Caminaban por el desierto con los pies pesados. Iban
arrastrando un poco de arena a cada paso que daban, dejando detrás suyo huecos
y líneas en el suelo. El rastro a la distancia formaba una línea muy larga que
cruzaba las dunas y trazaba un camino en diagonal por el desierto. El sol se
estaba poniendo y la arena, que antes había sido amarilla, se volvía naranja.
De pronto se empezó a escuchar el ruido del viento, un
sonido profundo y largo, que venía desde algún lugar. Se sentaron en el piso
uno al lado del otro, cubriéndose las piernas con sus ropas y la cara con la
tela de los turbantes, bajaron las cabezas y esperaron en silencio. Sopló el
viento durante muchos minutos, otra persona hubiera pensado que fueron horas,
pero la gente del desierto conocía el paso del tiempo, había aprendido a
descifrarlo en las pequeñas cosas: la sombra de una piedra, el movimiento de
las dunas, los colores de la arena.
Cuando se pusieron de pie y se quitaron la tela que les
tapaba la vista, el viento había dejado de soplar y la arena volvía lentamente
a su lugar, borrando el antiguo camino trazado por las huellas de los dos.
Antes de continuar, miraron alrededor, como orientándose. Ninguno de ellos
habló, pero el mayor hizo una pequeñísima inclinación con la cabeza que llamó
la atención del otro hacia un punto en el desierto, al pie de una duna, mucho
más adelante de donde se encontraban.
A medida que se acercaron el punto empezó a tomar forma,
nunca habían visto algo así pero les parecía una casa. Era blanca, de dos pisos, con un jardín
alrededor y una cerca de madera también blanca. Cuando llegaron a la altura de
la cerca, vieron la pequeña puerta: conducía al camino de piedras que separaba
en dos el pasto del jardín. Era la primera vez que veían pasto, así que les
costó quitarle los ojos de encima. El camino terminaba en unos escalones que
subían a la galería de la casa, donde una señora se balanceaba sentada en una
mecedora.
Se quedaron ahí parados, todas sus alarmas cerebrales
encendidas, pero incapaces de determinar una sola cosa amenazadora. No dejaban
de mirar alternadamente, el pasto y a la nube de pelo blanco de la señora, que
se mecía adelante y atrás mientras las maderas del piso crujían lánguidamente. La
señora de pronto levantó la vista y, mirándolos por encima de unos anteojitos
de medialuna, les dijo: “Bienvenidos, los estaba esperando”. Los jóvenes se
miraron sorprendidos.
Ella dejó a un lado su tejido y se puso de pie. “¡Vengan!-
insistió haciendo ademanes con la mano, “Vamos, no se queden ahí parados.”
Los dos hermanos observaron la puerta con detenimiento hasta
que entendieron el mecanismo. Quitaron la traba metálica y caminaron como
autómatas por el camino de piedritas, que se sintió un alivio después de estar
hundiendo los pies en la arena por tantos días seguidos. El mayor se dirigía a
la galería, con la vista fija en la señora, así que no vio cuando el menor, que
iba unos pasos detrás de él, se agachó y pasó la mano suavemente por la
superficie del pasto, como acariciándolo.
En unos pocos segundos llegaron hasta la casa y subieron los
escalones. La señora, que hasta ese momento los estudiaba con la mirada, abrió
primero una puerta de mosquitero metálico y luego, con un poco de dificultad,
la otra de madera blanca. Tiró de la manga del mayor, algo le indicaba que se
abstuviera de tocarlos todavía, para que pasara al interior.
Lo que vieron adentro los impresionó aún más de lo que
esperaban. Si bien la visión de la casa blanca con jardín en medio del desierto
les había causado una sorpresa extraordinaria, no podían evitar sentir en algún
lugar de su mente, en alguna parte perdida de su cerebro, que la imagen les era
familiar. Pero el interior de la casa no existía ni en sus más absurdas
fantasías.
Todo parecía brillar con luces de colores que se prendían y se
apagaban. Hileras de pequeños foquitos de colores decoraban el techo, los
marcos de las ventanas, las patas de las sillas y el contorno de la chimenea.
Luego había un gran árbol, tan alto que llegaba hasta el techo, en un rincón de
la habitación. Estaba adornado con bolas rojas y doradas, y largas guirnaldas
de pelitos metálicos que reflejaban las luces, a sus pies se apilaban cajas
grandes y chicas, todas envueltas con papeles dorados y atadas con un moño de cinta.
En la chimenea, que tenía el fuego encendido, colgaban una tras otra medias
gigantes verdes y rojas, de las que salían chupetines rayados. Frente al fuego,
sobre la espesa alfombra blanca, había tres sillones individuales, cada uno con
una manta bordada con la cara de Papá Noel.
Sin saber qué hacer, los hermanos permanecieron de pie en
medio de la habitación. Pero la señora los miró con el ceño fruncido y el menor
atinó a sentarse en uno de los sillones. El otro opuso más resistencia, pero
terminó cediendo ante el enojo de la señora y la mirada de suplicante entusiasmo
de su hermano.
“Me llamo Elsa- dijo ella, caminando con lentitud mientras
cargaba una gran bandeja de madera en la que traía tres tazas humeantes y una
canasta de galletas-, feliz Navidad.”
Elsa les entregó a cada uno una taza de chocolate caliente
que ellos sostuvieron aunque se quemaban los dedos, porque no sabían dónde
ponerlas y además, olían delicioso. Luego la copiaron en cada movimiento:
bebieron un sorbo de chocolate, se lamieron el labio superior, cruzaron y
descruzaron las piernas, con una mano se pusieron la manta sobre las rodillas.
A pesar del calor abrasante del desierto del que venían, en la casa hacía frío,
se agradecían las mantas y los hermanos se giraron en sus sillones buscando el
calor de la chimenea.
“Verán- Elsa comenzó a hablar nuevamente, sintiéndose
incómoda por primera vez desde la llegada de los jóvenes-, se me concedió un
deseo esta mañana… Un deseo de Navidad. Por eso están ustedes aquí.” Los miró
pero ellos no parecieron entender más que cuando la vieron aparecer en el
porche de la casa, entonces continuó: “Deseé que si me quedaba alguien en el
mundo, aunque fuera un pariente muy lejano del que no conociera ni el nombre,
esa persona pudiera venir a pasar la Navidad conmigo.” Bajó la vista, avergonzada,
y con los dedos dibujó la cara del Papá Noel que había en la manta. “Cuando me
desperté y salí a la puerta, me encontré acá, en el medio del desierto.” Los
hermanos la escuchaban atentamente sin dejar de dar sorbitos a sus chocolates,
pero ella no estaba segura de que la estuvieran entendiendo. ¿Siquiera hablaban
el mismo idioma? No habían pronunciado una sola palabra desde que llegaron…
“¡No crean que no fue una sorpresa para mí!”- dijo de
pronto, subiendo el tono de voz, lo que hizo que el mayor abriera un poco más
los ojos. “Al principio casi me da un ataque, pero después entendí que en estos
días una tiene que aprender a aceptar lo que le toca, entonces me senté en la
galería a continuar con mi tejido mientras esperaba lo que sea que me había
traído hasta acá. Y, después de esperar casi todo el día, aparecieron ustedes.”
Elsa los miró desconsolada por su silencio y estaba
empezando a sentir como la desilusión se esparcía por su cuerpo cuando uno de
ellos, el menor, habló. “Sabemos inglés- enunció con seriedad-, la abuela nos
enseñó.”
El mayor de los hermanos exhaló todo el aire de sus
pulmones, bajó la cabeza cuando el recuerdo lo alcanzó y pudo verse con
claridad a sí mismo sentado en una silla desde la que sus pies se balanceaban,
en aquella habitación donde el piso era de tierra, contemplando una fotografía
amarillenta apoyada junto a una lata llena de lápices. Su abuela señalaba con
un dedo arrugado las hojas del libro con el que les enseñaba inglés y él
desviaba la mirada hacia la fotografía cada dos por tres. Una casa blanca, un
jardín con pasto. La abuela la había sacado de ahí y la había guardado adentro
del armario para que él no se distrajera más, pero cada vez que volvía, la foto
estaba de nuevo junto a la lata de lápices. La primera vez que la había visto
le preguntó y ella había contestado que era la casa en la que pasó sus últimas
vacaciones, eso desencadenó todo tipo de preguntas sobre las vacaciones y sobre
Inglaterra que la abuela no estaba dispuesta a responder, así que él se tuvo que
conformar con esa poca información.
La casa era esa casa, donde ellos estaban sentados ahora.
Elsa seguía siendo una desconocida, pero la conexión no tardaría en llegar. Lo
estaba mirando con curiosidad y su hermano también. No respondió lo que ellos preguntaban
con la mirada, se limitó a decir en peor inglés que su hermano “Mi abuela pasó
aquí sus últimas vacaciones.” Y a Elsa le brillaron los ojos, como si de pronto
los conociera, y asintió sonriendo.
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