14 de diciembre de 2012

Las termas de algodón de Pamukkale


La combi que nos transportaba como parte del tour nos dejó en un hotel en las afueras del pueblo de Kusadasi (en este caso el “nos” corresponde a mis amigas Angie y Noe, y a mí). Antes de llegar, mientras recorríamos la hermosa ruta de la costa, vimos pasar el pueblo que parecía encantador, pero la combi siguió camino y nos dejó más allá, bastante más allá del pueblo. Le preguntamos al guía si podíamos tomar algún transporte para ir a cenar al centro. ¿A quién queríamos engañar? Estábamos destruidas después de recién dos días de tour.

Todo comenzó muy temprano a las 5 de la mañana cuando cruzamos como un exocet el puente de Bogaciçi (el maldito puente a esa hora estaba desierto) y llegamos al barrio de Taksim, donde nos recogió una combi para ir al aeropuerto. En avión a Izmir, en colectivo hasta un punto de encuentro de tours (vaya a saber uno donde), luego hicimos la excursión de todo el día por las ruinas de Éfeso y, finalmente, llenas de tierra, transpiradas y muertas, llegamos al hotel de Kusadasi.

El lugar era una belleza, paradisíaco. Desde el balcón de la habitación (mucho más lujosa de lo que habría esperado, aunque mis amigas se habían encargado de la organización del viaje) vimos un increíble atardecer sobre el mar y una pequeña playa llena de sombrillas debajo. Logramos arrastrarnos hasta el deck de madera en el que estaba la pileta y las tumbonas del hotel y nos posicionamos muy cómodamente, completamente vestidas pero descalzas, bebidas en mano, para ver la puesta de sol y cómo se zambullía en el agua un ruso (al que los escasos 18 grados le parecerían clima tropical).

Oh…relajación total. Unas olas perezosas rompían en la arena trayendo montones de algas, las palmeras se mecían con el viento, el sol teñía todo el cielo de color naranja y el mar era un enorme manto denso. Solo un ruso y dos perros copulando compartían nuestra dicha. Y eso, quizás, daba valor agregado al momento.

A la hora de la cena, y después de comunicar en la recepción del hotel que se nos había tapado el inodoro (queja incómoda si las hay), aparecieron todos los demás huéspedes: mayormente gente de la tercera edad que se congregaba en largas mesas con cartelitos que indicaban este o aquel tour. También nosotras nos sentamos en el extremo de una mesa, sin sentirnos ni un poco intimidadas por el ambiente octogenario. Tenedor libre y además, después de unas averiguaciones, incluido en nuestro tour. Así que comimos todos esos platos suficientemente exóticos como para saber que uno está en Turquía pero no tan agresivos como para dejar con hambre a los turistas. Y fuimos felices.

Incapaces de prever la puntualidad de los guías turcos, estábamos desayunando cuando uno de ellos asomó la cabeza para preguntar por nosotras. Solo atinamos a dale un trago al te con leche hirviendo y a hacer un gran sándwich con las tostadas, la manteca y la mermelada, que fuimos comiendo mientras caminábamos a disgusto hasta la combi.

Nos esperaba Pamukkale, uno de los mayores atractivos turísticos de Turquía. En medio de un territorio árido de suaves montañas, sobre la ladera de una colina se encuentra una formación alucinante, como si un lado de la montaña estuviera cubierto por una capa blanca de glaseado. Aunque puede verse desde varios kilómetros de distancia, el sol se reflejaba en el blanco lastimando los ojos, así que era difícil distinguir las famosas piletas que forman terrazas.

Se entra al complejo por un camino de palmeras (con aspecto de oasis), trazado encima de la antigua calzada Hierápolis, una ciudad romana construida alrededor del 180 a.C. de la que hoy en día quedan en pié el antiguo anfiteatro, parte de los templos y los baños termales. Todo está siendo excavado y reconstruido. Junto a las ruinas de Hierápolis hay un complejo termal moderno que recibe turistas durante todo el año gracias a su clima templado y los agradables 25 grados del agua. La mayor parte de visitantes provienen de Rusia, curiosamente.

La llamada “pileta de Cleopatra” en la que se cree que se bañaron ella y su amado Marco Antonio durante un viaje, se encuentra en medio del complejo y es una piscina rústica cubierta de vegetación y con antiguas columnas romanas que hacen las veces de decoración. Está indefectiblemente llena de rusos durante las horas más concurridas, pero fuera de ellas, es posible bañarse con tranquilidad e incluso nadar en medio de tan curioso sitio histórico. Se cree que el agua, además de ser agradable, tiene propiedades curativas, así que la gente llena sus botellas plásticas en alguna de las bombas que hay esparcidas por el complejo y la bebe. 

Como si el beneficio a la salud fuera inversamente proporcional al sabor, el agua es horrible, sabe a metal oxidado, a sangre, a que no deberíamos estar bebiéndola.

La cuidad romana está establecida en torno a las termas que formaron Pamukkale, que quiere decir “castillo de algodón”. Como resultado del movimiento de las placas tectónicas en la zona, de la tierra brota agua rica en minerales (sobre todo bicarbonatos y calcio) que se escurre colina abajo revistiendo el suelo a su paso de una capa blanquecina de piedra caliza y travertinos. La acumulación de agua crea piletas naturales, unas sobre otras formando terrazas que cubren toda la ladera de la montaña que, con sus estalactitas colgando dan un aspecto de catarata congelada. La combinación entre el suelo de estas piletas y el agua rica en minerales crea un efecto óptico asombroso: un mar de piscinas calcáreas llenas de agua celeste.  Es imposible quitar la vista de ese paisaje, la gente se apresta a sacar miles de fotos como si de un momento a otro fuera a desaparecer.

Encontramos libre un hot spot fotográfico y nos dedicamos a sacar las decenas de fotos de rigor, aunque es un proceso difícil porque el reflejo del sol es tan cegador que no se ven ni las pantallas de las cámaras fotográficas. Así que era “la foto al bulto”.

La gente camina por los bordes, bajando de una pileta a otra, hasta encontrar un lugar donde sentarse a contemplar el maravilloso paisaje. Las piscinas no suelten tener más de un metro de profundidad pero el suelo es rugoso y está lleno de sedimentos, así que cuesta caminar por allí. Aún así el sacrificio vale la pena porque una vez ubicadas en algún rinconcito, con el agua cálida relajándonos las extremidades, pudimos apreciar la belleza de esas piscinas sin fin, donde el agua se va desbordando y se escurre llenando las inferiores, también del azul del agua que compite con el cielo y de la amplia vista del valle cubierto de vegetación, gracias a los increíbles 250 litros de agua termal que se vierten por segundo.




El “castillo de algodón” es una maravilla natural imperdible, la humanidad disfruta de ella desde hace tanto tiempo que resulta tranquilizador pensar que no hay apuro. Pamukkale lo espera a uno.

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