Un día con Magdalena
Magdalena
quiere que la llamen “Maggie”, pero nadie lo hace. Algunos porque no tienen
suficiente intimidad y otros porque no quieren tenerla.
Hubo una
época en que su nombre (tampoco ahí era Maggie, porque Magdalena sonaba más
glamoroso) decoró las carteleras de algunos teatros de París. Protagonizó una
sola obra famosa “La dueña de los caballos”, donde hacía de una apasionada
heredera que dejaba todo para dedicarse a aquello que más amaba: los caballos;
pero el éxito de la obra se debió, probablemente, a que su personaje tenía un
fuerte tono lésbico.
En aquella
época, Magdalena era delgada y llamativa; tenía el cabello rojizo largo y unos
atributos que pocos hombres podían dignarse a ignorar. Se ponía pestañas
postizas todos los días y, antes de dormir, cepillaba su pelo.
Luego del
corto éxito teatral (que aún así llegó a todos los rincones de París, con lo
cual disfrutó de su fama con amplitud) protagonizó otras obras menos conocidas.
Invirtió todas sus ganancias de “La dueña de los caballos” en comprarse el
departamento de sus sueños en el centro de la ciudad.
A medida
que fue envejeciendo, la invitaron a trabajar en algunas series de televisión
haciendo papeles como “la madre de”. Aunque disfrutó su paso por la pantalla
pequeña, nunca se reconcilió con la poca espontaneidad que resultaba de poder
filmar una y otra vez las mismas escenas.
Le
gustaban los gatos, pero su ajetreada vida de actriz no le permitía tener uno.
Cuando al fin se decidió, luego de una catastrófica semana de picores y ojos
llorosos, descubrió que era alérgica. Se negó a aceptar el diagnóstico, sin
embargo nunca volvió a comprarse otro gato, solo se permitía acariciar algunos
por la calle (y luego, secretamente, lavarse las manos). En cambio, se dedicó a
decorar su casa con figuras, cuadritos y dibujos de todos esos felinos que no
podía tener.
Cuando se
despidió de la actuación y se quedó sin nada que hacer, una amiga la convenció
de que empezaran juntas un taller de escritura. Magdalena descubrió entonces
una pasión tardía y quiso ser una escritora. Con el tiempo, se ganó el cariño
de la ejecutiva de una revista, en la que ahora escribe columnas sobre París
para la tercera edad. Muchas veces comenzó a escribir sus memorias, pero nunca
pasó del título: “Maggie”, quizás sea porque a ella tampoco le recuerda a sí
misma.
Sigue viviendo en su piso, aunque luego de tantos
años, le cuesta un poco definir qué lo convertía en el departamento de sus
sueños. Desde allí, en lo alto de un edificio con muchas capas de pintura, ve
un pedacito de los jardines de Luxemburgo mientras escribe. Todavía cepilla su
pelo (que ahora es una trenza gris larga hasta la cintura) antes de dormir pero
ya no usa las pestañas postizas porque interfieren con sus anteojos de leer.
La mujer de mis sueños
Corría el año 1942 cuando
tuve la fortuna de acudir a uno de los restaurantes más exquisitos de París.
Solo estaba de paso por allí y un amigo que deseaba mostrarme los encantos de
la ciudad me invitó a cenar.
Las pequeñas mesas (en esa
época no se consideraban elegantes las mesas para más de cuatro personas)
estaban cubiertas por hermosos manteles de brocato italiano y tenían un clavel
en el centro. El ambiente era sublime, una suave penumbra, música clásica de
fondo y el lejano tintineo de los cubiertos sobre la porcelana.
Mientras comíamos el segundo
plato, un delicado soufflé de camembert e higos, una risa resonó por toda la
habitación. Mi amigo me señaló una preciosa joven que estaba sentada al otro
lado del restaurante. “Es Magdalena Ferré- dijo volteando los ojos- la actriz
del momento.” Lo dijo con desdén: solíamos burlarnos de esa clase de artistas
que saltaban al estrellato parisino del día a la noche.
Ella, ni bien se percató de su
error, se cubrió la boca con los dedos, mostrando unas cuidadas uñas rojas que
hacían juego con su pelo, y miró a su alrededor agitando aquellas pestañas como
plumas negras. Nadie osó hacer ni una mueca desaprobatoria.
Pese a lo agradable de la
velada que compartíamos, a partir de ese momento solo tuve ojos para ella. No
recuerdo qué comimos de postre, pero sí cómo sus dedos jugaban con la
servilleta que tenía en la falda, la enroscaba y la desenroscaba. Su
acompañante hablaba sin parar y ella asentía educadamente.
Cuando me despedí de mi amigo
aquella noche, y aunque me había acompañado hasta la puerta del hotel en el que
me hospedaba, volví al restaurante casi corriendo deseando que no se hubiera
ido todavía.
La vi subir a un auto. Se
deslizó en el asiento del acompañante como flotando y recogió su falda mientras
le cerraban la puerta. Antes de desaparecer dentro, levantó su rostro sonrojado
por el frío y me miró. Por un momento pareció sorprendida, quizás reconoció en
mi mirada la desesperación, la voracidad. Pero luego pestañeó lentamente y me
sonrió. Incapaz de hacer nada más que observarla desde la esquina, articulé un
minúsculo “adiós” a la vez que levantaba una mano a modo de saludo.
A veces todo lo que un hombre
necesita para soñar con las cosas más maravillosas es una sonrisa. Desde aquel
día me convertí en su ferviente admirador. Fui a todas las funciones de “La
dueña de los caballos” y reía por lo bajo cuando notaba un error o una pausa
demasiado larga. Me sentía su cómplice. También fui a ver las otras obras,
menos populares, y grabé los episodios de televisión en los que apareció.
Le escribí cartas donde le
contaba lo mucho que apreciaba su actuación en tal o cual escena, lo bello del
decorado en ese teatro o la elegancia de su atuendo en aquel personaje.
Los domingos leemos su
columna de recomendaciones en París. Mi pareja desde hace veinte años, Juan
Alberto, no entiende mi fascinación con aquella mujer. Yo tampoco la entiendo,
solo sé que me hace soñar.
Maggie
Acompañé a una amiga a vaciar
el departamento de su tía abuela. Hacía años que nadie entraba, así que olía a
encierro y a talco. Nos entretuvimos toda la tarde empaquetando sus miles de
adornos de gatos hasta que, en el fondo de un armario, encontramos un cajón
lleno de fotos y papeles. Pensamos que tal vez hubiera algún documento
importante así que vaciamos el contenido sobre la cama y nos pusimos a leer.
Inmediatamente me atrajo un cuaderno que decía “Mis memorias” en el que
descubrí la siguiente historia. Me resultó imposible comprobar si era cierta o
no (mi amiga poco sabía de su parienta), así que la transcribo con la esperanza
de que alguien la reconozca.
“Mi recuerdo más hermoso es
aquel en el que se abría el telón y me encontraba sentada en una butaca
llorando amargamente la muerte de mi padre. 78 minutos después (algunos más si
Micaela olvidaba su parte) se cerraba y yo oía maravillada los aplausos del
público. Los esperaba con ansiedad, me sacudían por dentro. Todavía sueño con
ellos.
Mi vida como actriz me dejó
algunas cicatrices, una de ellas es la dificultad para distinguir entre mis
personajes y yo. Cuando recuerdo mi juventud y las obras en las que actué, no
puedo separar la realidad del guión, las emociones fingidas de las reales. Como
si la verdadera Magdalena Ferré estuviera compuesta por muchas otras mujeres.
Cuando comencé en el mundo de
la actuación tenía 18 años y acababa de llegar a París. Una tía de mi madre
había aceptado acogerme en su casa mientras yo estudiaba interpretación.
Todavía no estaba en el segundo año cuando un profesor me recomendó para una
compañía de teatro que ensayaba en Montparnasse. Allá fui y empecé a actuar en
pequeños papeles de obras conocidas. La primera todavía la recuerdo, fue “El
Mercader de Venecia”. No teníamos mucho éxito, pero suficiente gente acudía a
vernos como para que fuera rentable. A mí me pagaban muy poco de todas maneras,
así que seguí viviendo con mi tía abuela por unos años más.
Un día llegó un guión a manos
de nuestro director que lo entusiasmó particularmente. Me dio mi primer papel
protagónico. En él tenía que hacer una escena desnuda. Tiempo después, cuando me
puse a pensar en aquello, comprendí que el director me había elegido
especialmente porque ninguna actriz “seria” hubiera aceptado el papel. Pero yo
nunca le di demasiadas vueltas al asunto, sobre todo porque era joven y bella,
así que lo hice.
En el estreno de la obra, que
se llamaba “Osiris”, había un productor teatral en busca de nuevos talentos.
Había ido con su esposa, sin embargo se enamoró de mí. Así pasé de aquella
pequeña compañía a un gran teatro. Obtuve mi segundo papel protagónico a pesar
de estar en un ambiente de gran competencia. Mi belleza ayudaba, evidentemente.
Los hombres empezaban a adorarme y las mujeres tomaban distancia.
“La dueña de los caballos”
fue un éxito desde el primer día. Cuando oí los aplausos de la gente detrás del
telón, se me cayeron las lágrimas y amé esta profesión más que a nada en el
mundo. Dicen que todo París vio la obra. Yo solo sé que me reconocían en todos
lados. Fue mi época de esplendor, me invitaban a cenar en los mejores restaurantes,
las tiendas de moda enviaban vestidos a mi casa, iba a la ópera del brazo de
los hombres más codiciados de la ciudad. Compré un departamento increíble con
vista a los jardines de Luxemburgo y dejé a mi tía abuela luego de llenarla de
regalos.
Luego de un tiempo (no hay
nada más efímero que la fama), el éxito se fue diluyendo. Participé de otras
obras en teatros más pequeños de las que estuve igualmente orgullosa. Más tarde
pasé por la televisión donde supe presentarme como una asentada actriz madura.
A los productores les gustó eso y fui madre, tía y hasta hada madrina en
algunas series de moda.
Pronto desaparecieron los
hombres y con ellos, mi cintura. O quizás fuera al revés, ya no me acuerdo.
Pero una mañana me desperté con la sensación de que todo se había acabado para
mi y que era imposible recuperar aquel glamour de cuando era joven. Me deprimí
(en ese momento, en realidad solo estaba triste y desganada, pero ahora sé hay
un nombre para ello). Me desesperó la soledad y, necesitada de cariño, me
compré un gato. Siempre me gustaron aquellos animalitos y tal vez me parecieron
los acompañantes ideales para comenzar mi vejez. Pero Monsieur Monet me dio
alergia. ¿Cómo puede una pasarse la vida sin saber que es alérgica a los gatos?
Se lo regalé a una vecina que estaba tan sola como yo y me dediqué, en cambio,
a comprar adornos y cuadritos de lo más inofensivos.
Mi querida amiga Micaela (aquella
que se olvidaba el guión) me inscribió en un taller de escritura y eso me hizo
volver a la vida. Solo necesité una clase para sentirme como la Magdalena de antes.
Descubrí, a través de las palabras escritas, una nueva manera de contar
historias, de volver a encarnar personajes. En definitiva, encontré otra forma
de volver a tener un público, aunque éste no aplaudiera al final de cada
actuación. “