Érase una vez, un pequeño
pueblo en medio de una enorme extensión de campo. Vivían pocas personas en
aquel lugar, un par de cientos. Eran los hijos de los hijos, y los nietos de
los nietos aquellas familias que lo habían fundado muchos años atrás.
Cada tanto aparecía alguna
carreta traqueteando por la polvorosa calle de tierra, la misma que cruzaba los
campos sembrados y terminaba en el pueblo. La carreta más esperada era la del
señor Wong porque traía todo tipo de artilugios y modernidades de las grandes
ciudades. Se instalaba por unos cuantos días en el pueblo y la gente se
regocijaba revolviendo sus baúles llenos de cosas.
Las preguntas más frecuentes
solían ser “Qué es esto, señor Wong?” o “Para qué sirve aquello?”. Pero tarde o
temprano todo el mundo encontraba en los baúles algo que comprar y llevarse a
sus casas. Podía haber en ellos ropas, utensilios de cocina, tintas, pastiches
medicinales, licores añejos, hasta libros y publicaciones varias.
El señor Wong, que no era ningún
tonto, llamaba primero en las casas de las familias más adineradas del pueblo,
para luego instalarse cómodamente en una esquina de la plaza. Las señoras
pudientes y sus hijas tenían el privilegio de ser las primeras en revisar sus
baúles y quedarse con las telas más finas y los elementos más deseados.
Un día de verano, en las
primeras horas de la tarde, cuando todavía los habitantes estaban guardados en
la fresca oscuridad de sus casas, se vio a lo lejos en la carretera una
polvareda que indicaba la llegada de una carreta. A los pocos minutos fue fácil
determinar que era la del señor Wong, decorada con sus múltiples banderines de
colores. El chico que cuidaba los caballos en la granja de la familia Monserrat
corrió hasta la casa, entró por la cocina y se apresuró a dar la noticia a las
mujeres que preparaban ya la cena.
Cuando la carreta se hubo
detenido en la entrada de su casa, el señor Monserrat abrió la puerta con lentitud,
detrás suyo asomaron su esposa e hijas con caras ansiosas.
-Señor Wong- dijo el señor
Monserrat al ver aparecer al comerciante, que salía por la pequeña puerta del
carruaje-, estamos encantados de recibirlo. Por favor, tenga a bien pasar y
tomar un té.
-Gracias, muchas gracias-
repitió el señor Wong que, sin importar cuánto tiempo hacía que se trataba con
estas familias, nunca se sentía cómodo en sus hogares.
Mientras los señores pasaban
a la sala de estar y se sentaban en los sillones a tomar el té, el mayordomo de
los Monserrat y el chofer del señor Wong descargaron tres baúles que ubicaron
en las alfombras de la salita.
La señora Monserrat y sus
hijas aguardaron con angustiosa impaciencia a que terminara la ceremonia del
té. Bebían sus tacitas de porcelana y mordisqueaban bizcochos de manteca
mientras el dueño de casa averiguaba las novedades de las grandes ciudades. El
señor Wong también bebía té y, como hacía mucho calor ese día, se pasaba cada
tanto un pañuelo por la frente para secarse las gotas de sudor que iban
apareciendo.
Un rato más tarde, mientras
las hijas admiraban vestidos y abalorios de vidrio, el mercader apartó al señor
Monserrat para mostrarle lo que llamó “el objeto más importante a la venta”. Se
trataba de una cinta de película en blanco y negro, y un pequeño proyector. Era
también el objeto más caro y el señor Wong tenía toda la intención de venderlo
cuanto antes para solventar los gastos de su estadía.
-La película es una
adaptación de la obra teatral de William Shakespeare. Es muda y está en blanco
y negro, pero se ve perfectamente y entretiene al público de todas las edades
–comentó el señor Wong-. Le aseguro que será un éxito entre sus familiares y
amigos. Y prometo traerle más películas cada vez que venga.
El señor Monserrat aparentó
meditarlo un poco, observó a sus hijas que le lanzaban miradas aprobatorias y
luego a su mujer que asintió imperceptiblemente. Probaron el proyector en la
cocina de la casa, ya que las otras paredes tenían empapelados floreados que
distorsionaban la imagen. Contentos con el resultado, pagaron al señor Wong
todas su adquisiciones y lo dejaron continuar su recorrido.
Una semana después, el señor
Monserrat decidió hacer una gran fiesta para celebrar el vigésimo primer
cumpleaños de su hija mayor y, como era costumbre en un pueblo tan pequeño,
invitó a todo el mundo. En el patio de la casa pusieron mesas repletas de
comida y sillas para los invitados mayores. El acontecimiento de la noche,
luego de servir la torta, era la presentación de una película que iban a
proyectar en la pared del molino, contiguo al patio de lajas donde se celebraba
la fiesta.
Con el público expectante, se
apagaron todas las luces y la homenajeada tuvo el honor de poner en funcionamiento
el proyector. Después de una serie de rayas blancas y negras, aparecieron las
primeras imágenes.
Mientras todos miraban la
película con asombro, Horacio, al que llamaban “el tonto del pueblo”, quedó
fascinado por una imagen: un hombre elegantemente vestido sostenía con su mano
en lo alto, una calavera.
Al otro día, y para regocijo
de todos los que se lo cruzaron esa mañana, apareció Horacio vistiendo un
curioso atuendo negro con volantes blancos y llevando, cómo no, en la mano una
calavera. Algunos se rieron, muchas señoras voltearon la vista espantadas y el
florista, que estaba leyendo un artículo en el momento que Horacio pasó cerca,
le pidió si podía ver la calavera, a lo que el tonto accedió encantado.
Ese día todo el pueblo estuvo
hablando de ello, sin poder averiguar demasiado al respecto, ya que Horacio no
hablaba ni una palabra coherente, solo asentía con la cabeza o simplemente salía
corriendo cuando algo lo incomodaba.
Si, en su recorrido por el
pueblo, Horacio veía que se formaba un pequeño público de admiradores, se
paraba en seco y adoptaba con pomposidad la misma posición que había visto en
aquella película: estiraba su brazo y sostenía en alto la calavera, a la vez
que flexionaba una rodilla hasta llegar al suelo. Casi como si le estuviera
proponiendo matrimonio a alguien. Luego de recibir unos cuantos aplausos y
vítores (porque, después de todo, la gente del pueblo le tenía cariño) seguía
vagando por ahí en busca de vaya a saber uno qué.
Muchos años pasaron desde
aquel día y sin embargo Horacio nunca dejó la calavera. Andaba con ella a
cuestas siempre, se volvió parte de su persona. A veces la dejaba apoyada en el
mostrador mientras tomaba la merienda en la panadería y las señoras que
entraban a comprar el pan se horrorizaban y pedían al panadero que le dijera
algo. Si se cansaba de llevarla en la mano, se la ponía debajo de la camisa y
parecía una mujer embarazada. Otras veces, se la olvidaba en algún sitio y al
rato se lo veía correr a toda velocidad por el pueblo hasta que daba con su
nefasto accesorio. Una sola vez se le cayó y rodó calle abajo hasta toparse con
un árbol: por suerte, no se rompió.
Bastante tiempo después, el
anciano señor Monserrat contaba esta historia a un grupo de hombres que bebían
con él en un bar. Alguien, de pronto, le preguntó:
-¿Y qué fue de la vida de
Horacio?
-Nos hicimos amigos, mire
usted- contestó el señor Monserrat-. Después de lo que pasó en aquel pueblo (se
refería al terrible incendio que acabó con casi toda la población) fuimos los
únicos que quedamos. Él porque en seguida se echó a correr por el campo con la
bendita calavera y yo, porque me había ido a esconder al molino para beber
ginebra.
Los oyentes asintieron. Ellos
también se habían escondido alguna vez con una furtiva botella bajo las ropas.
Ninguno conocía al señor Monserrat pero, con esa sabiduría que abunda en los
bares para reconocer las razones por las que alguien bebe, sabían que el viejo
no mentía. Contaba su historia, como todos los demás.
-Era una buena compañía para
mí- siguió, animado por el silencio-, hablaba poco y me escuchaba por horas
mientras yo repetía las mismas historias. Cuando ya la ginebra acababa conmigo,
me tendía en el camastro.
El mismo señor que había
hablado antes, que retenía de la historia poco más que los personajes
principales (ya era tarde, todos iban por su copa número infinito y las
preguntas se volvían cada vez más inconexas), inquirió:
-¿Preguntó a su amigo algo sobre el origen de
aquella calavera?
- Si-
contestó el anciano-, una vez. Y a modo de respuesta se señaló a sí mismo. Aún
con la mente turbia por el alcohol, me pareció extraño, así que tiempo después
averigüé que la había robado a un muerto con su mismo nombre: Horacio. Tenía escrita una extraña frase en su lápida: “Arderán aquellos que no supieron
entender”.
¡Muy bueno! Un beso grande,Lou
ResponderEliminarGracias, Lou!! Besos
ResponderEliminar