La combi que nos transportaba como parte del tour nos dejó
en un hotel en las afueras del pueblo de Kusadasi (en este caso el “nos”
corresponde a mis amigas Angie y Noe, y a mí). Antes de llegar, mientras
recorríamos la hermosa ruta de la costa, vimos pasar el pueblo que parecía
encantador, pero la combi siguió camino y nos dejó más allá, bastante más allá
del pueblo. Le preguntamos al guía si podíamos tomar algún transporte para ir a
cenar al centro. ¿A quién queríamos engañar? Estábamos destruidas después de
recién dos días de tour.
Todo comenzó muy temprano a las 5 de la mañana cuando cruzamos
como un exocet el puente de Bogaciçi (el maldito puente a esa hora estaba
desierto) y llegamos al barrio de Taksim, donde nos recogió una combi para ir
al aeropuerto. En avión a Izmir, en colectivo hasta un punto de encuentro de
tours (vaya a saber uno donde), luego hicimos la excursión de todo el día por
las ruinas de Éfeso y, finalmente, llenas de tierra, transpiradas y muertas, llegamos
al hotel de Kusadasi.
El lugar era una belleza, paradisíaco. Desde el balcón de la
habitación (mucho más lujosa de lo que habría esperado, aunque mis amigas se
habían encargado de la organización del viaje) vimos un increíble atardecer sobre
el mar y una pequeña playa llena de sombrillas debajo. Logramos arrastrarnos
hasta el deck de madera en el que estaba la pileta y las tumbonas del hotel y
nos posicionamos muy cómodamente, completamente vestidas pero descalzas,
bebidas en mano, para ver la puesta de sol y cómo se zambullía en el agua un
ruso (al que los escasos 18 grados le parecerían clima tropical).
Oh…relajación total. Unas olas perezosas rompían en la arena
trayendo montones de algas, las palmeras se mecían con el viento, el sol teñía
todo el cielo de color naranja y el mar era un enorme manto denso. Solo un ruso
y dos perros copulando compartían nuestra dicha. Y eso, quizás, daba valor
agregado al momento.
A la hora de la cena, y después de comunicar en la recepción
del hotel que se nos había tapado el inodoro (queja incómoda si las hay), aparecieron
todos los demás huéspedes: mayormente gente de la tercera edad que se
congregaba en largas mesas con cartelitos que indicaban este o aquel tour.
También nosotras nos sentamos en el extremo de una mesa, sin sentirnos ni un
poco intimidadas por el ambiente octogenario. Tenedor libre y además, después
de unas averiguaciones, incluido en nuestro tour. Así que comimos todos esos
platos suficientemente exóticos como para saber que uno está en Turquía pero no
tan agresivos como para dejar con hambre a los turistas. Y fuimos felices.
Incapaces de prever la puntualidad de los guías turcos,
estábamos desayunando cuando uno de ellos asomó la cabeza para preguntar por
nosotras. Solo atinamos a dale un trago al te con leche hirviendo y a hacer un
gran sándwich con las tostadas, la manteca y la mermelada, que fuimos comiendo
mientras caminábamos a disgusto hasta la combi.
Nos esperaba Pamukkale, uno de los mayores atractivos
turísticos de Turquía. En medio de un territorio árido de suaves montañas, sobre
la ladera de una colina se encuentra una formación alucinante, como si un lado
de la montaña estuviera cubierto por una capa blanca de glaseado. Aunque puede
verse desde varios kilómetros de distancia, el sol se reflejaba en el blanco
lastimando los ojos, así que era difícil distinguir las famosas piletas que
forman terrazas.
Se entra al complejo por un camino de palmeras (con aspecto
de oasis), trazado encima de la antigua calzada Hierápolis, una ciudad romana construida
alrededor del 180 a.C. de la que hoy en día quedan en pié el antiguo
anfiteatro, parte de los templos y los baños termales. Todo está siendo
excavado y reconstruido. Junto a las ruinas de Hierápolis hay un complejo
termal moderno que recibe turistas durante todo el año gracias a su clima
templado y los agradables 25 grados del agua. La mayor parte de visitantes
provienen de Rusia, curiosamente.
La llamada “pileta de Cleopatra” en la que se cree que se
bañaron ella y su amado Marco Antonio durante un viaje, se encuentra en medio
del complejo y es una piscina rústica cubierta de vegetación y con antiguas columnas
romanas que hacen las veces de decoración. Está indefectiblemente llena de
rusos durante las horas más concurridas, pero fuera de ellas, es posible
bañarse con tranquilidad e incluso nadar en medio de tan curioso sitio
histórico. Se cree que el agua, además de ser agradable, tiene propiedades
curativas, así que la gente llena sus botellas plásticas en alguna de las
bombas que hay esparcidas por el complejo y la bebe.
Como si el beneficio a la salud fuera inversamente
proporcional al sabor, el agua es horrible, sabe a metal oxidado, a sangre, a
que no deberíamos estar bebiéndola.
La cuidad romana está establecida en torno a las termas que
formaron Pamukkale, que quiere decir “castillo de algodón”. Como resultado del
movimiento de las placas tectónicas en la zona, de la tierra brota agua rica en
minerales (sobre todo bicarbonatos y calcio) que se escurre colina abajo
revistiendo el suelo a su paso de una capa blanquecina de piedra caliza y
travertinos. La acumulación de agua crea piletas naturales, unas sobre otras
formando terrazas que cubren toda la ladera de la montaña que, con sus
estalactitas colgando dan un aspecto de catarata congelada. La combinación
entre el suelo de estas piletas y el agua rica en minerales crea un efecto
óptico asombroso: un mar de piscinas calcáreas llenas de agua celeste. Es imposible quitar la vista de ese paisaje,
la gente se apresta a sacar miles de fotos como si de un momento a otro fuera a
desaparecer.
Encontramos libre un hot spot fotográfico y nos dedicamos a
sacar las decenas de fotos de rigor, aunque es un proceso difícil porque el
reflejo del sol es tan cegador que no se ven ni las pantallas de las cámaras
fotográficas. Así que era “la foto al bulto”.
La gente camina por los bordes, bajando de una pileta a
otra, hasta encontrar un lugar donde sentarse a contemplar el maravilloso
paisaje. Las piscinas no suelten tener más de un metro de profundidad pero el
suelo es rugoso y está lleno de sedimentos, así que cuesta caminar por allí.
Aún así el sacrificio vale la pena porque una vez ubicadas en algún rinconcito,
con el agua cálida relajándonos las extremidades, pudimos apreciar la belleza
de esas piscinas sin fin, donde el agua se va desbordando y se escurre llenando
las inferiores, también del azul del agua que compite con el cielo y de la
amplia vista del valle cubierto de vegetación, gracias a los increíbles 250
litros de agua termal que se vierten por segundo.
El “castillo de algodón” es una maravilla natural
imperdible, la humanidad disfruta de ella desde hace tanto tiempo que resulta
tranquilizador pensar que no hay apuro. Pamukkale lo espera a uno.
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