5 de junio de 2014

La reina de la selva: Cataratas del Iguazú

De las siete maravillas del mundo moderno tuve la inmensa suerte de conocer cuatro (el Coliseo, el Cristo Redentor, la Muralla China y Machu Picchu) Y aunque sea tan solo una lista, y en realidad haya muchas más (me encantaría incluir la increíble silueta de Nueva York o la vista aérea del Bósforo dividiendo continentes en Estambul), tiene cierta importancia decir que uno estuvo en una maravilla del mundo.
 
No sé si las maravillas humanas son mejores o peores que las naturales. Pienso en Machu Picchu, en la Muralla China o en el Coliseo de Roma, y uno no puede dejar de asombrarse ante lo que somos capaces de hacer. Pero también es verdad que resulta imaginable. No es tan descabellado hacerse una idea de los sueños arquitectónicos de una civilización antigua. Yo también, si hubiera sido Emperador todopoderoso hubiera mandado a construir una muralla, hubiera decorado la colina más alta o me hubiera hecho un castillo en la profundidad de la selva.

Con la naturaleza, en cambio, estamos en la oscuridad: nada nos prepara para lo que la naturaleza es capaz de crear. El mejor ejemplo que haya visto hasta ahora está en la provincia de Misiones, Argentina y se llama Cataratas del Iguazú. Una verdadera maravilla del mundo natural. Tal vez por ser la propia, la que considero nuestra, es que tardé tanto tiempo en visitarla. Quizás me vino bien darme una vuelta por el mundo antes, para apreciar sin dudas lo imponente que resulta.

Empecemos por el principio: en el límite noreste del país, donde la Argentina tiene frontera con sus vecinos Brasil y Paraguay, se encuentra el Parque Nacional Iguazú, cuyo nombre viene de la expresión guaraní “agua grande”. Las Cataratas del Iguazú fueron descubiertas en 1542 por el español Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, alertado por el estruendo en la selva. Aunque las llamó Santa María, con los años volvieron a su nombre guaraní original. La mayor benefactora fue Victoria Aguirre cuya donación se considera la fundación de la ciudad en 1901. Las Cataratas consisten en 275 saltos de agua y pertenecen en un 80% a la Argentina y el resto son brasileñas. La expresión popular “en Brasil se ven, en Argentina se viven” es totalmente cierta, hay que estar en suelo brasileño para sacar la magnífica foto de los saltos, arcoíris incluido.

La perla de las Cataratas (nótese que me refiero a ellas con “C” mayúscula, todas las demás cataratas del mundo deberán arrodillarse ante ellas) es sin duda la Garganta del Diablo, un salto de 80 metros de altura y con el mayor caudal de agua del mundo, cuyas fumarolas de bruma pueden verse desde siete kilómetros de distancia.

Desde el avión divisamos la espesura de la selva misionera y aterrizamos en un pequeño aeropuerto desde el que nos repartimos entre combis y colectivos. Íbamos a la Ruta Nacional 12, que va desde el centro de Puerto Iguazú hasta la entrada al Parque Nacional (y hasta Buenos Aires), y donde se encuentran la mayor parte de los hoteles de la ciudad argentina. La ciudad del lado brasileño, es Foz do Iguaçú). Nuestro hotel con vegetación tropical fue una agradable sorpresa, y más aún lo fue la tierra roja de Misiones. Nunca había visto algo así, es realmente roja. Aunque aún no lo sabíamos, esa misma tierra iba a dar color al agua del río Iguazú que por esos días, llevaba tres veces más caudal del acostumbrado.

Todo está pensado en cuanto a visita turística se refiere. Te pasan a buscar, te llevan, te esperan, te explican. Esto puede ser molesto para algunos viajeros de espíritu indómito, pero para mí, estaba fantástico, sobre todo porque íbamos a estar pocos días. Así que, la primera excursión fue al lado brasileño. Cruzamos el puente sobre el río Iguazú y vimos como la bandera argentina pintada a los costados del puente, se convertía súbitamente en la brasileña. Bem-vindos! 

La introducción fue breve, y sin demasiados preámbulos ya estábamos mirando el asombroso espectáculo de las Cataratas frente a nosotros. El orden sensorial es más o menos el siguiente: empezamos a sentir la bruma mientras caminábamos por un sendero en la selva, luego escuchamos el ruido del agua, mucha, quizás nunca escuchamos tanta agua junta. Y de pronto, sin más preparación que ajustar los ojos al sol, apareció una enorme olla de agua rojiza, en uno de cuyos extremos se encuentran decenas de cataratas, algunas gordas y otras estrechitas, casi todas en dos alturas, como si hubiera un gran escalón debajo, con el agua escurriéndose entre las piedras y la vegetación. Corona la visión un eterno arcoíris formado por el sol y la bruma, que volveríamos a ver en muchos otros saltos del parque. La medida de la altura que tienen las cataratas, la dan los minúsculos barquitos que pasean por el centro de la olla gigante.



El paseo del lado brasileño, por pasarelas de madera que rodean el río y que cada tanto se abren en terrazas, es casi totalmente contemplativo, al menos hasta el final. Hay que ir subiendo y bajando escalones, deteniéndose en las terrazas para sacar fotos y maravillarse de las vistas, cada una mejor que la anterior. Luego viene la parte entretenida y para la cual nos habían hecho comprar sendas capas plásticas con las que parecíamos (según mi Papá) el personal de un frigorífico. La pasarela de madera se despega de la pared de roca por la que íbamos bajando y se mete de lleno en el río, como una larga escollera que se acerca a las cataratas y queda engullida por la bruma. Allá fuimos, con nuestras capas, a caminar sobre el agua y a sentir la bruma en la cara, las fotos salieron llenas de gotitas. Eso fue nada.

Hay dos niveles de pasarelas, uno queda por encima del agua y el otro queda bastante más arriba, una especie de mirador desde la altura. Aquí las pasarelas mojadas son mallas trenzadas de hierro, por donde se puede ver perfectamente lo que hay debajo. Fuimos hasta el nivel superior, donde hay una terraza eternamente mojada que está suspendida por encima del río y a unos escasos metros de una de las cataratas. El agua ahí no se rige por las leyes de gravedad, viene desde arriba, desde abajo, y desde los costados. Poco pudieron hacer nuestras capas de empleados de frigorífico contra aquello. Fue una carnicería. Mi Papa, a cubierto de nuestras aventuras acuosas, sacó las fotos y se rió profusamente de nosotros. Mojados y felices volvimos por donde habíamos venido y nos pasamos la tarde tomando mates al lado de la pileta y mirando la inmensa variedad de árboles que hay por todos lados.

Uno de los beneficios de la zona fronteriza es que hay venta sin impuestos, el famoso Duty Free Shop que, en este caso, es un gigantesco shopping. Y (consejo útil) conviene aprovecharlo porque en el aeropuerto, con todo el sentido de la lógica, no hay.



La ciudad de Puerto Iguazú no pega con la dimensión del atractivo turístico que tiene, o tal vez esa sea mi visión contaminada por muchos otros lugares. La ciudad es bastante pobre y no luce como un destino turístico internacional. Pero la combinación entre la tierra roja y la vegetación es fantástica, la gente es muy amable y la coordinación de las excursiones es muy buena. Hay un curioso punto en la ciudad donde confluyen siete esquinas (el tránsito, maravillosamente, es normal), y es ahí donde fuimos a cenar porque está lleno de restaurantes lindos y tiendas de artesanías.

Al día siguiente nos esperaba el parque del lado argentino que es también la excursión más larga. El Parque Nacional se creó para proteger especies animales y vegetales de este trozo de selva, llamada “selva subtropical sin estación seca”, así como también para disfrutar de las Cataratas de la manera más natural posible. Un trencito nos dejó justo donde comienzan las pasarelas, y a través de ellas se puede ir recorriendo uno a uno los saltos hasta llegar a la fabulosa Garganta del Diablo. Estas pasarelas, aunque te dejan ir hasta el mismísimo punto en el que el agua cae hasta el vacío (algo impresionante), no son para nada invasivas, parecen no molestar en la selva. Se disfruta del paisaje casi sin interferencia humana, si bien (estando casada con un ingeniero) sé lo que costó hacer aquellas pasarelas, está muy bien logrado.

En algún momento, mientras caminábamos sobre el río, vimos como el agua se empezaba a acelerar terriblemente. Divisamos la fumarola de bruma y antes de que me diera cuenta de lo que aquello significaba, nos encontramos con un gigantesco agujero en medio del río, como un remolino bíblico. Un poco más adelante, el agujero se convertía en la Garganta del Diablo, una abrupta caída de 80 metros de longitud que se cierra sobre si misma. El enorme volumen de agua produce tanta bruma que es imposible ver el final de la cascada. Ahí me hubiera quedado para siempre: parada sobre el vacío brumoso, con el vapor mojándome la cara cada vez que el viento soplaba para nuestro lado y mirando asombrada esa obra maestra de la naturaleza. La fuerza que tiene el agua, lo salvaje de la geografía, las dimensiones de todo… es algo tan increíble que resulta imposible de imaginar. No es una maravilla de la naturaleza, es un monstruo.



Después de recorrer las pasarelas por arriba (al ras de las cascadas) y por abajo (a un metro sobre el río), nos embarcamos en la Gran Aventura, un paseo en gomón por el río junto a las Cataratas y en 4x4 por la selva. Mamá y yo nos enfundamos en nuestras capas frigoríficas nuevamente, con la esperanza de salvar algo. Y hasta nos sentamos estratégicamente en la parte de atrás de la embarcación, pensando que tal vez ahí nos íbamos a mojar menos. Nunca vi venir la ola gigante que nos cubrió por completo. Ya un amigo me decía que pestañeo muy lento, y en una de esas, me perdí la ola. Mi Mama y Tommy sí la vieron, dijeron que fue impresionante. Se sintió como un tsunami y el agua llegó hasta los lugares más recónditos de mi cuerpo, y ahí se quedó, enfundadas como estábamos en nuestra capa, el agua no tenía a dónde ir. Nos reímos tanto que casi nos ahogamos. Después me dio que pensar que tal vez el agua del río Iguazú no era potable, pero ya había tomado como un litro entre la bruma y la ola. No me pasó nada, por si les daba curiosidad.

Durante el recorrido por la selva un guía nos fue contando aspectos interesantes del Parque Nacional. Por ejemplo, que casi no hay árboles de troncos grandes porque durante un tiempo, cuando el parque pertenecía a una familia, se lo utilizó para tala. Hay varias especies en peligro que viven en ese ecosistema (entre ellos el famoso yaguareté, el tapir y el yacaré overo) que gracias a la creación del parque se están reproduciendo nuevamente. Además, hay monos, miles de pájaros (como tucanes, buitres y águilas), especies vegetales famosas (el ceibo, el palmito y la yerba mate) e insólitas (como una planta que alucinó a mi hermano por sus hojas de triple nervadura), y millones de insectos (mariposas increíbles y espantosas arañas gigantes que nos acechaban debajo de las pasarelas).

Nada más entrando al Parque Nacional ya nos habían empezado a advertir sobre una especie de simpáticos animalitos que hay por todos lados: los coatíes. Por más que parecían lémures gordos de peluche, en realidad son animales bastante violentos que, atraídos por la comida, se lanzan al ataque con sus tremendas garras. A las permanentes advertencias de los guías se suman unos horrendos carteles que muestran fotos con brazos arañados por coatíes. Lastimosamente (haciéndome eco de esa expresión tan graciosa que usan los habitantes de la zona), la gente es tarada. Cuando una de las chicas de nuestro grupo empezó a tirarles galletitas y los coatíes comenzaron a acercarse peligrosamente a los demás, uno de ellos le gritó “¡¿Vos sos sorda o analfabeta?!” Lo cual, aunque muy violento, no dejó de ser acertado. Había que ser sorda para no escuchar a los guías o, en su defecto, analfabeta para no leer los carteles. Jamás se me hubiera ocurrido una contestación tan precisa. Todavía usamos la frase con mi hermano para todo tipo de situaciones, simplemente porque fue muy graciosa.

Todavía hay muchos grupos nativos (aborígenes) en esta provincia. En palabras de nuestro guía “son gente sencilla que no tiene nuestras preocupaciones”. Vimos uno de sus asentamientos y, si bien no eran demasiado parecidos a las ilustraciones de Billiken, sí vimos que viven de otra manera. La mezcla con la modernidad no les hace nada bien, no terminan de entender y no les interesa mucho de lo que les ofrece. El mejor ejemplo: hubo una campaña para que sus casitas tuvieran pisos de parqué (admito que la iniciativa no fue muy brillante) y, cuando llegaron las cajas con la madera, los nativos la usaron para hacer fuego. Creo que de algún modo saben que están en peligro de extinción también ellos. La supervivencia del más fuerte. Ojalá sus tradiciones y su riqueza cultural quede siempre entre los habitantes de la región, pero tampoco me gustaría vivir en un mundo que crea reservas para que los aborígenes se reproduzcan en cautiverio, como una curiosidad.




Misiones es como un parque de atracciones natural. Tiene aún mucho más para ofrecer y sinceramente, me quedé con ganas de seguir paseando, así que habrá que volver. Pero creo que nos llevamos la joya de la provincia, quizás hasta del país (aunque no conozco tantas cosas que sería imposible decirlo). Volvimos en un avión en el que nos permitieron tomar mate (con yerba misionera, por supuesto), algo que no sé cómo me hace sentir con respecto a la seguridad aeronáutica, pero que hizo muy feliz a mi hermano. Vi por la ventanilla como el paisaje selvático se convertía de a poco en la llanura pampeana y supe que estábamos llegando a casa. Ahora, desde las sequías madrileñas siento profunda nostalgia de toda esa agua rojiza cayendo a raudales hacia el vacío… me quedan las fotos de protector de pantalla, porque el agua de río que me tomé ya la debo haber hecho pis.

1 comentario:

  1. Hace poco efectué las mismas visitas que narras en este artículo y realmente te felicito porque has capturado con tus palabras lo impresionante de esta maravilla, sos de las pocas personas que ha subido fotos de las cataratas con el agua roja, tal como yo la conocí, te felicito por su excelente artículo.

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