los gatos, no sé. Vi a unas cuantas señoras
alimentando gatos al azar, puede que tenga que ver con eso.
Almorzamos en Bagdat Cadesi y miramos departamentos en busca
del nuevo hogar. Vimos algunos muy lindos… Uno colorinche y decorado como si
Federico Klem hubiera peleado con Marta Minujín. Y algunos verdaderamente feos.
De esos que, ni bien uno abre la puerta, tiene ganas de volver a cerrarla.
Además, como nos es tan dificultoso comunicarnos a veces, poco importaba que
les dijéramos que no nos llevaran a ver cosas sin ascensor. Así que nos
limitábamos a entrar en los departamentos erróneos y a desempeñar esa pequeña
obra teatral que consiste en decir “pero qué hermoso”, “si obviamos los agujeros,
está lindo el living ” y “me gusta el inodoro en diagonal, te da otra
perspectiva”. Nos terminábamos riendo, para variar. Si igual no entendían nada.
Confío en el criterio de mi marido, que tiene en mente una
cosa y vaga por los departamentos en busca de ese “algo”. Porque yo tiendo a
odiar (o, mejor dicho, me da lo mismo) cualquier clase de casa o departamento
en el que tenga que vivir, al menos durante las primeras semanas. Después se va
convirtiendo en un hogar, y eso ya lo arregla todo.
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