Lo primero que vimos de Suiza, luego de pasar brevemente por
el Principado de Lietchtenstein (un paraíso fiscal y una estafa de país), fue
el lago de Zúrich, llamado Zürichsee, increíblemente turquesa, rodeado de
montañas, desde cuyos picos caen pequeñas cascadas de agua de deshielo.
Zúrich es una de las ciudades más caras que visité. Por la
módica suma de 90 euros por noche, nos quedamos en un horripilante hotel, lejos
del centro y cerca de la zona roja (que nos sorprendió con una prosperidad que no
hubiéramos imaginado en esta ciudad).
El centro histórico es muy chico y se recorre con facilidad.
Aunque los zuriqueses tratan de sacar el mayor provecho a los atractivos de la
ciudad, de los cuales el mayor es el lago, resulta una ciudad no del todo satisfactoria
para hacer turismo: hay pocas cosas que ver.
Por suerte, nosotros contábamos con un guía personal, un
amigo de Ale que vive allá hace unos años y que nos contó sobre la vida allí,
las delicias de los locales y todo lo que teníamos que visitar.
Empezamos por lo que nos quedaba cerca, la llamada “playa de
Zúrich” en el río Limmat. Antes de contarles esto, debería hacer una breve
introducción: en Suiza la gente vive bien, muy bien, con modernidad, civismo y
prolijidad. Tanto es así que, cuando hubo un referendum para averiguar si la
población quería seis semanas de vacaciones (en vez de cuatro) salió que no. En
este ambiente de ciudad perfecta, se pone de moda, para variar, lo imperfecto.
Así que allá fuimos a la “playa”. El barrio raro, un poco abandonado (o daba la
impresión), con grafitis en las paredes y los pastos altos como aquellos de
Jurasic Park. En medio de todo esto, unos bolichitos colorinches despintados,
unas gradas hechas de alambre y algunas mesitas de plástico. Había escaleritas que
bajaban al río verde, caudaloso, con algas y una lata de cerveza flotando.
Listo. Ahí tienen: una playa. Si lo hubiera inventado un argentino, le
encontraría más sentido.
Nos dirigimos al centro de la ciudad, pasando por el parque
de Platz-promenade y por la estación Hauptbahnhof. En la parte histórica, se
pueden ver las dos catedrales Grössmünster y Fraumünster, la iglesia de St.
Peter kirche, la Municipalidad y la Ópera.
Con la religión tienen una historia curiosa porque, entre la
población suiza hay partes casi iguales (y a la vez, muy bajas, aproximadamente
del 30%) de católicos y protestantes, y un alto porcentaje (25%) de zuriqueses
se consideran non-denominational, lo
que doy en traducir como “sin religión”. Así que la vida religiosa forma parte
del ámbito más bien privado de los habitantes y las iglesias quedan, como
siempre, como ícono turístico.
Tomamos un ferry para hacer un hermoso recorrido por el
lago. El lago de Zúrich, con los Alpes nevados detrás completando el asombroso
paisaje, es la zona residencial preferida por los locales. Una tras otra se
suceden imponentes casas con jardines y su propio embarcadero. Los zuriqueses
disfrutan del sol y del verano. Hay muchas actividades al aire libre en las que
suele participar una gran parte de la población. Cuando estuvimos, vimos una
inmensa maratón en patines que recorría la ciudad a medianoche. Y nuestro amigo
nos contó de otras, como la bajada por el río (aquel verde) en patito de hule
gigante o el cruce del lago a nado (en el que participan miles de personas de
todas las edades).
Una de las plazas más famosas de la ciudad es la de
Paradeplatz, donde se encuentra la reconocida chocolatería Sprüngli . Por
supuesto que entramos a elegirnos algo. Todo se veía tan delicioso y era tan
grande y suculento que parecía hecho para fascinar más que para comer. Nos
elegimos una barra de chocolate con cranberries que pesaba una tonelada y nos
la fuimos comiendo por la elegante calle de Bahnhofstrasse mientras se nos
empezaba a derretir entre los dedos.
La calle Bahnhofstrasse es famosa por ser la de grandes
marcas, una de esas calles como las que hay en todas las capitales del mundo,
que huelen a perfume y a dinero. Curiosamente, desemboca en la estación de tren
Hauptbahnhof, que es muy bonita también, con una mezcla entre estación de tren
antigua y elementos modernos. Lejos de nuestra asociación cerebral “estación de
tren-zona fea de la ciudad”.
Las calles de Zúrich son muy pintorescas. Tienen edificios
elegantes de colores pastel, calles de adoquines rústicos, pequeñas tiendas
como sacadas de las películas. Pero no hay demasiada gente ni demasiado
movimiento. La vida en Zúrich está, durante las estaciones cálidas, en las
cercanías del lago. En la costanera se reúnen jóvenes y oficinistas que comen
su almuerzo sentados en bancos de madera, mirando al agua. Lo que les sobra, se
lo tiran a los cisnes que se acercan nadando con parsimonia hasta la gente con
comida o con envoltorios ruidosos.
Todo es calmo, prolijo, ordenado. Demasiado estructurada es
la ciudad y la gente como para considerarlo un lugar cálido o divertido. Fuera
de la zona adyacente al lago y del centro histórico (que son barrios hermosos),
tampoco es tan linda ciudad. Me pasó que aquello que esperaba de Suiza, lo
encontré, en cambio, en Austria. Me esperaba a Suiza toda prolija y toda
limpia, toda funcional, toda linda. Y debo decir que, aunque cumpla todos los
demás adjetivos, Zúrich no es toda linda.
Hay ventajas, por supuesto, de vivir en Zúrich… Los sueldos
son acordes a los precios, todo funciona a la perfección (como un reloj suizo),
es un lugar muy tranquilo y a la vez uno de los mayores centros financieros del
mundo, hay gente de todas las nacionalidades y la ciudad siempre está
organizando actividades culturales o deportivas en las que participar.
Por resaltar otro aspecto interesante, los perros no ladran
(de hecho, quien quiere tener un perro, debe hacer un curso de entrenamiento
para obtener una licencia especial). Vendría bien hacer eso con la gente que
quiere tener hijos también. Tan civilizados son los perros que hasta tienen
permitido el acceso a la mayoría de los sitios. Perros suizos, ¿qué se le va a
hacer?
Por el lado de visita gastronómica, nadie puede irse de
Suiza sin probar la famosa fondeu. La televisión continuamente nos recomendaba
el restaurant “Swiss Chuchi”, cuyo nombre nos parecía sumamente gracioso y
además era el único que lográbamos recordar, así que allá fuimos. Después de
dos deliciosas cacerolas llenas de queso en la que mojamos unos cuadrados como
de pan de campo, estuvimos listos para despedirnos. Pero aún faltaba el grand finale: nuestro amigo nos llevó de
copas al bar del Observatorio, donde tomamos el trago de moda de este verano, llamado
“Hugo”, mientras mirábamos la increíble vista desde lo alto de la ciudad.
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