No sé. Es lo que veo por la ventana. Al principio
pensaba que iba a haber casas, puertas, autos. Pero solo hay un espacio vacío y
luego los árboles esos que forman un bosque. ¡Un bosque! Es que es insólito. No
lo puedo creer.
Ahí miré bien el bosque. No es un bosque, es un
cementerio. Y, entremedio de las tumbas y los sarcófagos, hay árboles. Me
pregunto si las raíces le hacen algo a los muertos ahí enterrados. Se deben
estar metiendo en los cajones, abriendo las tapas.
El espacio vacío sigue vacío. Pero ahora hay unos
camiones y ayer, cuando se ponía el sol,
distinguí una casita de chapas. Hasta me parece ver gente. ¿Serán los
dueños de los camiones o los cuidadores del cementerio?
El hombre que está en la puerta de la casucha me está
mirando. No sé como puede verme si estoy detrás de estos vidrios oscuros. Se
quedó ahí parado mirándome y después se metió dentro de la casa. Bueno, casa,
lo que se dice casa, no es… Es un cuadrado de chapas, no puede tener más de dos
metros de alto.
Los camiones no se mueven. Llevo días mirándolos pero
no se han movido ni un ápice. Están cubiertos de tierra como si no se hubieran
movido en mucho tiempo. Sin embargo, estoy segura que el primer día no los vi.
Estaba el espacio vacío sin los camiones ni la casucha.
Estaré loco, porque me parece que cada vez hay menos
árboles. Al principio era un bosque. Ahora casi los puedo contar. Son ciento
diecinueve, más o menos. Las tumbas no las puedo contar, deben ser miles. Y hay
gatos entre las tumbas que, de noche, duermen en los camiones. No los veo,
porque cuando oscurece, no se ve nada por la ventana. Pero sé que duermen en
los camiones. Hay marcas en la capa de tierra que los cubre.
Hoy no vi ni gatos ni al señor de la casucha. Solo
había un hombre que caminaba por el espacio vacío con bolsas. Una blanca y una
negra. Y arrastraba los pies, así que se le formaban nubes de tierra alrededor
mientras caminaba. Iba caminando lentamente hasta el final del espacio. Cuando
llegó al marco de mi ventana, desapareció.
Mientras dormía, me tocaron la puerta. Escuché el
ruido entre sueños y, cuando me desperté, ya no escuchaba nada. Se habían ido.
Pero yo sé quienes son. Son los que viven en la casucha, vienen a verme de
cerca porque saben que los miro y que escribo sobre ellos. Menos mal que dormía
porque no se me ocurre qué decirles.
Creo que los gatos vienen del cementerio. Cruzan el
espacio vacío para dormir en los camiones, pero vienen del cementerio y de los
árboles. Salen de adentro de las tumbas. Trepan por las raíces de los árboles y
llegan a la superficie. Me parece que la gente de la casucha les tiene miedo.
Cuando hay gatos no hay gente.
Ahora sé lo que llevaba el hombre en las bolsas. Eran
gatos. Uno blanco y uno negro. A veces los gatos se mueren durante la noche y las
personas los encuentran como dormidos, arriba de los camiones.
El señor de la casucha me estaba mirando de nuevo. Lo
saludé con la mano, sabiendo que era imposible que me viera a través de los
vidrios oscuros. Pero levantó la mano. Me asusté y cerré la cortina. Porque de
noche, ellos me ven a mí.
Cuando abrí las cortinas esta mañana no estaban los
camiones. Alguien me tocó la puerta y me di vuelta sin pensar en la gente de la
casucha. Puse la oreja en la puerta y escuché una respiración. No abrí.
Pasaron una cuantas horas y no pude con la curiosidad.
Detrás de la puerta había una bolsa. No me hizo falta mirar para saber lo que
había adentro. Malditas personas de la casucha. Maldito el hombre que levantaba
tierra con los pies. Él llevaba dos bolsas, ¿dónde está la otra?
Hoy salí de la habitación. Agarré la bolsa y caminé
por los pasillos, bajé las escaleras, llegué a la puerta principal. El espacio
vacío era más grande desde abajo, y no se veía el cementerio. Caminé por la
tierra, entre los camiones, y vi las marcas que dejan los gatos. Llegué a la
casucha y golpeé la puerta de chapa. El señor me abrió. “Al fin”, dijo y me
estiró la mano.
Le di la bolsa y me hizo señas de que entrara. Nos
paramos junto a una ventana que tenía la casucha, era mucho más chica que la
mía, la de la habitación. Miramos juntos hacia el cementerio. “Son ciento diecinueve
árboles”, me comentó. Y vimos como los gatos empezaban a salir de las tumbas.
…
Llevo unos meses viviendo en la casucha con el señor.
No sé que pensarán de mí los del hotel porque, aunque los primeros días me
sonaba el teléfono todo el tiempo, después ya no sonó más. A veces cuento las
ventanas hasta dar con la que es mi habitación, creo ver mis cosas y a la gente
de la limpieza, de vez en cuando.
El señor prepara té todo el tiempo. Tiene una estufa a
gas donde calienta el agua, también hace arroz y sopas. No sé si come eso
porque no tiene dientes, o es al revés. De cualquier manera, su dieta también
me está afectando a mí porque los pantalones me empiezan a quedar holgados y
siento los dientes flojos. Me los toco con la lengua constantemente mientras él
revuelve el arroz. Tengo ganas de gritarle “¡quiero carne!” pero sé que no me
contestaría.
Un día me habló, me contó sobre los gatos. Me dijo
“Vení que te cuento una historia” y empezó.
-Una vez había un gato salvaje que venía viajando
desde lejos. Se le hizo de noche mientras cruzaba un monte y, como no sabía
bien dónde estaba, se quedó a dormir ahí. Por la mañana vio que estaba cerca de
un pueblo. Entonces le dio curiosidad y se acercó, miró a la gente, olió sus
ollas y recibió sus caricias. Se quedó a vivir allí, en la comodidad.
Pero su espíritu salvaje lo traicionó, no pudo
entender que el gato dejara de cazar, que no arañara cuando los niños tiraban
de sus bigotes, que no le mostrara los dientes ni a los ratones. Y una noche,
mientras dormía, lo atrapó en un sueño turbulento.
El gato se sacudía con los ojos cerrados, sin poder
despertarse. Movía la cola que se acercaba peligrosamente a la chimenea. Se le
prendió fuego. Corrió por la casa y por el pueblo intentando apagarla, sin
darse cuenta que, a su camino, iba incendiando todo lo que tocaba. El pueblo
era de cañas, así que se quemó y, puesto que era muy tarde y todos dormían, también
se quemaron sus habitantes.
El gato aulló de pena cuando vio lo que había hecho. Y
no volvió a moverse, se murió sentado sobre las cenizas del pueblo que lo había
acogido. Los seres humanos hicieron un cementerio en ese lugar y nunca más
recibieron gatos en sus casas. En cambio, los gatos salvajes del mundo vienen
al cementerio cada día. Bajan a las tumbas a lamerle la cara a los muertos con
la esperanza de reconciliarse.
Lo miré cuando terminó de contar la historia. “Eso es
absurdo”, le dije. Pero no le interesó demasiado mi respuesta. Se puso a comer
arroz. Pensé en aquella vez en que me mandó un gato a la habitación, en una
bolsa. De repente no entendía nada. Me desesperé. “¿Por qué me mandó un gato?”,
le pregunté casi gritando.
Al principio pensé que no me hablaba porque no era
conversador. Y después me fui dando cuenta que, en realidad, me usa de oyente.
No tiene conversaciones conmigo, son monólogos. No me responde las preguntas
que hago. Le pregunté lo del gato en la bolsa muchas veces, también lo del
arroz. Nada. Un día lo sacudí, tomándolo violentamente de los hombros. Pero me
miró como si no me viera. Sonrió su sonrisa sin dientes y tuve que soltarlo. Es
como un niño este señor.
Algunas noches dormimos, cuando hay pocos gatos.
Porque al señor le gusta mirar a los gatos por la ventana, no sé si los aprecia
o, simplemente, los controla Y los camiones aparecen y desaparecen sin que yo
vea a nadie que los maneje. Esto es todo muy raro.
Hoy no me pude acordar por qué vine hasta acá. Miro la
ventana de mi habitación con un poco de nostalgia ahora. Tengo ganas de decirle
al señor que lo abandono, con sus gatos y su arroz. Con mis preguntas y sus
respuestas que no existen.
Me armé de coraje y volví a la habitación de hotel. No
dije nada, solo me alejé cuando el señor de la casucha salió con las bolsas, a
buscar a los gatos. Atravesé la puerta giratoria y el hombre de la recepción
estiró el cuello como para preguntarme algo. Yo saqué de mi bolsillo la llave
magnética y se la mostré, ofendido por su desconfianza. Tomé el ascensor y
caminé por los pasillos.
La habitación estaba igual. Lo primero que hice fue ir
al baño, me quería ver en el espejo. Me encontré flaco, peludo y de tonalidad
grisácea. Una inusual cantidad de champús y jabones se acumulaban en una hilera
al costado de las canillas. Como si la gente de la limpieza los hubiera seguido
poniendo día tras día. Pero nadie los usó.
Tenía 422 correos electrónicos que no abrí. Fui hasta
la ventana para mirar de nuevo al espacio vacío y a los camiones. No encontré
la casucha, me di cuenta de que ya no me era tan fácil orientarme desde acá
arriba. Un camión me vio y me pareció que se escondía detrás de los otros. Fue
yendo marcha atrás, lentamente, hasta quedar tapado. Detrás de los camiones, volví a ver el
cementerio. No había nada más.
Estoy pensando que todo esto parece una locura. Ahora
que estoy limpio, afeitado y que hace días que solo como carne, me entró la
duda de lo que estuve contando. El terreno vacío, los camiones y la casucha (sí,
la volví a encontrar) me parecen tan lejanos desde la habitación.
Hoy vi al señor, parado junto a los camiones. Miró
hacia donde estaba yo, pero no saludó con la mano ni hizo señas. No hay nada
que me indique si lo que conté fue cierto.
Ahora que volví a la habitación no sé si alguna vez fui hasta esa
casucha o no. ¿Y cómo explico lo de los champús y los jabones? Ojalá me hubiera
quedado esa maldita bolsa, me indicaría que no estuve alucinando.
Estoy mirando el cementerio por la ventana. Ya conté los
árboles dos veces, y sí, son ciento diecinueve. Voy a esperar a que se haga de
noche, para ver a los gatos saliendo de entre las tumbas. Tiene que ser verdad.
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