26 de octubre de 2012

Magdalena en tres actos


Un día con Magdalena

Magdalena quiere que la llamen “Maggie”, pero nadie lo hace. Algunos porque no tienen suficiente intimidad y otros porque no quieren tenerla.

Hubo una época en que su nombre (tampoco ahí era Maggie, porque Magdalena sonaba más glamoroso) decoró las carteleras de algunos teatros de París. Protagonizó una sola obra famosa “La dueña de los caballos”, donde hacía de una apasionada heredera que dejaba todo para dedicarse a aquello que más amaba: los caballos; pero el éxito de la obra se debió, probablemente, a que su personaje tenía un fuerte tono lésbico.

En aquella época, Magdalena era delgada y llamativa; tenía el cabello rojizo largo y unos atributos que pocos hombres podían dignarse a ignorar. Se ponía pestañas postizas todos los días y, antes de dormir, cepillaba su pelo.

Luego del corto éxito teatral (que aún así llegó a todos los rincones de París, con lo cual disfrutó de su fama con amplitud) protagonizó otras obras menos conocidas. Invirtió todas sus ganancias de “La dueña de los caballos” en comprarse el departamento de sus sueños en el centro de la ciudad.

A medida que fue envejeciendo, la invitaron a trabajar en algunas series de televisión haciendo papeles como “la madre de”. Aunque disfrutó su paso por la pantalla pequeña, nunca se reconcilió con la poca espontaneidad que resultaba de poder filmar una y otra vez las mismas escenas.

Le gustaban los gatos, pero su ajetreada vida de actriz no le permitía tener uno. Cuando al fin se decidió, luego de una catastrófica semana de picores y ojos llorosos, descubrió que era alérgica. Se negó a aceptar el diagnóstico, sin embargo nunca volvió a comprarse otro gato, solo se permitía acariciar algunos por la calle (y luego, secretamente, lavarse las manos). En cambio, se dedicó a decorar su casa con figuras, cuadritos y dibujos de todos esos felinos que no podía tener.

Cuando se despidió de la actuación y se quedó sin nada que hacer, una amiga la convenció de que empezaran juntas un taller de escritura. Magdalena descubrió entonces una pasión tardía y quiso ser una escritora. Con el tiempo, se ganó el cariño de la ejecutiva de una revista, en la que ahora escribe columnas sobre París para la tercera edad. Muchas veces comenzó a escribir sus memorias, pero nunca pasó del título: “Maggie”, quizás sea porque a ella tampoco le recuerda a sí misma.

Sigue viviendo en su piso, aunque luego de tantos años, le cuesta un poco definir qué lo convertía en el departamento de sus sueños. Desde allí, en lo alto de un edificio con muchas capas de pintura, ve un pedacito de los jardines de Luxemburgo mientras escribe. Todavía cepilla su pelo (que ahora es una trenza gris larga hasta la cintura) antes de dormir pero ya no usa las pestañas postizas porque interfieren con sus anteojos de leer.




La mujer de mis sueños

Corría el año 1942 cuando tuve la fortuna de acudir a uno de los restaurantes más exquisitos de París. Solo estaba de paso por allí y un amigo que deseaba mostrarme los encantos de la ciudad me invitó a cenar.

Las pequeñas mesas (en esa época no se consideraban elegantes las mesas para más de cuatro personas) estaban cubiertas por hermosos manteles de brocato italiano y tenían un clavel en el centro. El ambiente era sublime, una suave penumbra, música clásica de fondo y el lejano tintineo de los cubiertos sobre la porcelana.

Mientras comíamos el segundo plato, un delicado soufflé de camembert e higos, una risa resonó por toda la habitación. Mi amigo me señaló una preciosa joven que estaba sentada al otro lado del restaurante. “Es Magdalena Ferré- dijo volteando los ojos- la actriz del momento.” Lo dijo con desdén: solíamos burlarnos de esa clase de artistas que saltaban al estrellato parisino del día a la noche.

Ella, ni bien se percató de su error, se cubrió la boca con los dedos, mostrando unas cuidadas uñas rojas que hacían juego con su pelo, y miró a su alrededor agitando aquellas pestañas como plumas negras. Nadie osó hacer ni una mueca desaprobatoria.

Pese a lo agradable de la velada que compartíamos, a partir de ese momento solo tuve ojos para ella. No recuerdo qué comimos de postre, pero sí cómo sus dedos jugaban con la servilleta que tenía en la falda, la enroscaba y la desenroscaba. Su acompañante hablaba sin parar y ella asentía educadamente.

Cuando me despedí de mi amigo aquella noche, y aunque me había acompañado hasta la puerta del hotel en el que me hospedaba, volví al restaurante casi corriendo deseando que no se hubiera ido todavía.

La vi subir a un auto. Se deslizó en el asiento del acompañante como flotando y recogió su falda mientras le cerraban la puerta. Antes de desaparecer dentro, levantó su rostro sonrojado por el frío y me miró. Por un momento pareció sorprendida, quizás reconoció en mi mirada la desesperación, la voracidad. Pero luego pestañeó lentamente y me sonrió. Incapaz de hacer nada más que observarla desde la esquina, articulé un minúsculo “adiós” a la vez que levantaba una mano a modo de saludo.

A veces todo lo que un hombre necesita para soñar con las cosas más maravillosas es una sonrisa. Desde aquel día me convertí en su ferviente admirador. Fui a todas las funciones de “La dueña de los caballos” y reía por lo bajo cuando notaba un error o una pausa demasiado larga. Me sentía su cómplice. También fui a ver las otras obras, menos populares, y grabé los episodios de televisión en los que apareció.

Le escribí cartas donde le contaba lo mucho que apreciaba su actuación en tal o cual escena, lo bello del decorado en ese teatro o la elegancia de su atuendo en aquel personaje.

Los domingos leemos su columna de recomendaciones en París. Mi pareja desde hace veinte años, Juan Alberto, no entiende mi fascinación con aquella mujer. Yo tampoco la entiendo, solo sé que me hace soñar.


Maggie

Acompañé a una amiga a vaciar el departamento de su tía abuela. Hacía años que nadie entraba, así que olía a encierro y a talco. Nos entretuvimos toda la tarde empaquetando sus miles de adornos de gatos hasta que, en el fondo de un armario, encontramos un cajón lleno de fotos y papeles. Pensamos que tal vez hubiera algún documento importante así que vaciamos el contenido sobre la cama y nos pusimos a leer. Inmediatamente me atrajo un cuaderno que decía “Mis memorias” en el que descubrí la siguiente historia. Me resultó imposible comprobar si era cierta o no (mi amiga poco sabía de su parienta), así que la transcribo con la esperanza de que alguien la reconozca.

“Mi recuerdo más hermoso es aquel en el que se abría el telón y me encontraba sentada en una butaca llorando amargamente la muerte de mi padre. 78 minutos después (algunos más si Micaela olvidaba su parte) se cerraba y yo oía maravillada los aplausos del público. Los esperaba con ansiedad, me sacudían por dentro. Todavía sueño con ellos.

Mi vida como actriz me dejó algunas cicatrices, una de ellas es la dificultad para distinguir entre mis personajes y yo. Cuando recuerdo mi juventud y las obras en las que actué, no puedo separar la realidad del guión, las emociones fingidas de las reales. Como si la verdadera Magdalena Ferré estuviera compuesta por muchas otras mujeres.

Cuando comencé en el mundo de la actuación tenía 18 años y acababa de llegar a París. Una tía de mi madre había aceptado acogerme en su casa mientras yo estudiaba interpretación. Todavía no estaba en el segundo año cuando un profesor me recomendó para una compañía de teatro que ensayaba en Montparnasse. Allá fui y empecé a actuar en pequeños papeles de obras conocidas. La primera todavía la recuerdo, fue “El Mercader de Venecia”. No teníamos mucho éxito, pero suficiente gente acudía a vernos como para que fuera rentable. A mí me pagaban muy poco de todas maneras, así que seguí viviendo con mi tía abuela por unos años más.

Un día llegó un guión a manos de nuestro director que lo entusiasmó particularmente. Me dio mi primer papel protagónico. En él tenía que hacer una escena desnuda. Tiempo después, cuando me puse a pensar en aquello, comprendí que el director me había elegido especialmente porque ninguna actriz “seria” hubiera aceptado el papel. Pero yo nunca le di demasiadas vueltas al asunto, sobre todo porque era joven y bella, así que lo hice.

En el estreno de la obra, que se llamaba “Osiris”, había un productor teatral en busca de nuevos talentos. Había ido con su esposa, sin embargo se enamoró de mí. Así pasé de aquella pequeña compañía a un gran teatro. Obtuve mi segundo papel protagónico a pesar de estar en un ambiente de gran competencia. Mi belleza ayudaba, evidentemente. Los hombres empezaban a adorarme y las mujeres tomaban distancia.

“La dueña de los caballos” fue un éxito desde el primer día. Cuando oí los aplausos de la gente detrás del telón, se me cayeron las lágrimas y amé esta profesión más que a nada en el mundo. Dicen que todo París vio la obra. Yo solo sé que me reconocían en todos lados. Fue mi época de esplendor, me invitaban a cenar en los mejores restaurantes, las tiendas de moda enviaban vestidos a mi casa, iba a la ópera del brazo de los hombres más codiciados de la ciudad. Compré un departamento increíble con vista a los jardines de Luxemburgo y dejé a mi tía abuela luego de llenarla de regalos.

Luego de un tiempo (no hay nada más efímero que la fama), el éxito se fue diluyendo. Participé de otras obras en teatros más pequeños de las que estuve igualmente orgullosa. Más tarde pasé por la televisión donde supe presentarme como una asentada actriz madura. A los productores les gustó eso y fui madre, tía y hasta hada madrina en algunas series de moda.

Pronto desaparecieron los hombres y con ellos, mi cintura. O quizás fuera al revés, ya no me acuerdo. Pero una mañana me desperté con la sensación de que todo se había acabado para mi y que era imposible recuperar aquel glamour de cuando era joven. Me deprimí (en ese momento, en realidad solo estaba triste y desganada, pero ahora sé hay un nombre para ello). Me desesperó la soledad y, necesitada de cariño, me compré un gato. Siempre me gustaron aquellos animalitos y tal vez me parecieron los acompañantes ideales para comenzar mi vejez. Pero Monsieur Monet me dio alergia. ¿Cómo puede una pasarse la vida sin saber que es alérgica a los gatos? Se lo regalé a una vecina que estaba tan sola como yo y me dediqué, en cambio, a comprar adornos y cuadritos de lo más inofensivos.

Mi querida amiga Micaela (aquella que se olvidaba el guión) me inscribió en un taller de escritura y eso me hizo volver a la vida. Solo necesité una clase para sentirme como la Magdalena de antes. Descubrí, a través de las palabras escritas, una nueva manera de contar historias, de volver a encarnar personajes. En definitiva, encontré otra forma de volver a tener un público, aunque éste no aplaudiera al final de cada actuación. “


4 comentarios:

  1. maravilloso!!Felicitaciones muñeca de la tia cholula!!!!

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    1. Gracias, tía cholula!!!
      Que buenos lectores que tengo... jaja

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  2. Hola guapísima!, pasaba a saludarte y de paso agradecerte tu colaboración en la antología navideña, ha sido un hermosísimo geste de tu parte! >.<

    Saludos guapa, y lo dicho, gracias por todo!, muak!

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    1. Gracias, Dulce!!
      Encantada de ayudarlas =)
      Leí muy buenos relatos por ahí... Espero que sea un éxito!

      Besos a todas!

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