12 de abril de 2012

Invitados (con la continuación)


 No sé. Es lo que veo por la ventana. Al principio pensaba que iba a haber casas, puertas, autos. Pero solo hay un espacio vacío y luego los árboles esos que forman un bosque. ¡Un bosque! Es que es insólito. No lo puedo creer.

Ahí miré bien el bosque. No es un bosque, es un cementerio. Y, entremedio de las tumbas y los sarcófagos, hay árboles. Me pregunto si las raíces le hacen algo a los muertos ahí enterrados. Se deben estar metiendo en los cajones, abriendo las tapas.

El espacio vacío sigue vacío. Pero ahora hay unos camiones y ayer, cuando se ponía el sol,  distinguí una casita de chapas. Hasta me parece ver gente. ¿Serán los dueños de los camiones o los cuidadores del cementerio?

El hombre que está en la puerta de la casucha me está mirando. No sé como puede verme si estoy detrás de estos vidrios oscuros. Se quedó ahí parado mirándome y después se metió dentro de la casa. Bueno, casa, lo que se dice casa, no es… Es un cuadrado de chapas, no puede tener más de dos metros de alto.

Los camiones no se mueven. Llevo días mirándolos pero no se han movido ni un ápice. Están cubiertos de tierra como si no se hubieran movido en mucho tiempo. Sin embargo, estoy segura que el primer día no los vi. Estaba el espacio vacío sin los camiones ni la casucha.

Estaré loco, porque me parece que cada vez hay menos árboles. Al principio era un bosque. Ahora casi los puedo contar. Son ciento diecinueve, más o menos. Las tumbas no las puedo contar, deben ser miles. Y hay gatos entre las tumbas que, de noche, duermen en los camiones. No los veo, porque cuando oscurece, no se ve nada por la ventana. Pero sé que duermen en los camiones. Hay marcas en la capa de tierra que los cubre.

Hoy no vi ni gatos ni al señor de la casucha. Solo había un hombre que caminaba por el espacio vacío con bolsas. Una blanca y una negra. Y arrastraba los pies, así que se le formaban nubes de tierra alrededor mientras caminaba. Iba caminando lentamente hasta el final del espacio. Cuando llegó al marco de mi ventana, desapareció.

Mientras dormía, me tocaron la puerta. Escuché el ruido entre sueños y, cuando me desperté, ya no escuchaba nada. Se habían ido. Pero yo sé quienes son. Son los que viven en la casucha, vienen a verme de cerca porque saben que los miro y que escribo sobre ellos. Menos mal que dormía porque no se me ocurre qué decirles.

Creo que los gatos vienen del cementerio. Cruzan el espacio vacío para dormir en los camiones, pero vienen del cementerio y de los árboles. Salen de adentro de las tumbas. Trepan por las raíces de los árboles y llegan a la superficie. Me parece que la gente de la casucha les tiene miedo. Cuando hay gatos no hay gente.

Ahora sé lo que llevaba el hombre en las bolsas. Eran gatos. Uno blanco y uno negro. A veces los gatos se mueren durante la noche y las personas los encuentran como dormidos, arriba de los camiones.

El señor de la casucha me estaba mirando de nuevo. Lo saludé con la mano, sabiendo que era imposible que me viera a través de los vidrios oscuros. Pero levantó la mano. Me asusté y cerré la cortina. Porque de noche, ellos me ven a mí.

Cuando abrí las cortinas esta mañana no estaban los camiones. Alguien me tocó la puerta y me di vuelta sin pensar en la gente de la casucha. Puse la oreja en la puerta y escuché una respiración. No abrí.

Pasaron una cuantas horas y no pude con la curiosidad. Detrás de la puerta había una bolsa. No me hizo falta mirar para saber lo que había adentro. Malditas personas de la casucha. Maldito el hombre que levantaba tierra con los pies. Él llevaba dos bolsas, ¿dónde está la otra?

Hoy salí de la habitación. Agarré la bolsa y caminé por los pasillos, bajé las escaleras, llegué a la puerta principal. El espacio vacío era más grande desde abajo, y no se veía el cementerio. Caminé por la tierra, entre los camiones, y vi las marcas que dejan los gatos. Llegué a la casucha y golpeé la puerta de chapa. El señor me abrió. “Al fin”, dijo y me estiró la mano.

Le di la bolsa y me hizo señas de que entrara. Nos paramos junto a una ventana que tenía la casucha, era mucho más chica que la mía, la de la habitación. Miramos juntos hacia el cementerio. “Son ciento diecinueve árboles”, me comentó. Y vimos como los gatos empezaban a salir de las tumbas.


Llevo unos meses viviendo en la casucha con el señor. No sé que pensarán de mí los del hotel porque, aunque los primeros días me sonaba el teléfono todo el tiempo, después ya no sonó más. A veces cuento las ventanas hasta dar con la que es mi habitación, creo ver mis cosas y a la gente de la limpieza, de vez en cuando.

El señor prepara té todo el tiempo. Tiene una estufa a gas donde calienta el agua, también hace arroz y sopas. No sé si come eso porque no tiene dientes, o es al revés. De cualquier manera, su dieta también me está afectando a mí porque los pantalones me empiezan a quedar holgados y siento los dientes flojos. Me los toco con la lengua constantemente mientras él revuelve el arroz. Tengo ganas de gritarle “¡quiero carne!” pero sé que no me contestaría.

Un día me habló, me contó sobre los gatos. Me dijo “Vení que te cuento una historia” y empezó.

-Una vez había un gato salvaje que venía viajando desde lejos. Se le hizo de noche mientras cruzaba un monte y, como no sabía bien dónde estaba, se quedó a dormir ahí. Por la mañana vio que estaba cerca de un pueblo. Entonces le dio curiosidad y se acercó, miró a la gente, olió sus ollas y recibió sus caricias. Se quedó a vivir allí, en la comodidad.
Pero su espíritu salvaje lo traicionó, no pudo entender que el gato dejara de cazar, que no arañara cuando los niños tiraban de sus bigotes, que no le mostrara los dientes ni a los ratones. Y una noche, mientras dormía, lo atrapó en un sueño turbulento.
El gato se sacudía con los ojos cerrados, sin poder despertarse. Movía la cola que se acercaba peligrosamente a la chimenea. Se le prendió fuego. Corrió por la casa y por el pueblo intentando apagarla, sin darse cuenta que, a su camino, iba incendiando todo lo que tocaba. El pueblo era de cañas, así que se quemó y, puesto que era muy tarde y todos dormían, también se quemaron sus habitantes.
El gato aulló de pena cuando vio lo que había hecho. Y no volvió a moverse, se murió sentado sobre las cenizas del pueblo que lo había acogido. Los seres humanos hicieron un cementerio en ese lugar y nunca más recibieron gatos en sus casas. En cambio, los gatos salvajes del mundo vienen al cementerio cada día. Bajan a las tumbas a lamerle la cara a los muertos con la esperanza de reconciliarse.

Lo miré cuando terminó de contar la historia. “Eso es absurdo”, le dije. Pero no le interesó demasiado mi respuesta. Se puso a comer arroz. Pensé en aquella vez en que me mandó un gato a la habitación, en una bolsa. De repente no entendía nada. Me desesperé. “¿Por qué me mandó un gato?”, le pregunté casi gritando.

Al principio pensé que no me hablaba porque no era conversador. Y después me fui dando cuenta que, en realidad, me usa de oyente. No tiene conversaciones conmigo, son monólogos. No me responde las preguntas que hago. Le pregunté lo del gato en la bolsa muchas veces, también lo del arroz. Nada. Un día lo sacudí, tomándolo violentamente de los hombros. Pero me miró como si no me viera. Sonrió su sonrisa sin dientes y tuve que soltarlo. Es como un niño este señor.

Algunas noches dormimos, cuando hay pocos gatos. Porque al señor le gusta mirar a los gatos por la ventana, no sé si los aprecia o, simplemente, los controla Y los camiones aparecen y desaparecen sin que yo vea a nadie que los maneje. Esto es todo muy raro.

Hoy no me pude acordar por qué vine hasta acá. Miro la ventana de mi habitación con un poco de nostalgia ahora. Tengo ganas de decirle al señor que lo abandono, con sus gatos y su arroz. Con mis preguntas y sus respuestas que no existen.

Me armé de coraje y volví a la habitación de hotel. No dije nada, solo me alejé cuando el señor de la casucha salió con las bolsas, a buscar a los gatos. Atravesé la puerta giratoria y el hombre de la recepción estiró el cuello como para preguntarme algo. Yo saqué de mi bolsillo la llave magnética y se la mostré, ofendido por su desconfianza. Tomé el ascensor y caminé por los pasillos.

La habitación estaba igual. Lo primero que hice fue ir al baño, me quería ver en el espejo. Me encontré flaco, peludo y de tonalidad grisácea. Una inusual cantidad de champús y jabones se acumulaban en una hilera al costado de las canillas. Como si la gente de la limpieza los hubiera seguido poniendo día tras día. Pero nadie los usó.

Tenía 422 correos electrónicos que no abrí. Fui hasta la ventana para mirar de nuevo al espacio vacío y a los camiones. No encontré la casucha, me di cuenta de que ya no me era tan fácil orientarme desde acá arriba. Un camión me vio y me pareció que se escondía detrás de los otros. Fue yendo marcha atrás, lentamente, hasta quedar tapado.  Detrás de los camiones, volví a ver el cementerio. No había nada más.

Estoy pensando que todo esto parece una locura. Ahora que estoy limpio, afeitado y que hace días que solo como carne, me entró la duda de lo que estuve contando. El terreno vacío, los camiones y la casucha (sí, la volví a encontrar) me parecen tan lejanos desde la habitación.

Hoy vi al señor, parado junto a los camiones. Miró hacia donde estaba yo, pero no saludó con la mano ni hizo señas. No hay nada que me indique si lo que conté fue cierto.  Ahora que volví a la habitación no sé si alguna vez fui hasta esa casucha o no. ¿Y cómo explico lo de los champús y los jabones? Ojalá me hubiera quedado esa maldita bolsa, me indicaría que no estuve alucinando.

Estoy mirando el cementerio por la ventana. Ya conté los árboles dos veces, y sí, son ciento diecinueve. Voy a esperar a que se haga de noche, para ver a los gatos saliendo de entre las tumbas. Tiene que ser verdad.

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