De las siete maravillas del mundo moderno tuve la inmensa
suerte de conocer cuatro (el Coliseo, el Cristo Redentor, la Muralla China y
Machu Picchu) Y aunque sea tan solo una lista, y en realidad haya muchas más
(me encantaría incluir la increíble silueta de Nueva York o la vista aérea del
Bósforo dividiendo continentes en Estambul), tiene cierta importancia decir que
uno estuvo en una maravilla del mundo.
No sé si las maravillas humanas son mejores o peores que las
naturales. Pienso en Machu Picchu, en la Muralla China o en el Coliseo de Roma,
y uno no puede dejar de asombrarse ante lo que somos capaces de hacer. Pero
también es verdad que resulta imaginable. No es tan descabellado hacerse una
idea de los sueños arquitectónicos de una civilización antigua. Yo también, si
hubiera sido Emperador todopoderoso hubiera mandado a construir una muralla,
hubiera decorado la colina más alta o me hubiera hecho un castillo en la
profundidad de la selva.
Con la naturaleza, en cambio, estamos en la oscuridad: nada
nos prepara para lo que la naturaleza es capaz de crear. El mejor ejemplo que
haya visto hasta ahora está en la provincia de Misiones, Argentina y se llama Cataratas
del Iguazú. Una verdadera maravilla del mundo natural. Tal vez por ser la
propia, la que considero nuestra, es que tardé tanto tiempo en visitarla.
Quizás me vino bien darme una vuelta por el mundo antes, para apreciar sin
dudas lo imponente que resulta.
Empecemos por el principio: en el límite noreste del país,
donde la Argentina tiene frontera con sus vecinos Brasil y Paraguay, se
encuentra el Parque Nacional Iguazú, cuyo nombre viene de la expresión guaraní
“agua grande”. Las Cataratas del Iguazú fueron descubiertas en 1542 por el
español Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, alertado por el estruendo en la selva.
Aunque las llamó Santa María, con los años volvieron a su nombre guaraní
original. La mayor benefactora fue Victoria Aguirre cuya donación se considera
la fundación de la ciudad en 1901. Las Cataratas consisten en 275 saltos de
agua y pertenecen en un 80% a la Argentina y el resto son brasileñas. La
expresión popular “en Brasil se ven, en Argentina se viven” es totalmente
cierta, hay que estar en suelo brasileño para sacar la magnífica foto de los
saltos, arcoíris incluido.
La perla de las Cataratas (nótese que me refiero a ellas con
“C” mayúscula, todas las demás cataratas del mundo deberán arrodillarse ante
ellas) es sin duda la Garganta del Diablo, un salto de 80 metros de altura y
con el mayor caudal de agua del mundo, cuyas fumarolas de bruma pueden verse
desde siete kilómetros de distancia.
Desde el avión divisamos la espesura de la selva misionera y
aterrizamos en un pequeño aeropuerto desde el que nos repartimos entre combis y
colectivos. Íbamos a la Ruta Nacional 12, que va desde el centro de Puerto
Iguazú hasta la entrada al Parque Nacional (y hasta Buenos Aires), y donde se
encuentran la mayor parte de los hoteles de la ciudad argentina. La ciudad del
lado brasileño, es Foz do Iguaçú). Nuestro hotel con vegetación tropical fue
una agradable sorpresa, y más aún lo fue la tierra roja de Misiones. Nunca
había visto algo así, es realmente roja. Aunque aún no lo sabíamos, esa misma
tierra iba a dar color al agua del río Iguazú que por esos días, llevaba tres
veces más caudal del acostumbrado.

La introducción fue breve, y sin demasiados preámbulos ya
estábamos mirando el asombroso espectáculo de las Cataratas frente a nosotros. El
orden sensorial es más o menos el siguiente: empezamos a sentir la bruma
mientras caminábamos por un sendero en la selva, luego escuchamos el ruido del
agua, mucha, quizás nunca escuchamos tanta agua junta. Y de pronto, sin más
preparación que ajustar los ojos al sol, apareció una enorme olla de agua
rojiza, en uno de cuyos extremos se encuentran decenas de cataratas, algunas
gordas y otras estrechitas, casi todas en dos alturas, como si hubiera un gran
escalón debajo, con el agua escurriéndose entre las piedras y la vegetación.
Corona la visión un eterno arcoíris formado por el sol y la bruma, que volveríamos
a ver en muchos otros saltos del parque. La medida de la altura que tienen las
cataratas, la dan los minúsculos barquitos que pasean por el centro de la olla
gigante.
El paseo del lado brasileño, por pasarelas de madera que
rodean el río y que cada tanto se abren en terrazas, es casi totalmente
contemplativo, al menos hasta el final. Hay que ir subiendo y bajando
escalones, deteniéndose en las terrazas para sacar fotos y maravillarse de las
vistas, cada una mejor que la anterior. Luego viene la parte entretenida y para
la cual nos habían hecho comprar sendas capas plásticas con las que parecíamos
(según mi Papá) el personal de un frigorífico. La pasarela de madera se despega
de la pared de roca por la que íbamos bajando y se mete de lleno en el río, como
una larga escollera que se acerca a las cataratas y queda engullida por la
bruma. Allá fuimos, con nuestras capas, a caminar sobre el agua y a sentir la
bruma en la cara, las fotos salieron llenas de gotitas. Eso fue nada.

Uno de los beneficios de la zona fronteriza es que hay venta
sin impuestos, el famoso Duty Free Shop que, en este caso, es un gigantesco
shopping. Y (consejo útil) conviene aprovecharlo porque en el aeropuerto, con
todo el sentido de la lógica, no hay.
La ciudad de Puerto Iguazú no pega con la dimensión del
atractivo turístico que tiene, o tal vez esa sea mi visión contaminada por
muchos otros lugares. La ciudad es bastante pobre y no luce como un destino
turístico internacional. Pero la combinación entre la tierra roja y la
vegetación es fantástica, la gente es muy amable y la coordinación de las
excursiones es muy buena. Hay un curioso punto en la ciudad donde confluyen
siete esquinas (el tránsito, maravillosamente, es normal), y es ahí donde
fuimos a cenar porque está lleno de restaurantes lindos y tiendas de
artesanías.

En algún momento, mientras caminábamos sobre el río, vimos
como el agua se empezaba a acelerar terriblemente. Divisamos la fumarola de
bruma y antes de que me diera cuenta de lo que aquello significaba, nos
encontramos con un gigantesco agujero en medio del río, como un remolino
bíblico. Un poco más adelante, el agujero se convertía en la Garganta del
Diablo, una abrupta caída de 80 metros de longitud que se cierra sobre si
misma. El enorme volumen de agua produce tanta bruma que es imposible ver el
final de la cascada. Ahí me hubiera quedado para siempre: parada sobre el vacío
brumoso, con el vapor mojándome la cara cada vez que el viento soplaba para nuestro
lado y mirando asombrada esa obra maestra de la naturaleza. La fuerza que tiene
el agua, lo salvaje de la geografía, las dimensiones de todo… es algo tan
increíble que resulta imposible de imaginar. No es una maravilla de la
naturaleza, es un monstruo.

Durante el recorrido por la selva un guía nos fue contando
aspectos interesantes del Parque Nacional. Por ejemplo, que casi no hay árboles
de troncos grandes porque durante un tiempo, cuando el parque pertenecía a una
familia, se lo utilizó para tala. Hay varias especies en peligro que viven en
ese ecosistema (entre ellos el famoso yaguareté, el tapir y el yacaré overo)
que gracias a la creación del parque se están reproduciendo nuevamente. Además,
hay monos, miles de pájaros (como tucanes, buitres y águilas), especies
vegetales famosas (el ceibo, el palmito y la yerba mate) e insólitas (como una
planta que alucinó a mi hermano por sus hojas de triple nervadura), y millones
de insectos (mariposas increíbles y espantosas arañas gigantes que nos
acechaban debajo de las pasarelas).


Misiones es como un parque de atracciones natural. Tiene aún
mucho más para ofrecer y sinceramente, me quedé con ganas de seguir paseando,
así que habrá que volver. Pero creo que nos llevamos la joya de la provincia,
quizás hasta del país (aunque no conozco tantas cosas que sería imposible decirlo).
Volvimos en un avión en el que nos permitieron tomar mate (con yerba misionera,
por supuesto), algo que no sé cómo me hace sentir con respecto a la seguridad
aeronáutica, pero que hizo muy feliz a mi hermano. Vi por la ventanilla como el
paisaje selvático se convertía de a poco en la llanura pampeana y supe que
estábamos llegando a casa. Ahora, desde las sequías madrileñas siento profunda
nostalgia de toda esa agua rojiza cayendo a raudales hacia el vacío… me quedan
las fotos de protector de pantalla, porque el agua de río que me tomé ya la
debo haber hecho pis.
Hace poco efectué las mismas visitas que narras en este artículo y realmente te felicito porque has capturado con tus palabras lo impresionante de esta maravilla, sos de las pocas personas que ha subido fotos de las cataratas con el agua roja, tal como yo la conocí, te felicito por su excelente artículo.
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